martes, 30 de noviembre de 2010

MI HIJO DANIEL Y LA PAREJITA FOGOSA

Medianoche en el aeropuerto de Praia, Cabo Verde. Sentado en un café, espero con mis clientes la llamada al embarque de su vuelo de regreso a Europa. Entre tanto, reparto un dedo de pontch, dulzona bebida local de alto tenor alcohólico, en ocho vasitos descartables.

- Hoy se cumplen 166 años de la muerte de Flora Tristán, les digo, la que pasó por Praia en 1833 y cuyos comentarios leímos en el lugar de los hechos una tarde calurosa de noviembre. Y 122 años después de su muerte nací yo, así que también vamos a brindar por mi cumpleaños. Saúde!

Iba a añadir que Florita murió en el año 44 – como mi flamante edad – del siglo XIX, pero tampoco se trata de agobiarlos con tanta numerología. Termina el brindis, las felicitaciones y se oye el consabido pasajeros del vuelo tal y tal, sírvanse pasar a la sala de embarque. ¡Adiós y buen viaje!

Diez minutos después, mi taxi se detiene en la angosta calle Tenente Valadim del centro de Praia. Rosy me ha vuelto a asignar el cuarto número tres, de un color verde bastante chillón. Dejo mi equipaje y subo a la azotea con la esperanza de respirar un poco de aire fresco. No soy el único con tan brillante idea. Un grupo de franceses bebe vino en una esquina y, en otra, una persona se ha parapetado para dormir bajo las estrellas en un amplio columpio tipo Lo que el viento se llevó. Veo que hay otra mecedora que podría calificar como puesto de comando para la noche y se lo comento al empleado de Rosy. Al rato sube la jefa en persona.

- Escuché que estabas pensando dormir en la azotea. ¿Te importaría entonces cederle tu cuarto a un amigo mío que es policía y necesita un lugarcito para (gestos manuales inequívocos) con una chica?

- Cuestión de honor, Rosy. No te preocupes. Con todo gusto les dejo mi cuarto a tus amigos fogosos.

- Voy a mandar a que te traigan un colchón y ropa de cama para que estés más cómodo.

- Gracias, Rosy, tú siempre tan amable.

El grupo de franceses baja el volumen de la conversación al enterarse de que detrás del parapeto hay una persona tratando de dormir. Al rato se retiran ellos también a sus habitaciones. Me acomodo en mi flamante cama techera y me quedo dormido debajo de Orión. Este es un cumpleaños especial, definitivamente.

Dos horas más tarde siento el llamado de la vejiga y un penetrante olor a cigarrillo. Veo que el parapetado está sentado en su columpio fumando. Trato de encontrar mi celular para ver la hora y en ese jaleo pierdo el equilibrio, las patas de la mecedora ceden debajo de mi cabeza y las piernas se van para arriba.

- Are you alright?

Me pregunta una voz amable desde el otro lado de la azotea.

- Sí, sí, gracias.

No sé por qué se me dio por contestarle en castellano.

Amanece en Praia y una mosca impertinente no deja de molestarme hasta que decido incorporarme y veo que mi compañero de techo hace lo propio.

- Buenos días.

¿Me está hablando en castellano?

- ¡Hola! ¿De dónde eres?

- Sorry, I don't speak Spanish.

- Where are you from?

- Holland.

Un holandesito de entre 25 y 30, supongo. A las ocho de la madrugada y después de una noche corta, el sentido de la vista no es muy fiable, al menos en mi caso. Me cuenta Daniel que viene a ver a su novia que – ¡qué casualidad! – es una de las practicantes que conozco en la isla vecina. Volvemos a encontrarnos en la mesa del desayuno y ya mi visión se ha regenerado. Es un muchacho muy guapo y le sugiero ir a caminar un poco por el centro. Como es domingo, no hay mucha marcha, pero para que tenga al menos una idea general de la capital de Cabo Verde antes de seguir viaje a la isla de Fogo. Acepta encantado.

Visitamos la zona del palacio y la guardia presidencial, la plaza Albuquerque, el mercado Sucupira. Lo llevo a mis lugares favoritos, al Café Sofia con su sánduche de queso y canela, a la pastelería Pão Quente con su café y deliciosos pastéis de nata. Volviendo al hostal de Rosy, una de sus empleadas abre la puerta, nos mira y me pregunta inocente e indiscretamente:

- ¿Eres su padre? ¿O a lo mejor su padrastro?

No lo puedo creer. ¡A qué punto hemos llegado! Recién estoy cumpliendo 44 y ya se me atribuye la paternidad responsable de un tremendo muchachón que aparenta tranquilamente unos 28. A falta de otros recursos no queda sino morirse de risa. Durante las dos horas siguientes, todo gira en torno a nuestra tan hilarante como flamante relación padre-hijo. En la azotea donde nos conocimos, buscamos el único lugar sombreado y soportable para sentarse y esperar el momento de volver al aeropuerto. Yo para volar a Sal, Daniel a Fogo. Conversamos como viejos amigos de nuestros proyectos, planes de viaje, lo que nos gustaría hacer en la vida. Para reconfortarme me cuenta que sus padres son mucho mayores que yo.

A la una y cuarto llega mi taxi. Daniel no pierde tiempo y lo reserva también para que lo lleve al aeropuerto una hora más tarde. Me gusta este regalo de cumpleaños, mi hijo Daniel.

jueves, 28 de octubre de 2010

FIERAS EN LA FERIA

Dicen aquí que la Feria del Libro de Frankfurt es la más grande del mundo. Comercialmente no cabe la menor duda: al fin y al cabo estamos en una ciudad con una tradición ferial de mil años y – pasando a tiempos modernos – en la capital financiera de la Unión Europea. Los tres primeros días del evento están reservados exclusivamente a especialistas del medio. Se trata de una batalla campal entre editoriales, traductores, agentes, libreros, escritores y distribuidores por los mejores contactos y los más jugosos contratos, la compra y venta de derechos de autor, licencias de traducción, firma de convenios. Y eso que hay malas lenguas que aseguran que los verdaderos tratos gordos se cierran los días previos a la Feria en el Bar de los Autores, situado junto al lobby del añejo hotel Frankfurter Hof, que significa la Corte de Frankfurt. Por su lado, el público bibliófilo „de a pie“ tiene que armarse de paciencia hasta el sábado y domingo en que se abren las puertas a todo el que aporte sus modestos catorce euritos en la entrada.

Para mí esta edición de la Feria no es igual a la del 2009, en que modestamente figuraba mi nombre en el programa oficial. No confabulo ni soy objeto de confabulación. Paseo sin rumbo definido por los enormes pabellones. Sé que mis amigos hispano-porteños Óscar y Paco quieren asistir al diálogo de las Rosas y, si llego a tiempo, me voy a apuntar.

Es el encuentro de dos escritoras españolas, Rosa Regàs, invitada especialmente desde Cataluña por el Instituto Cervantes, y Rosa Ribas, treinta años más joven que la primera, también catalana pero residente en Frankfurt y, por si fuera poco, vecina mía. Conversan las Rosas sobre sus experiencias como lectoras, como productoras, como editoras. No se habían visto nunca pero se percibe que tienen buena química. Contrasta el rojo vivo del pelo de Regàs con los cabellos oscuros y mechón Tongolele de Ribas. Terminado el coloquio, Óscar y Paco salen corriendo a su próximo compromiso, la Tongolele también. La estresada directora del Cervantes, cuya agenda le impide cumplir con su papel de anfitriona, se despide muy amable de la Regàs y le dice espérame acá que te vengo a recoger en cuarenta y cinco minutos. La colorada la mira con cara de poco sueldo, ¿me vas a dejar sola, triste y abandonada en este recinto ferial?

Es el momento de intervenir. ¡Ud. no se va a quedar sola de ningún modo, Rosa! ¡Será un gusto acompañarla! Me mira con cierta sorpresa como pensando y este avechucho de dónde ha salido. Acomodo convenientemente dos sillas al lado de una mesa llena de copas de champán argentino y bocaditos salados. Nos ponemos a conversar de sus viajes, del modo en que su familia tuvo que escapar a Francia durante la Guerra Civil, de cómo comenzó su carrera literaria después de los cincuenta, si bien por su trabajo como editora siempre había estado rodeada de libros. Hablamos de América Latina, ha estado en casi todos nuestros países. Me dice que es amiga y simpatizante de Evo. Ya entiendo por dónde va la cosa, la izquierda intelectual romántica europea. Le cuento de mi libro. ¿No tienes uno a la mano? me pregunta atenta. Por supuesto, si cabe en tu maleta te lo llevas con dedicatoria. Me lo recibe encantada, o al menos es lo que quiero creer, lo hojea y lo guarda en su cartera. Pasa por ahí un editor catalán, la saluda emocionado, yo fui al colegio con tu hijo, Rosa. Se abrazan, se despiden. Regresa la anfitriona y se lleva a su invitada de honor. Ha pasado casi una hora y por los altavoces se anuncia que la Sociedad Ferial les desea a todos los visitantes un buen viaje de regreso a casa. En buen criollo: nos están echando de aquí. Volveré mañana sin falta.

Segundo día. Llego recién por la tarde porque he estado ocupado toda la mañana haciendo diligencias. Visito a mis amigos del stand de escritores latinos en Alemania. Carlitos y Esther me miran con ojos grandes y llenos de expectativa. Estarás feliz con el premio, me dicen con una voz rebosante de miel. Premio? Qué premio? pregunto con inocencia y candor. Desde las noticias que me despertaron a las siete, no he vuelto a oír radio ni ver tele. Es Mario Vargas Llosa, escritor de cabecera de mi familia. No lo puedo creer pero siento que me invade una alegría sin fin celebrando al padre de Pichula Cuéllar, del Poeta, de Zavalita, del León de Natuba y de la chilenita. Al celestino de Chuchupe y Chupito, de Lucrecia y Rigoberto, de Julita y Varguitas, de Mercedes y Tomasito, de la muchachita esqueleto y Rafael Trujillo, de Florita y Olympia Malaszewska, de Koke y Teha'amana. En el stand de Alfaguara lo celebran con bombos y platillos. En el de Suhrkamp, editores alemanes de MVLL, la gran jefa Ulla Unseld-Berkéwicz tiene un problema: apenas cuentan con cuatro libros – ojo: cuatro libros físicos, no cuatro obras – de Mario en su exhibición. Al día siguiente se publicará en los principales medios una foto muy diciente de Ulla con „Das boese Maedchen“ en la mano, „Travesuras de la niña mala“.

Esa noche vamos con dos amigos al pizpireto Bar de los Autores. Como estamos de feria, no cabe ni un alfiler. En vista de que no hay servicio a mesas y ninguno de los presentes toma la inicitativa, me levanto, altivo y orgulloso, y pido en la barra tres copas de champán para brindar por „nuestro Nóbel“. Cuando la amable jovencita me dice el precio, siento una ansiedad que recorre la boca del estómago sigue por las paredes gástricas y llega hasta la mitad del duodeno, pero procuro que no se me note. ¡Te lo mereces, Varguitas!

Tercer día de feria. De un modo totalmente casual, me entero de que hoy está en la Feria la doctora Ruth Westheimer. Tiene casi cien años y con las justas llega al metro cuarenta. Es enternecedor verla sentada en una silla con sus piernas cortitas balanceándose porque no llegan hasta el suelo. Pero cuando esta pícara sexóloga entra en acción, por ejemplo en una entrevista, hablando con humor y toda la naturalidad del mundo de los beneficios de la masturbación, aconsejando sobre cómo realizar de un modo gratificante sexo oral, como abuelita leyéndoles cuentos a sus nietos, te cautivará desde la primera sílaba. Esta aguerrida precursora de la curvilínea boricua Alessandra Rampolla nació en Alemania entre las guerras y perdió a sus padres en el holocausto nazi. A ella la mandaron previsoriamente a Suiza. Más adelante peleó en el ejército israelí antes de emigrar a los EE.UU. y convertirse en la más célebre terapeuta sexual. Con la picardía que la caracteriza, Ruth dice en la Feria: yo soy un metro cuarenta de sexo concentrado.

martes, 19 de octubre de 2010

EL TESORO PERDIDO DE LA EMPERATRIZ

A las 18 horas con 11 minutos se abre la puerta-escalinata del jet fletado en el que acaba de aterrizar la emperatriz. Todo sucede tan rápido que con las justas puedo ver los enormes anteojos oscuros que lleva puestos así como la elegante gabardina con la que se protege del frío de octubre. Cinco segundos, dos apretones de manos y tres besitos después, ya está sentada en su limusina blindada conducida por una robusta agente del servicio de seguridad alemán, siguiendo a la escolta de motocicletas que le abrirán paso hasta su lujosa suite en el centro de la ciudad. Su personal de custodia le ha dicho que no es recomendable que vaya en el asiento delantero pero a la emperatriz le gusta y ¡basta!

Tres días antes, mi amiga Ruth me llamó preguntándome si tenía tiempo para asistir como intérprete a una delegación venida desde el sur de la tierra. Pensé que se trataría, como casi siempre, de gente de negocios, al fin y al cabo vivimos en un centro neurálgico en materia de finanzas y servicios. El país que la emperatriz gobierna es el invitado de honor de una importante feria y recién después de nuestra primera reunión con los clientes, caigo en la cuenta de que se trata del grupo de avanzada que tiene por tarea preparar la visita de tan egregio personaje.

Ruth se encarga de acompañar a la gente de cancillería, a mí me toca hacer lo propio con los agentes de seguridad de la dama en cuestión. Tenemos diferentes reuniones en el aeropuerto, el hotel, con la policía y los organizadores de la feria. El denominador común de todas ellas es la desesperación de las contrapartes germanas por no contar todavía con la información detallada de la visita de la emperatriz, faltando tan solo tres días para su arribo.

No podemos garantizarles que todo funcione correctamente si no contamos a tiempo con la hora exacta de llegada y su programa de actividades - pontifican una y otra vez los responsables de cada uno de los lugares visitados.

Apenas amanezca en la capital y dispongamos de la información se la haremos llegar - responden con su proverbial facilidad de palabra y no menos pontificalidad los amigos del cono sur.

Lo que las contrapartes alemanas no saben es que pasarán más de 48 horas hasta que puedan tener los detalles completos en sus manos.

Finalmente llega el momento de recoger a la emperatriz en medio de extremas medidas de seguridad. Algunos de los choferes contratados vienen de otros países y no tienen idea de cómo llegar al aeropuerto, pero se ofrecen para guiar a los otros. ¡Craso error! Felizmente salimos con bastante anticipación y podemos enmendar la ruta. Todos los vehículos se pre-concentran en una de las entradas a la zona aeroportuaria. Los del escuadrón de motocicletas se quejan porque llevan más de cinco horas esperando. Al momento de señalizar los vehículos de manera que correspondan al bosquejo de la policía, vemos que hay ciertas diferencias culturales entre el esquema de los locales y el de los visitantes. Una vez resuelto también ese tema, formamos la caravana y nos sometemos a un exhaustivo cacheo como corresponde a todos los bípedos aspirantes a ingresar a tan sacrosanto espacio.

Con la emperatriz a bordo del coche blindado, la comitiva abandona el aeropuerto en cuestión de segundos. A mí me toca quedarme al pie del avión para acompañar al cuerpo de seguridad que se encargará de recoger el equipaje de tan distinguida clientela junto con el material „sensible“ (léase: las armas de sus custodios). Me impresiona la cantidad de vestidos en sus respectivas fundas que desembarcamos de tan diminuta aeronave. Parece tener un alto sentido del orgullo patrio, pienso, mientras acomodo los estuches que llevan el nombre y las direcciones de diseñadores de su mismo país. Veo una pila enorme de paquetes de sospechosa apariencia pero al aproximarme descubro que se trata de botellas de agua mineral destinadas a aplacar la patriótica sed de la dama.

Con las dos camionetas llenas de ropa, agua y pistolas, nos dirigimos por fin al hotel. Esa misma noche no tengo ocasión de ver de cerca y con calma a la emperatriz. Ruth y yo esperamos una hora „por siaca“ pero luego los clientes nos mandan a nuestros respectivos hogares.

Al día siguiente comienza el programa de actividades de la dama. Con muy buen sentido del desfase horario, el primer punto de su agenda empieza a las tres y media de la tarde. Uno de los tres ascensores del hotel queda bloqueado y a disposición exclusiva de la señora. Como es usual en reuniones protocolares, cada participante se echa su discurso hasta que finalmente le toca el turno a la ilustre visitante. En otra sala del mismo hotel, el espigado ministro alemán de relaciones exteriores espera pacientemente desde hace más de quince minutos. A la emperatriz le gusta hablar y dar rienda suelta y espontánea a sus ideas. Al terminar su alocución, todo el público se levanta apurado pero madame solicita la traducción de sus ocurrentes palabras.

Tragándose su mala leche por la nada dulce espera, el ministro sale al encuentro de la emperatriz y le estrecha las manos con mucha cordialidad. No es la primera vez que se reúnen y ya sabe que la puntualidad no es una de las principales virtudes de su invitada. Antes del siguiente compromiso, la inauguración de la famosa feria en que su país es el invitado de honor, madame, fiel a sus principios, regresa a su suite. Lógico, no vamos a participar en tres reuniones seguidas con la misma ropa.

En mi función de auxiliar comunicativo, me toca una vez más acompañar el equipaje de la emperatriz en su camino al avión. Cuando llegamos al aeropuerto, empieza a lloviznar pero eso no nos impide transportar los numerosos y patrióticos trajes de madame, las valijitas con las armas y las botellas de agua sobrantes para las próximas estaciones de su visita. Finalmente nos avisan por celular que la comitiva ya salió de la feria y estará en diez minutos en la rampa. La escolta de oficiales de policía ocupa su lugar flanqueando la alfombra roja que pronto hollarán imperiales zapatos de vertiginosos tacos.

Para la limusina blindada, baja la estrella de la noche, aprieta dos manos y desaparece en la aeronave. De otro de los carros salen dos personas con cara de preocupación. Es indispensable ir inmediatamente al otro lado del aeropuerto, nos dicen, al terminal de la gente de a pie, a recoger algo muy importante que lleva uno de los cortesanos de la emperatriz. Conociendo las dimensiones de este mega-aeropuerto, está claro que la operación no tardará en ningún caso menos de media hora. Los efectivos de seguridad alemanes, que pensaban que podrían irse por fin a casita, ponen cara larga porque no están autorizados a retirarse hasta que el avión esté en el aire. ¿Qué pasa? ¿Qué cosa tan importante necesita madame como para paralizar a toda la comitiva? Con dos chicos de seguridad, salimos volando en uno de los carros de la empresa aeroportuaria a buscar el tesoro perdido de la emperatriz. Nos dan un estuche que, una vez dentro del coche, sentimos la imperiosa necesidad de abrir. Nuestros ojos no creen lo que ven: lápiz labial, sombras, cremas. ¿Para esto nos hacen detener el reloj?

jueves, 30 de septiembre de 2010

HERMANAS Y CANGREJOS

Inge es la hermana mayor de mi amigo Lars. Terminando el colegio se fue a estudiar hostelería en un reputado instituto de Suiza. Con el título en el bolsillo más sus vastos conocimientos de idiomas, inmediatamente la reclutaron como aeromoza de Swissair. Disfrutó muchísimo volando por el mundo durante la época de oro de la línea aérea helvética y de paso gozaron también sus padres y hermanos con los privilegios familiares de una chica de alto vuelo. En uno de sus viajes, Inge conoció a bordo del avión al que sería su futuro marido, Markus. Siguió volando durante el noviazgo y primeros años de matrimonio, pero cuando llegaron sus hijos Per y Stefanie quiso dedicarse íntegramente a su familia. Una vez que su hija menor entró a la secundaria, pensó ha llegado el momento de retomar mi carrera, no necesariamente en mi antigua oficina del aire, sino en alguna otra cosa que me permita volver a casa cada noche. Siendo una mujer muy sana, ignoró el repentino malestar que le sobrevino por esa misma época hasta que las molestias se volvieron insoportables. Después de dos diagnósticos insuficientes y una resonancia magnética, los hombres de blanco le dijeron que tenía un cáncer con ramificaciones y que había que operarla con urgencia. A la cirugía siguieron las consabidas quimioterapias y radiaciones. En menos de dos años su familia estaba comunicando el sensible deceso de Inge, que se despidió de este mundo rodeada de Markus, sus hijos, su madre y su hermano Lars. Habían pasado 41 años desde su nacimiento.

Carina es la hermana mayor de mi amigo Pancho. De espíritu despierto y gran vitalidad, no tuvo la paciencia de hacer una carrera universitaria después del bachillerato. Con un diploma comercial en lo que verdaderamente le encantaba – la indumentaria – trabajó un tiempo en una boutique del Shopping de Alto Palermo hasta que le ofrecieron ser administradora de una tienda mucho más grande y elegante en el flamante Patio Bullrich. Amaba su trabajo pero también a su novio Arturo. Se casaron cuando ella tenía 25. Su hija Katia llegó dos años después. Eran una familia joven con los momentos de felicidad y las luchas domésticas propias de la institución matrimonial. Pero la energía que irradiaba era muy positiva. Con un estoicismo digno del espartano más recio, soportó el diagnóstico de cáncer al estómago y las consiguientes operaciones así como los estragos de sus terapias químicas y radiaciones. Disfrutaba cada momento que podía pasar con Katia, con Arturo y con Pancho. Tuvo una fase de recuperación que le bastó para que su hermano la invitara a viajar con él a Florianópolis, lugar que desde siempre le había hecho mucha ilusión conocer por las hermosas playas que bordean la isla de Santa Catarina. Poco después del viaje vino la recaída y a las dos semanas de cumplir treinta, Carina no resistió más.

Mari es la segunda de mis hermanas. Me lleva dieciocho años y once días. Desde que tengo uso de razón, o sea ya Mari bastante grandecita, siempre se ha llevado como perro y gato con nuestro padre. Ambos son muy volubles, irascibles y violentos. Comparten en cambio un apetito indomable que se traduce por lo menos en unos 20 a 30 kilos de sobrepeso. Les encantan también las ensaladas y nadie las aliña tan rico como ellos con solo tres condimentos: aceite de oliva, vinagre y sal. El gran amor de Mari durante su infancia y juventud fue nuestro abuelo materno, al que llamábamos papacito y, por lo que me cuentan mis hermanos mayores, le encantaba subirse al carro con todos sus nietos apilados uno sobre otro, llevárselos a comer pollo a la brasa y luego los más ricos helados de Lima.

Dos décadas después, cuando yo lo conocí, ya había perdido completamente la razón y no reconocía ni a su mujer. Por esa época es que Mari, con su espíritu de aventura sin fin y una sed insaciable de conectarse con el universo, se fue a Nueva York con cien dólares en el bolsillo y sin permiso de residencia ni de trabajo. Como tantos otros inmigrantes ilegales, cuidó niños y limpió casas durante varios años hasta que pudo acogerse a una amnistía y conseguir la codiciada green card. En uno de sus primeros viajes, hizo una escala técnica de medio año en Venezuela para vivir en un ashram. De hecho nunca la vi tan delgada como después de aquel período venezolano. Tampoco nos sorprendimos cuando nos presentó a Jim, su voluminoso marido italo-americano, 31 años mayor que ella y tremendamente parecido de carácter a su bienamado papacito. Algún gracioso en la familia les puso de apodo Doble Cero. Tendrían unos cinco años de casados cuando los visité en Miami. Caminando con Mari al borde del Atlántico, me contaba que no soportaba vivir con Jim, que era tan celoso que no quería que ella consiguiera un trabajo ni saliera de la casa. Poco después su otelo tuvo un derrame cerebral y se quedó inválido. Mari recuperó parcialmente su libertad porque fue entonces que le diagnosticaron su primer cáncer.

Siguieron once años intercalados por un lado de cirugías y quimioterapias pero por otro también de periodos tranquilos y felices. Para su última fiesta de año nuevo, como si intuyera que no habrían más, me cuentan que se arregló y bailó hasta el amanecer. En mayo su estado se volvió crítico pero como era una persona muy fuerte recién a fines de julio consiguió desencarnar y reencontrar su origen divino. La quiero recordar como la vi bailando en el matrimonio de un amigo de la familia. Hasta ese momento nunca me había percatado del aguzado sentido del ritmo de Mari que evidentemente vibraba con la música en cada fibra de su ser.

martes, 31 de agosto de 2010

EL PASADO AL OTRO LADO

Gracias a mi confiable despertador y al colectivo Olivos – Boca, después de atravesar kilómetros de avenidas flanqueadas por modernos edificios y alguno que otro en vías de demolición, llego perfectamente y con la debida anticipación al terminal fluvial de Puerto Madero Sur. Es la primera vez que voy a cruzar el Río de la Plata a ras del agua. Hace una semana lo crucé por aire y de noche, con lo cual los únicos indicios a la mano eran las escasas luces en el lado uruguayo, luego un gran agujero negro y en la otra orilla el interminable mar de luces de Buenos Aires.

Equipado con un café con leche y una medialuna en la barriga, obedezco al llamado a los pasajeros para embarcar. Pero se trata de una travesía internacional, así que antes de subir a la motonave es necesario pasar el control de pasaportes. Me sorprende ver a dos personas controlando y sellando los documentos de cada pasajero. La explicación: para facilitarles las cosas a los viajeros, los gobiernos de Argentina y Uruguay acordaron controlar a un solo lado del río. Es decir que en Buenos Aires trabaja un policía uruguayo que te sella la entrada en Uruguay y al momento del desembarco en Colonia simplemente abandonas la nave, el terminal fluvial y sigues tu camino. Muy customer-minded.

Son las primeras horas de la mañana de un día espléndido y el Río de la Plata hace todos los honores a su nombre reflejando los rayos del sol oblicuo de otoño. El agua está tranquila y la nave avanza sin prisa pero con determinación hacia el noreste. Nada hace presagiar que el viaje de retorno será una pesadilla. Avistamos los primeros islotes que anuncian la inminente llegada a la banda oriental. Con una buena dotación de pesos uruguayos en los bolsillos „tomamos“ la calle Rivera – en esta región del mundo hispano sería inapropiado „cogerla“ – en dirección a la avenida General Flores.

Lo primero que me llama la atención es que, saliendo de una megalópolis como Buenos Aires, Colonia parece que se hubiera quedado anclada en el pasado. Su población es casi 600 veces menor que la porteña, por lo tanto no hay mucho tráfico, todavía se ve algunos coches tirados por mulas o caballos. Todo te trasmite una sensación inevitablemente deliciosa de cámara lenta. En la oficina de información turística, un muchacho de Conchillas que por su buen ver merecería ser considerado de interés nacional, nos indica sus lugares favoritos en un plano bastante añejo.

No le hago caso, por supuesto, y recorriendo las empedradas calles del pintoresco centro histórico, llego a la conclusión de que la principal preocupación del coloniense es sin duda alguna quedarse sin yerba mate o agua para cebarla: si no, cómo se explica que casi todos lleven un termo y su bombilla en unos prácticos estuches de cuero. Pero la mayor de las sorpresas está aún por llegar: Colonia cuenta con la más surrealista maceta que he visto en mi vida, un carro de los años 30 ó 40, ubicado al lado del restaurante y bar Drugstore.

Finalmente, después de haber pasado tres días en Uruguay, me embarco hacia Buenos Aires. Ha llovido todo el día y la salida se retrasa por una tormenta. La naviera invita al público a servirse un aperitivo por cuenta de la empresa. Como mucho más de lo que me provoca por el puro hecho de ser gratis. Antes de terminar mi último mordisco de alfajor y luego de una medialuna de jamón y queso, los altavoces invitan a embarcar a los pasajeros a Buenos Aires.

Un risueño vigilante nos pregunta pícaro ¿por qué comieron tanto? al pasar a su lado. Pienso en la sensación de hartazgo que me invade y en las olas que nos esperan en el río-mar. Ya es de noche y la nave se mueve como una cáscara de nuez. La tripulación reparte bolsitas para el mareo a diestra y siniestra. Augurio de que algo nada apetitoso va a pasar. Más adelante se reparten pañitos embebidos en alcohol. Pido uno para mí también. Felizmente, el puerto de Buenos Aires llega más rápido que las náuseas.

domingo, 8 de agosto de 2010

UNA PINTADITA POR VAMA VECHE

Imagínese la benevolente lectora o el despistado lector el último caserío rumano junto al Mar Negro a mil quinientos metros de Bulgaria. No son más de diez manzanas con unos 200 habitantes, pero tratándose de un fin de semana en toda la canícula de julio, la población fluctuante sobrepasa a la permanente en una proporción de 20 por 1. Su nombre significa „aduana vieja“ a raíz de una guerra después de la cual la frontera búlgara se corrió hacia el sur. Casi treinta años más tarde, otra guerra repuso el límite en el lugar de antes, pero el nombre quedó para la posteridad.

Me cuentan que la historia de Vama Veche como balneario comenzó a fines de la era Ceausescu. Era una playa salvaje, sin casas ni esos románticos edificios rectangulares típicos de la arquitectura socialista. Los pioneros iban con sus carpas, acampaban en la arena y alguno que otro practicaba el nudismo: una playa válvula de escape. Poco a poco se fue urbanizando la orilla. Surgieron las primeras pensiones, los primeros hostales, pero manteniendo un carácter de pueblo bohemio, sin permitir por ejemplo que las edificaciones pasaran de tres pisos.

328 kilómetros de autopistas y carreteras separan a Bucarest de Vama Veche. Para llegar sin problemas de tránsito, salimos de la capital rumana antes del amanecer confiando que en cuatro horas estaremos remojando nuestras humanidades en el tibio Mar Negro. ¡Grave error de cálculo! Todo va bien hasta que llegamos al peaje que marca el fin de la Autostrada Soarelui - la Autopista del Sol. Después de un atasco bastante soportable de veinte minutos, cruzamos el Danubio admirando la metálica estructura de los puentes de Saligny que parecen hermanos de la torre Eiffel y atravesamos la idílica región viñera del Murfatlar. Todo marcha según el plan cuando llegamos a Constanza, el principal puerto del país.

Vemos a lo lejos un semáforo. El torrente de carros, camiones, camionetas avanza lentísimo. Comienzo de dolores. Es viernes, al parecer medio Rumanía ha tenido la genial idea de desplazarse a las playas del litoral y no avanzamos nada. Constanza no tiene autopista de circunvalación - en los mapas aparece que está „en construcción“ - lo que significa que tendremos que continuar por este río de lata y caucho criogenizados. Casi dos horas pasan hasta que por fin vemos el ansiado cartelito en que el nombre del puerto está atravesado por una barra roja diagonal y podemos volver a acelerar la máquina. La temperatura exterior es de 34°C y la ansiedad por llegar pronto a la playa hace que la sensación térmica sea diez grados más alta.

Cuando finalmente estamos en Vama Veche, dejamos el carro estacionado en la calle principal y nos consagramos a la tarea de buscar un alojamiento digno de albergar nuestras acaloradas anatomías por tres noches. Después de escuchar por décima vez la pregunta ¿tienen reserva? seguida de un lo sentimos pero estamos completos, el buen humor y la buena disposición bajan al mínimo. ¡Lógico! Es temporada altísima y no tenemos reserva. Craso error de logística. El Sunset Beach nos salva de tener que pasar la noche - como muchos otros veraneantes - en la arena. No me parece muy coherente el nombre „puesta de sol“ tratándose de una playa donde el sol sale por el mar pero tienen sitio y no hay que perder tiempo con insignificancias en esta corta vida.

Durante nuestra cruzada hostelera, avistamos a tres muchachos con indudable aire de latinos pero en ese momento tenemos otros deberes sagrados que cumplir y la cosa no pasa de un comentario risueño entre los entendidos. Seis horas más tarde me vuelvo a cruzar con uno de ellos, Pedro, a orillas del mar. Oye ¿eres colombiano? No, mexicano, ¿y tú? De Perú. Hey, qué sorpresa y venirnos a encontrar aquí al otro lado del mundo. Al rato aparecen Efraín y Pancho, completando el trío. Me cuentan que son estudiantes de química que han terminado la carrera y están recorriendo mundo. Allá en México han formado una asociación y se llaman Los Gatos, con estatuto y todo. ¡Qué padre! Les cuento un poco de la historia de la playa y los conmino a ingresar al mar prescindiendo de todo tipo de prendas textiles - comme il faut en Vama Veche. Efraín y Pancho no lo dudan ni un segundo, pero Pedro tiene sus recelos y no se anima a quitarse su ropa de baño.

Por la noche, cuando las discotecas al borde del mar se llenan, me vuelvo a encontrar a Los Gatos en el Stuf, uno de los lugares más frecuentados. La música se podría describir como grandes éxitos del pop y rock de los últimos treinta años. La clientela es tan fiel y agradecida que gran parte de ella se queda hasta el amanecer y en el momento preciso en que el sol sale del mar, tocan el Bolero de Ravel. Para acortarnos la espera hasta tan solemne melodía, los Gatos tienen una técnica muy depurada: vamos al kiosco del Bulevar y compramos unos „pomitos“, a saber una botella de ron, una de cocacola y una de agua con gas. Mézclese una parte de ron, una de cocacola y tres de agua y se obtendrá una refrescante y tonificante pintadita. Contando con tan calorífera indumentaria, la noche de Vama Veche se pasa bailando entre Madonna, Kid Rock, Pink y AC/DC. Cuando menos pensamos ya está sonando Ravel y con los Gatos nos damos un chapuzón en el Mar Negro viendo la salida del sol.

miércoles, 14 de julio de 2010

ANDRÉS, EL PULPO Y LA VUVUZELA

Hace menos de 48 horas que Andrés Iniesta, un peladito de veintiséis años natural de Fuentealbilla, provincia castellana de Albacete, anotó el gol que catapultó a la selección española al campeonato mundial por primera vez en la historia. Llegaban a su fin cuatro semanas y tres días al compás de las elefantiásicas vuvuzelas, bombardeados permanentemente por las noticias del otro extremo del mundo y en este por los impecables vaticinios del pulpo Paul. Para los que no somos aficionados al fútbol y hallamos las perspectivas del intercambio de camisetas más interesantes que el juego mismo, es indescriptible la sensación de alivio en el ambiente.

Lo que no significa que no hayamos permanecido treinta o tal vez hasta cuarenta minutos viendo algún partido. Incluso con todos los adminículos que la ley exige: a saber, sendas botellas de cerveza y un bol rebosante de papitas fritas. Es más, pocos conocidos míos han conducido su calendario o „fixture“ con mayor pulcritud que el suscrito, siempre completo y al día. No me interesaba ver cada partido pero sí colocar los resultados en las casillas correspondientes desde el Sudáfrica – México, que abrió el torneo, hasta la final de España con unos matones en naranja.

Incluso aprendí a tocar la vuvuzela. Era el tercer día del campeonato y en Durban los germanos golearon a los australianos por juergueros y cerveceros. Yo estaba en Dortmund (sí, la ciudad del Borussia) y uno de los espectadores trajo una vuvuzela. Al primer intento no salió más que aire y babas. Uno más y descubrí el truco: no apretar tanto boca y labios sino aproximarlos al instrumento con soltura y darle a todo pulmón. Y sonó como tenía que sonar, como un trompetazo de elefante. Finalmente tuvieron que arrancarme la vuvuzela de las manos porque si no, no la iba a soltar. Me tentó la idea de comprarme una. Las primeras veces que pregunté, durante la semana inicial del evento, me asustaron los precios (12 euros... ¡ni hablar!). Conforme pasaban los días, se ponían más baratas (super-oferta: 3 euros), pero no volví a pasar por aquel puesto de venta y en ese momento tenía prisa para no perder el autobús. No he vuelto a tocar la vuvuzela desde entonces. Tal vez le consulte a Paul cuál es su opinión al respecto, comprar o no comprar.

Tiene fama de ser el mejor agorero: el pulpo Paul – que no se pronuncia „pol“ a la francesa sino „pá-ul“. Con ocho pronósticos correctos en serie, es más certero que todos los expertos y charlatanes de las principales cadenas de televisión. Sus últimas actuaciones relativas al Mundial de Sudáfrica se trasmitieron en vivo por TV e internet a millones de espectadores en todo el mundo. En España le quieren otorgar una medalla de honor y colocar un monumento. En Holanda y Alemania, muchos lo quieren ver convertido en pulpo frito o al olivo. No sorprende, si se piensa que Paul vaticinó la victoria de los unos y la derrota de los otros sin mayores argucias que sus ocho tentáculos y dieciséis docenas de ventosas. En su domicilio, el acuario de la ciudad alemana de Oberhausen, han rechazado una tentadora oferta de venta por más de 30 mil euros... de España, naturalmente.

A diario, Paul recibe centenares de cartas y correos electrónicos con preguntas como „¿me engaña mi marido?“ o „¿aprobaré matemáticas este año?“. Pero sus asesores lo tienen clarísimo: el pulpo adivino se jubilará al término del campeonato y no podrá responder al aluvión de misivas. Será la atracción del acuario de Oberhausen, pues desde que se hizo famoso, el número de visitantes ha aumentado de manera vertiginosa. ¡Buen provecho con el salmoncito, Paul!

lunes, 5 de julio de 2010

EL HABLADOR NO TIENE QUIEN LE ESCUCHE

HAMBURGO, un sábado de enero de 2010

Tenemos el invierno del siglo, dicen los medios. Nieva en las alturas y en el llano. Las temperaturas hace semanas que no llegan ni a cero grados en la escala del sueco Celsius. Para quienes prefieren la de su colega germano Fahrenheit, estamos por debajo de 32 grados. Respondo a la solícita invitación de Alberto Villegas, editor-fundador de la revista Calendario, órgano de la comunidad latina de este primer puerto alemán. Nos conocimos en la feria del libro y quedamos en que me invitarían durante los meses de invierno para presentar mi Coctel Selva Negra al público de la ciudad hanseática.

Cuarenta personas han confirmado su asistencia – todo un logro tratándose de la presentación de un autor totalmente desconocido. Por precaución, llego la víspera. Incluso tengo la suerte, que se da una vez cada quince años más o menos, de caminar por la superficie plenamente congelada del río-lago Aussenalster junto con miles de juguetones hamburguesas y hamburgueses. La helada es tan fuerte que la super-protectora polizei tolera sin intervenir la invasión masiva del río petrificado.

24 horas más tarde, sábado por la noche, ya no le hallo tanta gracia al hielo ni a la nieve: hace más de una hora que deberíamos haber comenzado con mi presentación pero ¿dónde está el público? Dos queridas amigas han hecho malabares para llegar a pesar del metro de nieve que hay en las calles, pero ¿y los otros treinta y ocho?

Por respeto a los puntuales, comenzamos con tan solo noventa minutos de retraso. Mi amiga Rita lo lamenta pero tiene que irse antes del inicio. Luego de la lectura y la rueda de preguntas, tres artistas presentes en el público tienen la gentileza de darle un verdadero relieve a la sesión con sus respectivos estilos y canciones. Un toque emotivo altamente bienhechor para la congelada noche hamburguesa. Al día siguiente, regreso a casa con el dulce recuerdo de sus voces y en la mochila dieciocho de los veinte libros que creía poder vender.

BASILEA, un jueves de junio de 2010

Han pasado cinco meses desde Hamburgo y por fin tengo otra invitación para compartir mi libro con el público interesado de la ciudad suiza de Basilea. Es un momento muy memorable para mí porque por primera vez el escenario de la presentación es al mismo tiempo uno de los lugares donde se desarrolla la acción de Coctel Selva Negra. Tuvimos el mayo más frío desde el inicio de las mediciones meteorológicas, pero desde la víspera hace sol y las temperaturas están superando los veinte grados. Chabela, la anfitriona, una encantadora librera boliviana, está enferma y no puede asistir pero tiene el detalle de enviarme a dos amigas para que me ayuden con el evento.

Llega el jueves y los termómetros vuelan casi a treinta grados. Lo que me faltaba: un metro de nieve en Hamburgo y ahora el jodido calor de junio. Me escribe un mensaje de texto mi querida amiga alemana Melanie con la que contaba sin falta para este jueves: estoy en una despedida y no llegaré a tiempo, sorry. Xiomara también me manda un mensajito y es que no ha conseguido niñera y, sin tal infraestructura, imposible venir para la precavida y maternal colombiana. No es el caso de Robert. Fuimos compañeros de trabajo hace casi diez años y este encantador gigante germano-franco-helvético no ha dejado de ser un consejero entrañable, amigo leal y más que nada dueño de la palabra perfecta en el momento preciso. Su castellano deja mucho que desear, pero me dijo que no faltaría a la cita y antes de la hora prevista ya está sentado en primera fila regalándome su sonrisa cómplice.

Una de las amigas de Chabela, solidaria con la causa y en vista del vacío de público, sale corriendo a reclutar -correa en mano- a dos chicos que trabajan cerca de la librería y por supuesto no rechazarán la marcial invitación. La otra amiga acomoda en canastitas unos refrescantes melocotones y se encarga de que no falten copas para el vino ni bocaditos que lo neutralicen. Así no se trepará tan rápido a las felinas cabezas de los cuatro gatos que somos.

Silvina y Marcelo llegan algo tarde a la librería de Chabela y cuando ven que ya he comenzado a hablar, con su habitual discreción, prefieren seguirse de largo y no interrumpir mi discurso. Saldo del evento: una hora con un público verdaderamente selecto y tres libros vendidos más otros tres que se los dejo en comisión a Chabela por si acaso... sobre todo porque no tengo ganas de cargar con ese peso en mi viaje de regreso.

DARMSTADT, otro jueves, esta vez de julio de 2010

Mi amigo Lalo tiene un restaurante latino en esta pujante ciudad universitaria y quedamos en hacer una presentación de mi libro en una de sus noches culturales. Habíamos acordado producir conjuntamente volantes para la publicidad correspondiente y le envié los archivos que me solicitó con un mes y medio de anticipación. Llego jadeando al Machu Picchu. Una vez más, el Sr. Celsius tiene el mal tino de prodigarnos un sol radiante y 34 grados a la sombra, faltando una hora para la lectura. Curtido por las experiencias anteriores, esta vez llevo conmigo apenas cuatro libros.

Lalo me recibe con una cara de poco sueldo: no tengo ni una sola reserva de mesa, compadre. ¿Y los volantes, Lalo? No los pude hacer, no he tenido tiempo, disculpa. Pero te voy a invitar a comer y así conversamos tranquilos para hacerlo mejor la próxima vez. Antes de poder comer mi generosa quesadilla y tomando en cuenta la puntualidad de nuestra gente, espero cuarenta y cinco minutos, por si acaso se produzca el milagro.

Luego, ya asumido el hecho de que hoy no habrá presentación alguna, ahogo mi desilusión en un vaso grande de cerveza con sprite. Me siento para tal efecto en una mesa, rodeado de cubanos donde a un tal Carlos le dicen Cal-los y a todos evidentemente les encanta hablar de política. El chico más joven defiende los logros de la robolución, los mayorcitos están totalmente en contra y dan gracias por haber salido de las fauces del caimán, uno de ellos incluso se quiere traer a una noviecita dominicana que conoció en sus vacaciones en Puerto Plata. Como la mayoría en esa mesa fuma, me retiro discretamente con mi quesadilla a otra esquina y me pregunto si tendré la paciencia y tenacidad para seguir adelante con esta aventura.

viernes, 25 de junio de 2010

RECONQUISTANDO MADRID – TOMO II

Me levanto sorprendentemente temprano, tomando en cuenta la ingestión masiva de pisco sour de la noche anterior, y camino cuatro cuadras por Huertas y Amor de Dios hasta el mercado de Antón Martín. He descubierto un puesto de comida peruana así que hoy toca desayuno servido por una simpática familia trujillana. Mis profundas reflexiones sobre si pedir primero una papa rellena o una causa limeña llegan abruptamente a su fin cuando me dan a entender que la cocinera todavía no ha llegado y puede tardarse un buen rato. Es decir: pides tu desayunito ibérico, compadre, o buenos días los pastores. ¡Qué me queda! Sustituyo la papa rellena por una castellanísima tortilla de patatas con cierto sabor a desengaño.

Si toda va bien, hoy a mediodía habré firmado un contrato con una agencia literaria para dizque fomentar mi carrera de escribidor. Para tal efecto me interno en el centro de la tierra, es decir la estación de cercanías de Puerta del Sol. Desde la construcción del ramal subterráneo que une las estaciones de Chamartín, en el norte, con Atocha por el sur, el subsuelo de Madrid ha quedado más perforado de lo que ya estaba con las numerosas líneas del metro. Bajo una infinidad de escaleras mecánicas y, poco antes de llegar a Nueva Zelandia, ubico el andén por donde pasa el tren al sur.

Media hora después, como quedamos, espero a Miguel en la estación de Getafe. Nos hemos visto una sola vez, hace casi medio año, pero no tenemos la menor duda de que nos reconoceremos sin problema. Veo pasar a un gordito melenudo que también me mira y se sigue de largo. Definitivamente no es Miguel. Pasan más de quince minutos desde la hora acordada y la impaciencia que me carcome. Lo llamo a su móvil y me dice te estoy esperando en la estación. No puede ser. ¡Es el rellenito pelucón! Me invita una caña en un bar de su barrio antes de proceder a la firma del documento que nos unirá por los próximos tres años.

Yo contaba con que íbamos a rociar el enlace con un buen vinito pero, por problemas familiares, Miguel no tiene tiempo y me abandona a mi triste suerte, con toda la amabilidad del caso, en la cervecería 100 montaditos de calle Madrid. No tengo la menor idea de lo que serán estos montaditos acá pero tengo hambre y ¡bienvenidos sean! Estudiando el menú, me entero de que son sanduchitos pequeños y me pido un surtido de cinco para hacer la consiguiente evaluación gastronómica. No están mal los montaditos.

De regreso en Madrid, descanso un buen rato antes del encuentro con Nuria y Sonia en el sabroso barrio de La Latina. Conocí a Nuria el verano pasado en Alemania. La guapa barcelonesa estaba promocionando su última película y los que le organizaban la gira me preguntaron si podía hacer un city tour con ella, a lo que accedí encantado. Degustando una cidra de la región, me comentó que su compañera de piso era una actriz peruana. Seguramente una desconocida, pensé, pero con una mezcla de educación y curiosidad pregunté por el nombre. ¡Sonia Ausejo! Mi actriz favorita. He visto casi todas sus películas... ¿y vive contigo en Madrid? In-cre-í-ble. Para colmo, su piso queda en mi barrio preferido, entre Atocha y Santa Ana. Quedamos en que saldríamos a tomar una copa la próxima vez que fuera a Madrid y aquí estoy cobrando la promesa.

La vida de artista es muchas veces dura y en tiempos de crisis peor. De momento, Nuria se recursea como barista en un café de moda y Sonia cuida niños. Son bonitas, tienen un buen currículum pero la competencia es grande y los proyectos interesantes pocos. Disfruto mucho las dos horas que paso en compañía de estas chicas hermosas y valientes, sin nada de disfuerzos ni arrogancia.

A las diez de la noche, entre el oso y el madroño de Puerta del Sol, me esperan Paco y Lucía. El chavalín y yo trabajamos hace tiempo para la misma empresa, si bien a dos mil kilómetros de distancia uno del otro. Nos conocimos y caímos bien telefónicamente pero recién hoy, cuatro años después, vamos a vernos en vivo y en directo. Por precaución, viene con su novia. Sugiero, para empezar, regalarnos la vista con un aperitivo en el Penthouse de Plaza Santa Ana. Tengo una afición innata por los lugares elevados con vista panorámica. Siendo Paco y Lucía lugareños, para ellos también es la primera vez que ven su ciudad desde arriba. El frío de marzo no nos deja estar más de cinco minutos a la intemperie, así que optamos por un cambio de ambiente y rematamos la noche en un bar irlandés con música de U2 en vivo.

Luego de acompañar a mis huéspedes-anfitriones hasta la boca del metro, regreso a mi cuartito con la cabeza llena de imágenes de Madrid desde arriba, Getafe, La Latina con Nuria, Sonia, montaditos, trenes, estaciones, Lucía, Paco.

El sábado por la mañana no me queda mucho tiempo. Apenas lo justo para un delicioso desayuno en un café de la calle Atocha y una vuelta por la Plaza Mayor. Al pie del monumento, un trío de violinistas venezolanos tocan Vivaldi mientras un sol de marzo me entibia los hombros. Con ese calorcito encima, recojo mis bártulos y me resigno a las 20.000 millas de viaje subterráneo que me esperan hasta Barajas.

viernes, 18 de junio de 2010

RECONQUISTANDO MADRID – TOMO I

Es la una de la madrugada y por fin estoy en mi céntrico hostal del Barrio de las Letras. Quería alojarme en el Palace, pero felizmente hice a tiempo los cálculos llegando a la conclusión de que me falta vender unos dos millones de libros antes de calificar para ese hotel. Llego exhausto por el retraso de mi vuelo y el ataque de avaricia que me llevó a no tomar un confortable taxi (tassi, en madrileño) sino la peor conexión de metros de cualquier capital europea: camine ud. kilómetros de kilómetros en cada estación de correspondencia. Recuerdo al autor alemán que comentaba risueño la profundidad de los trenes subterráneos diciendo que al parecer Madrid comparte algunas líneas con Sydney. Pero yo no quiero ir a Australia en este momento, ni se me ocurre salir a buscar algún barcito abierto, solo quiero echarme a dormir para estar en forma mañana.

¡Qué mejor manera de empezar el día en Madrid que un reconfortante desayuno en Los Zuritos, al lado del Reina Sofía! En una mano, EL PAÍS – para el cerebro – y en la otra ¡HOLA! – para el corazón. Estudio el menú cinematográfico llegando a la conclusión de que la cinta elegida será la argentina que está a punto de ganarse un óscar. Sigo elucubrando la agenda del día y casi me atoro con mi deliciosa tostada integral recubierta de tomate cuando descubro que esa tarde se presentará por primera vez en Madrid el espigado autor chileno Pablo Simonetti. Está clarísimo el programa: cine a las cuatro y cuarto en el Princesa y de allí por la Gran Vía, directo y sin escalas, hasta la Casa de América para conocer al escritor del que tanto me han hablado mis amigas chilenas.

Primera decepción de la tarde: El secreto de sus ojos la pasan en una sala tamaño familiar de a lo mucho 24 asientos. Me ubico al fondo en una hilera de tres que está vacía. Segunda decepción: al segundo de apagarse las luces, recibo compañía. Se sienta a mi izquierda una jubilada hambrienta, a juzgar por los aromas -no precisamente de mistura- que despide su bolso. Lo que me faltaba, un pícnic en el cine y el olor a salsa barbecue que no me deja concentrarme en las miradas pícaras que intercambian Soledad Villamil y Ricardo Darín. Espero que no te moleste mi merienda, solicita mi autorización la susodicha. ¿Qué le voy a decir, que os vayáis a sentar a otra fila?

Terminado el festín powered by McD., no pasan ni cinco minutos y ¡ronquidos a babor! Mi vecina pasa de la saciedad de consumo a un profundo sopor. En un inesperado arrebato de vigilia, me pregunta, alarmada, si se ha perdido mucho de la peli. No, no, la tranquilizo. Y ella vuelve a roncar plácidamente hasta que aparecen las consabidas tres letras eFe-I-eNe. Se ilumina la sala y el brillo de las luces despierta a Paz.

- Que he dormido muy mal por mi trabajo, chaval.

- ¿Ah, sí? ¡Qué pena! Fue una película muy buena. (Pobre vieja, pienso, seguro trabajas limpiando oficinas como tanta jubilada española y has dormido poco.)

- ¿Eres argentino, verdad?

- ¿Argentino yo? No, soy peruano. ¿Y usted?

- Soy madrileña, una de las pocas personas nacidas en Madrid. Pero tú hablas como argentino. Yo vengo mucho al cine. Pero hoy sí que me he quedado frita. Con la vida cultural de Madrid, siempre hay alguna atividad (sic) interesante.

- Argentino por ningún lado, señora. Se nota que ud. de acentos sudamericanos no sabe mucho. A propósito, yo voy ahora mismo a la presentación de un escritor chileno en la Casa de América. ¿A lo mejor le interesa?

- ¿En la Casa de América? Pues claro que me apunto.

- ¿Nos da el tiempo para hacer todo Gran Vía a pie hasta Cibeles en media hora?

- Por supuesto. Tú, sígueme, majo, que este es mi barrio.

Y cual Caballero de Gracia sudaka recorro por primera vez la Gran Vía en compañía de una genuina aborigen. En el trayecto aclaramos los malentendidos del cine. Me entero así de que Paz no limpia casas sino se recursea con traducciones. Le explico por mi parte las diferencias básicas entre el casteyano peruano y el casteshano argentino. Ella trata por todos los medios de darme a entender que es una da-ma de la mejor burguesía intelectual y rebelde madrileña post-franco y que la merienda cinemera ha sido un traspié en su código de conducta. Concluyo que la tía no está muy bien de la cabeza.

Antes de ingresar en el Palacio de Linares, le limpio con una servilleta los impertinentes restos de salsa barbecue que circundan su castellana nariz. La presentación del libro es en una sala del más profundo de los subsuelos. Llegamos mucho antes que los protagonistas y nos sentamos discretamente en segunda fila. Con el cuarto de hora de tolerancia a punto de agotarse, aparece el cortejo en el que destaca el autor con su metro noventa y pico. La introducción está a cargo de la ampulosa Almudena Grandes, a todas luces más entusiasmada con la apostura del escritor que con la calidad de su prosa y la conducta de los chungungos.

Terminada la fase protocolar, noto unas miraditas interesadas por parte de un zambo alto y elegante que forma parte del cortejo. Como no podía ser de otro modo, Paz identifica inmediatamente al concejal Zerolo, activista infaltable en toda actividad de corte o matiz LGBT. Me coloco en la fila para que el autor me firme su libro. Paz me dice déjame pasar a mí primero que te lo voy a presentar. Usted manda, yo obedezco. El autor es encantador. Muy educado, natural, nada de disfuerzos. Tengo la secreta esperanza de que, una vez firmados todos los libros y tomadas las fotos de ley, cuando solo quede el núcleo íntimo, podremos ir a tomar una copita de vino para celebrar el evento y poder conversar más tranquilos.

Tercera decepción: mi tenacidad no basta. Cuando reúno suficiente coraje y le pregunto al escritor cuál es el plan para el after-show, me dice que sus anfitriones ya le tienen una mesa reservada, dándome discretamente a entender que hasta aquí llegó mi amor. Felizmente estamos en Madrid, ciudad con alta concentración de población peruana, así que no pasa más de media hora hasta poder ahogar mi pena en un delicioso pisco sour.

jueves, 13 de mayo de 2010

CARAS, DURAS Y CURAS

Después de su visita semanal de ley a la peluquería, Iris, una cincuentona jovial, elegante y vanidosa, moderna en apariencia si bien de opiniones bastante conservadoras, va a la carnicería de Billy, donde es clienta habitual desde hace muchos años. Hoy no tiene buena cara Billy. ¿Está todo bien contigo? le pregunta empática Iris al momento de recibir el paquete con los filetes y salchichas que ha comprado. Es algo pasajero, la tranquiliza Billy, pero de todos modos te pido que si me pasa algo le eches una manito a mi hijo. ¿Me lo prometes, Iris? Por supuesto, Billy.

Al poco tiempo, la familia y amigos de quien en vida fue el carnicero estrella de Ballyhackamore cumplen con el penoso deber de comunicar su sensible fallecimiento. Fiel a su promesa, Iris visita regularmente a Kirk, lo distrae llevándoselo a caminar a orillas del río Lagan, se toma su tiempo para conversar con él y ayudarlo a superar el duro trance de la pérdida de su padre. Tiene suficiente edad para ser su abuela, pero por esos caprichos del deseo y el amor, ella y Kirk se vuelven amantes furtivos. Iris le da fuerza y estabilidad a Kirk, él a su vez la hace sentirse una mujer deseada y deseable muy a pesar de lo que se predica en la iglesia evangélica fundamentalista a la que pertenece.

Gracias a los contactos de Iris con las más altas esferas de la política – su acartonado marido Peter es el gobernador de la provincia – Kirk adquiere la concesión de un bar en un lugar privilegiado de la ciudad. Iris se encarga de la financiación del proyecto de una manera poco ortodoxa, derivando donaciones de empresarios hacia la cuenta de su protegido.

Superando de lejos los guiones del mejor culebrón, Iris rompe finalmente con Kirk inspirada desde arriba por la voz de dios y desde abajo por la urgencia de recuperar el dinero ajeno invertido. Peter se entera de la relación. Otros familiares también. Iris intenta suicidarse pero la salvan a tiempo. Cuando al fin el escándalo se hace público, Peter se ve forzado a renunciar a todos sus cargos.

Alguien recordó risueñamente que Iris había declarado, un año antes de su propio escándalo, que la homosexualidad le parecía una abominación y le provocaba náuseas. Citó incluso versículos del Antiguo Testamento, libro de Levítico, bastante próximos por cierto a aquellos relativos al adulterio y que lo condenan en los mismos términos. De momento, mientras Iris se encuentra en tratamiento psiquiátrico para superar sus depresiones, el bar de Kirk se ha convertido en uno de los más visitados de Belfast.

A hora y media de vuelo de Irlanda, en el continente, otra capital con B es el escenario de un tan espectacular como inesperado mea culpa: El padre Klaus, director de un colegio jesuita, reveló numerosos casos de profesores, en su mayoría religiosos, que abusaron de sus alumnos en los años setenta y ochenta. La ola comenzó en Berlín, sacudió Hamburgo, remeció la sosegada Selva Negra y muchas otras diócesis alemanas. Cada día surgen las voces de más víctimas. En numerosos casos, el exceso de cariño hacia estos menores se produjo en orfelinatos regentados por la iglesia católica. Fue tal el caso de Anna*, quinceañera obligada numerosas veces a presenciar en el confesionario cómo se gratificaba su confesor. Cuando trató de escapar, fue golpeada por las monjas que dirigían la residencia.

Como hace algunos años en EE.UU. e Irlanda, la pontificia jerarquía católica germana se prepara para un remezón similar al que se produjo a ambos lados del Atlántico. ¿Y qué dice su más conspicuo miembro, el sesudo „Papa Ratzi“, eminencia gris de la teología, en su torre de Babel pletórica de estudio y oración pero ajena a los abusos de sacerdotes? ¿Qué contestarles a los padres de familia que, por su orientación moral, confiaron la educación de sus hijos a colegios católicos? ¿A las víctimas que, después de media vida tratando de olvidarlo, se vuelven a enfrentar cara a cara con su pasado? ¿A los aturdidos feligreses que no entienden cómo es que „su“ iglesia protege sistemáticamente a los autores del delito, ignorando a las víctimas, encubriendo durante décadas los casos de abuso sexual en sus propias filas?

En una reciente alocución a un grupo de pastores, Benedicto XVI les sugirió seguir el ejemplo de Santo Domingo y dedicarse a la oración y al estudio. De cualquier modo, para aquellos más propensos a la debilidad de la carne, les tiene reservada la clemencia de la instrucción y jurisprudencia eclesiásticas. Se trata de procedimientos muy dignos efectuados en latín, cerrados al público, impregnados de un espíritu de perdón y amor al prójimo para con sus cófrades. En numerosos casos, los presuntos implicados son trasladados de una diócesis a otra hasta que pase el escándalo y se produzca un nuevo caso de abuso. Las sentencias son altamente confidenciales y van a parar como „secretum pontificium“ a un archivo cerrado. Nada sorprendente si se tiene en cuenta que la vaticana Congregación para la Doctrina de la Fe es heredera ni más ni menos que de la „Santa“ Inquisición.

Me pregunto con Pepe Rodríguez, periodista español y autor del revelador y al mismo tiempo aterrador reportaje La vida sexual del clero (Barcelona, 1995), cuando se falta a la verdad de la forma tan flagrante como lo hace la iglesia católica respecto a la vida sexual de sus miembros, y se encubre tantas miserias, abusos, corrupciones y delitos, con total desprecio de las víctimas, qué autoridad moral le resta aún a esta iglesia. ¿Tanta como a la homofóbica Mrs Iris Robinson de Belfast?

* Nombre cambiado por la redacción



UN PAVO EN CABO VERDE

(Artículo publicado en la revista ContraPoder, Lima - Perú, enero 2010)

Faltan cuatro semanas para la navidad cuando llego a la ciudad vibrante y musical que es Mindelo, autodenominada capital cultural o corazón de Cabo Verde y eterna rival de Praia, la sede política que está a solo 600 kilómetros y cinco islas de distancia física pero a miles de galaxias en el sentir de los mindelenses.

Muy lejos quedaron los buenos tiempos en que todo vapor inglés que surcaba el Atlántico anclaba en este perfecto puerto natural (v. foto) para recargar carbón las máquinas y besos de cariñosas morenas los sufridos marineritos, antes de continuar hacia Buenos Aires, Valparaíso, Ciudad del Cabo, Bombay o Hong Kong. Entre el motor diesel y el canal de Suez le dieron el golpe de gracia que lo sumió en un letargo del que aun no consigue despertar. Cómo sería de fuerte la presencia del British Empire, que la corona portuguesa decidió construir una réplica de la célebre Torre de Belén lisboeta en el malecón de Mindelo. No fuera a ser que los viajeros despistados, al bajar del barco y darse con una arquitectura colonial bastante anglosajona, se creyeran en tierras de la ceñuda reina Victoria y no de Dom Manuel.

Como mi apariencia no es la típicamente luso-africana de la mayoría de caboverdianos, es frecuente que me pregunten de dónde soy. Digo Perú y mis interlocutores no consiguen disimular su extrañeza – Perú, ¿dónde queda eso? – mezclada con un amago de risita socarrona. ¿Este pavo es realmente de un país que se llama Pavo? ¿Y en navidad qué comen uds? me preguntan pícaros. El gran puente es nuestro vecino Brasil, país muy presente en estas islas ya que comparten la herencia portuguesa y africana, la lengua oficial, los ritmos y se tienen una marcada simpatía recíproca. Estamos a la izquierda de Brasil, les explico. A veces me provoca responderles que el 95% de mis compatriotas (cifra no exenta de cierta generosidad) no tienen idea de la existencia de su país y el cinco por ciento restante probablemente no podría señalarlo en el mapamundi, pero por diplomacia me callo. ¡Si estas islas ni siquiera aparecen en los mapas de África cuyo margen izquierdo por general comienza cincuenta kilómetros al oeste de Senegal sin dejar sitio para las nueve islas habitadas, seis islotes y cuatro arrecifes que componen el archipiélago de Cabo Verde!

Fueron colonia portuguesa durante más de medio milenio, hasta 1975, y luego de una mirada atenta a los productos que se venden en cualquier establecimiento constato: aceite – portugués, productos de aseo – portugueses, alimentos en conserva – portugueses, cerveza – portuguesa (excepto la criolla Strela que no se consigue en todas las islas mientras las lusitanas Sagres y SuperBock son omnipresentes), agua mineral – portuguesa (lo mismo pasa con la marca criolla Trindade, que por cierto tiene unos carteles espectaculares con sinuosas morenas y morenos ojiverdes carentes de toda vestimenta). Según las estadísticas tienen que importar el 90% de sus alimentos. En buen criollo: todo lo que no es pescado, fruta o verdura, viene de fuera... muy probablemente de Portugal.

En el deporte-rey tampoco se ha corrido la voz de la independencia: se sigue la liga portuguesa con fervor patriótico y bastante más entusiasmo y compromiso que el campeonato interinsular. Benfica, Porto o Sporting: that is the question! Y lo confirman las chalinas que a modo de decoración destacan en la mayoría de aluguers (combis y minivans).

Para un limeño, el tráfico de las ciudades caboverdianas es inimaginable: no hacen falta semáforos, cero avenidas congestionadas, la circulación fluye. A modo de carreteras, me esperaba encontrar un rosario de baches. ¡Craso error! La miraflorina avenida Comandante Espinar (último sondeo: setiembre 2009... no vaya a ser que Masías haya tomado cartas en el asunto – aunque lo dudo) cuenta con más huecos en los doscientos metros que separan Pardo de José Gálvez que todas las carreteras que he visto en Cabo Verde. Son pocas las vías asfaltadas, la mayoría cuenta con un recubrimiento de adoquines de piedra, en algunas islas más regulares que en otras, pero todas de una resistencia formidable y bastante bien mantenidas. Al menos algo positivo que dejaron los colonizadores y cuidan los emancipados.

Me dicen que Cabo Verde le da importancia prioritaria a la educación y yo les creo. Veo boquiabierto lo bien puestos que tienen sus colegios hasta en el pueblo más remoto donde hay que caminar dos horas hasta poder tomar un aluguer para ir a cualquier lugar civilizado. Como es un país con la típica pirámide poblacional de ancha base, las calles están llenas de colegiales bien uniformados, las niñas con sus infalibles trencitas y cuentas de colores, los niños casi todos rapados. Para optimizar el acceso a la formación escolar obligatoria de seis años, los colegios trabajan en dos turnos, de 8h00 a 12h30 y de 14h00 a 18h30. No puedo evitar cierta sana envidia al recordar el ominoso estudio panamericano que ubicó la educación pública peruana como la segunda más deficiente – después del sufrido Haití.

¿Cuál es la base de la sociedad en un país de emigrantes en que dos tercios de la población viven fuera y solo un tercio dentro del país? De hecho, en las nueve islas tenemos medio millón y entre sus colonias de EE.UU, Europa y África suman casi un millón de caboverdianos. Por absurdo que parezca, las elecciones políticas se deciden en Boston, Lisboa, Dakar, Rotterdam, causando la desesperación de Praia y Mindelo. Entre los que se quedan en las islas, el matrimonio es una institución muy poco popular. Se prefiere un sistema más práctico: me gustas, te gusto, nos juntamos, hacemos meninos, nos disgustamos, chau, que pase el/la siguiente y la rotación continúa, si bien los meninos se quedan generalmente con la madre. El billete de mayor valor en circulación, cinco mil escudos (equivalente a doscientos soles) nos revela quién es uno de los pilares de la sociedad: no lleva la efigie de un prócer de la independencia, poeta, científico o héroe militar sino representa a la sufrida mujer caboverdiana cargando una batea en la cabeza. El monumento al emigrante, que veo antes de llegar al aeropuerto de Praia nos revela el segundo pilar: muchas familias, la gran mayoría, están divididas, con el padre, la madre o ambos trabajando en el extranjero para ayudar a sus padres, hermanos e hijos.

Camino por el centro de Mindelo y veo clubes náuticos, edificios históricos que albergan museos y centros culturales, la Alianza Francesa, la plaza central que oficialmente se llama Amílcar Cabral, el San Martín de los caboverdianos, pero todo el mundo la llama Plaza Nueva y tiene dos bustos de ilustres personajes. ¿El prócer de la patria, acaso? Não! La placa del uno reza Luís de Camões, el Cervantes de las letras lusitanas; la otra, Manuel de Sá da Bandeira, ministro portugués que abolió la esclavitud. Me gusta este país contradictorio.

HUAMANGA – HUANCAYO ONE WAY

Este ómnibus no se parece en nada al que tomé el otro día para el trayecto Lima – Ayacucho, fue lo primero que constaté al llegar al terral-terminal terrestre y preguntar por el carro a Huancayo. Tenía un solo piso. Se le veía bastante añejo. Dos esforzados mozalbetes iban estibando y acomodando el equipaje encima del techo – ¡qué miedo! Pensé en mi mochila y si la volvería a ver al llegar a la „lejana“ región de Junín. Pero por ahí había oído decir que la carretera estaba asfaltada en casi toda su extensión. Entonces, por qué preocuparse.

Una hora antes, delante del Mercado Municipal, comencé el día entibiando mi anatomía con un reconfortante emoliente.

- ¿Lo desea con todo, caballero?

...me preguntó delicada la emolientera apuntando con la mano hacia la hilera de botellas con diferentes colores y sabores de hierbas aromáticas medicinales.

- Póngame todo, caserita.

- Aquí tiene, señor, con su limoncito, linaza, muña, colecaballo, uñegato y alfalfa para que relinche ud. como un caballo.

- Muy amable, casera, gracias.

- Oiga, ud. no es de acá, ¿verdad?

- ¿Por qué me dice eso, caserita?

- Es que acá los hombres no dicen „gracias“ ni piden „por favor“.

- ¿De veras?

- Su emoliente piden, pagan y se van nomás.

- Tienes que educarlos, pues, casera. ¡Hasta lueguito!

Apenas 350 kilómetros separan Huamanga de Huancayo. Casi nada, para un país tan grande como el Perú. Pero por increíble que parezca, me dijeron que necesitaríamos entre siete y ocho horas para el trayecto. Comencé a dudar de la información relativa al buen estado - „asfaltado“ - de la totalidad de la ruta. Para no tener que pasar hambre durante una jornada tan larga, compré dos chaplitas con queso en el quiosco del terminal antes de partir. A mi lado iba sentada una muchacha que no tenía más de veinte años con su bebito de meses en el regazo. Más adelante, cuando se durmió el crío, lo tendió en el suelo a sus pies.

¡Pasajeros para Huanta! pregonó el segundo de a bordo al pasar por una populosa plaza en las afueras de Ayacucho. ¿Huanta? pensé. Pero ¿acaso está Huanta en la ruta a Huancayo? Temí haberme equivocado de ómnibus. Me cercioré preguntándole a uno de los choferes y me tranquilizó: Huanta estaba en efecto en la ruta de Huancayo. Normalmente viajo mapa en mano, no sé qué pasó esta vez. Tal vez el fragor de los días previos con la presentación del libro había hecho que se me olvidaran compañeros imprescindibles de viaje como un par de buenos mapas de carreteras.

No había pasado ni una hora desde que dejamos Huamanga y después de bordear unos desfiladeros de tierra roja, avistamos el verde valle huantino. Pensé en la ubicua y cantarina Magaly Solier, en La hora azul, en Abril Rojo. Huanta siempre aparecía cuando se hablaba de los tiempos bravos de la lucha anti-terrorista. No llegamos hasta el centro, el terminal de autobuses quedaba - como casi siempre - en las afueras del lugar, pero se notaba que era un valle muy verde, fértil, exuberante y me quedé con ganas de volver.

Saliendo de Huanta, horror de los horrores, se terminó el asfalto. Esto ha de ser un trecho en obras, me dije con cierto optimismo basado en la ignorancia. Pasarían más de cuatro horas hasta volver a rodar sobre una carretera asfaltada. En la medida en que nos alejábamos de la capital huamanguina, aumentaba también la población del ómnibus. Si en Ayacucho todavía quedaban algunos asientos libres, después de Huanta el viaje se convirtió en una apología a la informalidad. Mamachas sentadas por todo lo largo y ancho del suelo del vehículo con sus sombreros y sus canastas, bastantes más pasajeros que lo que decía el aviso de seguridad de la empresa de transportes.

Mi experiencia antropológica llegó a su cúspide pasando Churcampa, poblado en un valle que ya pertenece a la región de Huancavelica donde nos detuvimos para el almuerzo. Regresando al autobús, dos de las mamachas se pusieron a comentar jocosamente algo en su quechua natal donde la única palabra que fatalmente entendí fue gringo. Al parecer los otros pasajeros sí comprendieron el chiste y comenzaron a reírse. Ese día, el único a bordo que calificaba para gringo era yo y maldije por breves instantes manejar con soltura seis lenguas europeas mas no nuestro vernacular quechua. Me habría encantado responderles algo pícaro en runa simi para ver la cara de espanto que me ponían. Será para la próxima. Un amable pasajero me preguntó si quería saber lo que habían dicho las mamachas. Si es algo bueno, dígamelo, si no, guárdeselo nomás. El discreto viajero sonrió y calló. Tres horas más tarde y luego de flanquear la represa del Mantaro que me imaginaba más grande de lo que es, llegamos a Izcuchaca y por fin volvimos a rodar sobre asfalto. Después de esquivar a dos vacas y cinco becerros ¡Huancayo a la vista!

En el terminal de la empresa, oh sorpresa, no logré divisar a persona alguna que pudiera estar esperándome, como habíamos quedado. Esto no es Alemania, así que me senté cómodamente y me puse a actualizar mi bitácora de viajes. Cuando había pasado más de media hora, llamé a mi anfitriona y me aseguró que su asistente ya estaba en camino a recogerme. La dulce Stefany me llevó al hotel, hicimos las compras que faltaban para la presentación de esa noche y nos regalamos un lonchecito que me ayudó a reponerme de las ocho horas de carretera.

Tuve muy mala puntería al momento de escoger la tenida para la ocasión y me puse la ropa más deportiva que llevaba en la mochila. En la Casa de la Juventud ubiqué inmediatamente a mis anfitriones y nos dirigimos a un enorme auditorio que tuve la certeza de que no se podría llenar ni siquiera ofreciendo cerveza gratis. Al llegar los panelistas, me miraron uno por uno de pies a cabeza y pude leer la desaprobación en sus ojos. Todos ellos bien elegantes en sus ternos y corbatas y el invitado de la noche de lo más informal.

A pesar de mi indumentaria deficitaria, la presentación de esa noche fue una de las más bellas que recuerdo. Los comentarios de los panelistas fueron tan sinceros, tan elogiosamente críticos que, cuando llegó mi turno, retomé citas de cada uno de ellos antes de proceder a leer pasajes de Coctel Selva Negra. El público participó, se rió, hicieron preguntas y finalmente un grupo pequeño de estudiantes tuvo la gentileza de llevarme hasta altas horas de la madrugada a las discotecas más modernas de Huancayo donde fui testigo – ojo: testigo y no actor, muy a pesar mío – de escenas no aptas para este blog.