miércoles, 24 de febrero de 2010

A LA CANTUTA NO VOY MÁS

Respondo encantado a la invitación de Don Severiano de la Parra, catedrático principal de la soleada Universidad Nacional de Educación Enrique Guzmán y Valle de La Cantuta, para presentar mi libro en el auditorio de la facultad que dirige. Johnny, mi esforzado editor se ha encargado de hacer los contactos correspondientes e imprimir los afiches necesarios para que los sufridos estudiantes y futuros maestros se enteren del evento y asistan en buen número. Los respectivos comentarios correrán a cargo de Aquiles y Esteban, colegas y amigos de Johnny.

En una acción relámpago, tres días antes de la presentación me cito con Don Severiano entre las cagonas palomas de la plaza San Francisco para entregarle los afiches y un primer ejemplar del Coctel Selva Negra, así tendrá tiempo de echarle una mirada y podrá despotricar con conocimiento de causa.

- ¡Nos vemos el viernes en la Cantuta, Don Séver!

- ¡Hasta el viernes, Sergio!

Los tres días pasan en un abrir y cerrar de ojos. Tomen en cuenta la amable lectora y el valiente lector que la víspera de la Cantuta tuvo lugar la presentación oficial del libro (v. post anterior) en un antro de cuyo pontificio nombre – y astronómico precio – prefiero no acordarme.

Amanece el viernes. Recojo en casa de Johnny el lote de libros que según Don Séver se podrán vender al momento de la presentación y sigo a casa de Aquiles, donde nos reuniremos con Esteban para ir juntos los tres chanchitos hasta las alturas de la Cantuta.

Noventa minutos, tres taxis y un mototaxi después, a la hora acordada, ingresamos a los cuidados jardines de la Guzmán y Valle. Es una delicia salir de la burbuja nebulosa de Lima, ver por fin un pedazo de cielo azul y sentir los bienhechores rayos del sol en la cara. Con varios kilos de libros a cuestas, atravesamos el campus buscando a nuestro conspicuo anfitrión. Don Séver estaba tomando exámenes de grado y pasan unos veinte minutos antes de que pueda salir a nuestro encuentro. La cara aterrada con que nos mira no presagia nada bueno.

- ¡Uy, chicos, no saben lo que ha pasado! Llamaron a una movilización en el centro de Lima y, como nuestros estudiantes están muy comprometidos con la política, todos se han ido a apoyarla. No queda nadie para su presentación. ¿Qué hacemos ahora?

- Antes que nada, ir al baño, Don Séver. ¿Me dice dónde está, por favor?

(Se oyen risotadas.)

- Claro, acá tienes la llave. Está en el segundo piso a la derecha.

(Regreso del cuarto oscuro.)

- ¡Cómo no nos dio una llamadita para avisarnos, Don Severiano! Ud. sabe que llegar a la Cantuta es un viaje de dos horas. Además, el día que nos reunimos en San Francisco intercambiamos números de celulares.

- Es que no tenía crédito. No saben cuánto lo lamento. Ojalá me llamen ellos, estaba pensando todo el rato.

- Ni modo, muchachos, tomaremos un poco de sol. ¿Hay una cafetería por acá, Don Séver?

- Por supuesto. Aquí mismo, a la espalda de la secretaría. Yo los alcanzo dentro de una hora. Tengo dos grados más y luego podemos almorzar juntos en Chosica. Los invita la casa, faltaba más.

- Perfecto, lo esperamos en la cafetería entonces.

Sentados frente a burbujeantes Inca Kolas, con empanaditas y bizcochos para mitigar el apetito – al fin y al cabo ya eran las doce del mediodía – se nos pasan volando las horas charlando de autores célebres, algunos de ellos célibes, chismeando de conocidos comunes, rajando de editores melenudos y hablando de nuestros proyectos personales. Aparece por fin el atribulado anfitrión.

- Listo, señores, disculpen la demora pero estos exámenes de grado siempre demoran más de lo planificado. Quiero que conozcan mi restaurante favorito. Es un lugar bastante rústico pero la comida es excelente.

- Perfecto, Don Séver, ud. nos dirige y aquí lo seguimos.

Dejamos los kilos de libros en su escritorio, le dedicamos uno personalmente a él, otro a su secretaria, estrategia infalible que da óptimos resultados. Tomamos un mototaxi en la puerta de la Universidad haciendo resoplar su motor ya que íbamos hacinados los cuatro uno sobre otro, y nos despachamos felices nuestras raciones de exquisitos potajes criollos en la Piedra del Rímac antes de regresar a la neblinosa Lima Metropolitana con la certeza de que a la Cantuta no volvería más.

miércoles, 17 de febrero de 2010

GOZOS Y SOMBRAS DE UN ESCRIBIDOR PRIMERIZO (PARTE 2)

Faltan cuarenta y ocho horas y trescientos minutos para la presentación en sociedad de mi Coctel Selva Negra y no tenemos los libros – todavía. Estoy al borde de un ataque de nervios, renegando de mis raíces andinas, norteñas e iqueñas, arrepentido mil veces de haberme metido en esta aventura con gente tan poco fiable que se queda sin códigos de barra justamente cuando tienen que publicar MI libro. Después de dar ochenta vueltas acompañando a Johnny, mi editor, por antros inimaginables del Cercado de Lima, estacionamos su troncomóvil delante de un corralón-taller-imprenta en una calle del pujante distrito de Breña. No nos falles, Brutus, que una avería en esta zona brava y sonamos. Si hasta cada calle transversal está enrejada. Un gentil empleado de la imprenta nos indica una pila de paquetes rotulados con la inscripción „Coctel Selva Negra“.

¡Se acabó el parto! Emoción indescriptible al arrancar el papel del embalaje y tomar en las manos el primer ejemplar de mi libro. Solo puede compararse con el nacimiento de un hijo, me habían dicho algunos por ahí. Yo les creo. Todas las dudas y murmuraciones se vuelven insignificantes. Me cercioro de la hora para poderle hacer su carta astral: son las dos de la tarde con veintisiete minutos. Ojalá tenga un buen ascendente. Cogemos unos seis paquetes y los metemos en la maletera del carro. No consigo desprenderme del neonato.

La siguiente estación de Johnny es un colegio en el tradicional Paseo Colón. Nos encontramos con dos colegas más y decidimos muy espontáneamente, a instancias mías, ir a tomar algo en un barcito del barrio para rociar el nacimiento del Coctel. La encantadora Violeta nos sirve unos refrescantes jugos mixtos de frutas y nos engríe con unos tamalitos recién hechos. Antes de irnos, le comento brevemente el motivo de nuestra espontánea reunión.

- ¿Y tú eres el autor?

- Sí. ¿Te gustaría tener un ejemplar?

El brillo en sus ojos subraya el SÍ de sus labios. Se lo dedico „para Violeta, madrina de nacimiento de este renacuajo“.

- Ay, muchas gracias. Yo soy cristiana, ¿sabes? y quisiera orar contigo por tu libro para que el señor los bendiga a los dos.

- Claro, gracias.

- Señor, bendice a este hijo tuyo y a su libro, hazlo prosperar como solo tú, señor, tienes el poder de hacerlo y que tenga mucho éxito. En el nombre de Jesús, amén.

- Gracias, Violetita. Qué amable de tu parte.

- Vas a ver que el señor te va a prosperar.

Mis acompañantes nos miran asombrados e interrogantes mientras la bien intencionada Violeta y yo, libro en mano, inclinamos las cabezas para la bendición correspondiente. Han leído el manuscrito y se ríen socarronamente imaginando el arrepentimiento que le vendrá a posteriori a la susodicha al familiarizarse con los ingredientes, no tan sacrosantos, del Coctel Selva Negra.

Acto seguido nos despedimos de los colegas y saco tres libros del carro para llevarlos a redacciones de los diarios del centro de Lima. Es martes y la presentación será el jueves así que con Johnny hemos imprimido invitaciones bastante bonitas para entregarlas junto con el libro. Los untuosos redactores de cultura de Perú2000 y El Negocio me agradecen la atención de llevarles el material personalmente y que tendrán mucho gusto en incluir el evento en la Agenda del jueves.

Johnny me asegura que por sus contactos editoriales vendrán al menos cuarenta personas. Por mi lado, tengo amigos y una familia numerosa y solidaria así que cuento con medio centenar más que junto con los otros asistentes llenarán cómodamente la sala del antro cultural y pontificio que tenemos reservada para el evento.

Jueves por la mañana. Me avalanzo como fiera hambrienta sobre Perú2000 y El Negocio para descubrir que no han mencionado ni una palabra del lanzamiento en calendario alguno. Las palabras me faltan para describir el cretinismo que siento al ver que nadie cumple con lo que ofrece. Recojo un paquete de libros en casa de Johnny para tenerlos esa noche durante la presentación. Como si no fueran suficientes plagas el alquiler neoyorquino del antro cultural y su cátering forzoso a precios londinenses, también te obligan a vender tus libros a través de la librería establecida en los bajos del local. Pero eso no es todo. ¿No se puede llevar los libros directamente al antro cultural? No, señor. Primero tienen que ser dados de alta en otra filial que queda a sentidos veinte kilómetros de distancia, gracias al fluido tráfico de Lima. ¿Por qué facilitarse la vida cuando es tan grato complicársela? me pregunto con candor e inocencia. Por eso estamos jodidos, Zavalita.

Llega mi gran noche. La invitación es a las 7:00 pm pero yo necesito estar ahí por lo menos una hora antes „por si“. Y soy el único. Llegan poco a poco amigos, parientes, desconocidos pero por ningún lado veo a mi editor, al maestro de ceremonias ni a los comentaristas. Fieles a la tradicional hora Cabana, los infaltables llegan media hora tarde al evento. Trato de aparentar coolness total pero soy muy mal actor y me parece el colmo que los co-protagonistas se atrasen tanto. ¡Quién me manda haber pasado veinte años en Alemania!

Las palabras de los comentaristas así como la voz de la bella cantante que ameniza la velada obran el milagro de hacerme olvidar todos los pesares previos. Al final, vino mucho menos gente que lo que esperábamos, no vendimos ni la mitad de libros, el cátering galáctico se acabó en dos minutos, los medios nos ignoraron olímpicamente. Por increíble que parezca, dos horas después, comiendo pizza con el círculo más estrecho, me siento un escribidor inmensamente feliz.

jueves, 11 de febrero de 2010

GOZOS Y SOMBRAS DE UN ESCRIBIDOR PRIMERIZO (PARTE 1)

Todos los intentos de evitarlo fueron en vano: Un martes de noviembre del año 2006 amanecí con cuarenta vueltas completas al almanaque gregoriano, juliano, chino, hebraico, mahometano y todos los otros. Procesando el consiguiente trauma, surgió un manuscrito que envié altivo y orgulloso a agencias y editoriales de diversos países a ambos lados del Atlántico. Cabizbajo y algo más humilde después de cincuenta y tres respuestas negativas, una subversiva editorial de oscuras raíces andaluzas, rockera y contestataria, personificada en su pintoresco director novo-andino de luengos cabellos entrecanos, porte distinguido y un hígado a prueba de alcoholes de alta graduación, me dijo finalmente sí.

Como no vivo en Lima, donde será la presentación del libro, sino a dieciséis horas de vuelo, en la milimétricamente previsora Alemania, quedamos en que llegaré con unos diez días de anticipación para ultimar detalles en lo que respecta al lanzamiento y las correspondientes actividades de difusión mediática. Según lo acordado, los libros estarán listos a más tardar el día de mi llegada. ¡Viva la inocencia!

Una tarde neblinosa de setiembre, aterrizo a bordo de una nave holandesa en la pista 15-33 del aeropuerto Jorge Chávez. Al día siguiente, voy a la casa del encantador pelucón para cerciorarme germanamente del seguimiento de nuestro plan.

- ¡Hola, Carlos, pasa, por favor! ¿Qué tal el viaje?

- Bien, Johnny, gracias. ¿Y? ¿Todo bien con los libros? ¿Tienes alguno a la mano?

- ¡Uy, Carlos, no sabes! Hemos tenido un problemita con el código de barras.

- ¿Cómo que "un problemita"?

- Se me terminó el lote anterior y tuve que solicitar otro. Normalmente es un trámite de media hora. Lo malo es que justo la persona encargada salió de vacaciones y de momento nadie la está reemplazando. Si todo va bien, tendremos los libros dentro de una semana. Con seguridad para el día de la presentación.

- ¡No puede ser, Johnny! Necesitamos los libros YA. ¿O cómo crees que vamos a hacer el trabajo de prensa sin material? ¿Tienes agua de azahar, valeriana o un válium a la mano, por favor?

- ¿Te puedo ofrecer un juguito?

- Bueno.

- ¡Sarita! Tráenos una jarra de jugo, ¿ya?

- Acá tiene, señor.

- ¡Oye, Johnny, este jugo es pisco sour!

- Un juguito, pues, Carlos, para que te relajes un poco. Estás muy alemán.

- ¡¿Y cómo quieres que esté?! ¿Te das cuenta de lo que significa esto? No vamos a poder hacer trabajo de prensa. ¡Ningún medio nos va a dar bola sin el libro!

- No te preocupes, mandamos las invitaciones con un resumen. Ya lo hemos hecho con otros autores.

- ¿Desconocidos también?

- ¡Claro!

- ¿Y qué tal fue la respuesta?

- Al comienzo siempre es difícil, compadre.

- ¡Pucha mare! Necesito otro vaso de tu juguito.

- Sírvete nomás.

- Bueno, Johnny, estamos en contacto. Avísame apenas puedas cuando tengas los libros, ¿ya?

- Por supuesto.

- ¡Chau!

No quiero ni pensar en lo que pasará si llega el jueves de la presentación y todavía no están listos los libros. Por lo pronto, tengo que ocuparme también del local elegido para la presentación oficial. La sala pertenece a una institución que presume de estar íntimamente ligada al pontífice católico romano. Pero lo único que me parece verdaderamente pontificio, y sobre todo romano, son los precios del alquiler del local. En fin, no todos los días presentas tu primer libro, así que me digo, sigue para adelante.

Ya teníamos pensado con Johnny dónde íbamos a organizar los bocaditos y bebidas para la presentación, cuando unos entrañables amigos me sugirien que verifique lo que ellos sospechan: que es obligatorio contratar los servicios del cátering instalado en dicho centro cultural. Me viene a la mente un dicho que recuerdo habérselo oído mucho a mi madre: tras de cuernos, palos. Además del carísimo y pontificio alquiler, tendré que solventar sumas londinenses, neoyorquinas o hongkonguesas por las cuatro botellitas de vino y diez bocaditos que se servirán en lo que el rococó Raphael llamaría mi gran noche. ¡Caballero, no más!

Se va acercando el gran día y Johnny todavía no me ha llamado para avisar que los libros están listos. Me lleno de angustia. Una presentación de libro sin libro. ¡Qué maravilla! Nunca me había sentido tan alemán o tan poco peruano como ahora mismo.

Continuará

jueves, 4 de febrero de 2010

VIAJO ERGO SUM

Todo empezó a bordo de Braniff International. ¿Se acuerda alguien de aquella rutilante línea aérea estadounidense con aviones multicolores que finalmente le cedió la posta a Eastern antes del colapso total? Tanto le insistí a mi padre que movió los hilos correspondientes para que nos autorizaran a lo inautorizable: entrar a visitar un DC-8 estacionado en la zona de seguridad del aeropuerto Jorge Chávez de Lima-Callao. No iba a volar, pero igual me hacía mucha ilusión el hecho de estar dentro de una aeronave que a las pocas horas despegaría en dirección norte hasta más allá del Caribe. El olor a cabina presurizada, la redondez del techo, el tono pastel de los asientos vacíos, las ventanillas ovaladas – this is the beginning of a beautiful friendship, Louis.

Les debo de haber dado mucha pena a mis padres, porque poco tiempo después me desafiaron a adivinar cuál sería mi próximo regalo de cumpleaños. Eran las vacaciones de fiestas patrias y ya me había recuperado de los rutinarios soponcios que por la altura me asediaban año tras año en la sierra de Lima. Después de horas dando tumbos, caí en la cuenta de que no se trataba de un bien tangible. Sugerí incrédulo la palabra viaje. Al parecer iba por la ruta correcta. Con toda la modestia del caso pregunté ¿París? Recibí un rotundo NO como respuesta. ¿Disney? Al fin y al cabo, todo niño de ocho años soñaba en 1975 con viajar a Miami y luego a Disneyworld. ¡Bingo! Viajaría con mi tío Pepe y su familia a la meca de América Latina. No cabía en mi pellejo de felicidad, solo tenían que pasar los dos meses que faltaban para la aventura.


Por motivos que escapan a mi control, Braniff no fue el medio de transporte elegido. Costaba mucho menos volar con CEA, Compañía Ecuatoriana de Aviación, todo un reto a la paciencia con sendas escalas en Guayaquil y Quito, pero me subí feliz al avión con mis veinte dólares de bolsa de viaje y la advertencia de mi padre para que no dejara de aplicar la política del búho: abrir bien los ojos. Tenía también a dos primos contemporáneos en el grupo con lo cual la diversión estaba asegurada.
Después de la gira por los infaltables parques temáticos de la Florida, volvimos a Miami para las últimas compras antes de enrumbar de vuelta hacia el Pacífico Sur. Una tarde, recibimos cada uno de los primos una moneda de un dólar para comprar lo que quisiéramos en un supermercado o drugstore de Lincoln Road.

Los chicos, con mucho más sentido de la oportunidad que el suscrito, se abalanzaron sobre las barritas de chocolate Hershey's, las tiritas de chicle y otras golosinas. Yo descubrí por algún lado un rompecabezas con el mapa de Estados Unidos en que cada pieza era un estado de la unión. El precio era exactamente lo que tenía, así que no dudé un segundo y corrí a la caja con mi prenda. Cuál no sería la sorpresa y el estupor de mis compañeros de viaje cuando les enseñé en lo que había invertido mi dólar. Descubrimos juntos estados con exóticos nombres como Uta y Oyo, que ninguno de nosotros había oído nombrar hasta ese momento. Doce días y tres kilos más tarde, regresábamos a Lima un mediodía de octubre. El virus ya se había expandido por toda mi humanidad. Han pasado más de treinta y cinco años desde entonces, pero igual no hay vez en que suba a un avión, respire el aire presurizado, me siente con alta probabilidad en una butaca con ventana, abroche el cinturón de seguridad y no presente altísimos niveles de endorfina. En el momento del decolaje, cuando la fuerza de la subida te pega al asiento y el mundo se va haciendo pequeño, no consigo despegar la nariz de la ventanilla, a ver si logro ubicar allá abajo algún lugar, edificio, calle, casa o accidente geográfico conocido.
Desde entonces quebró Braniff, quebraron Eastern, Ecuatoriana, PanAm, TWA y BOAC, desaparecieron las criollas Faucett, AeroPerú e incluso la muy pizpireta Swissair, conocida en su tiempo como banco alado. Sería interesante medir el tiempo en función de cuántas aerolíneas has visto quebrar. Espero que todavía me queden muchas.