jueves, 13 de mayo de 2010

CARAS, DURAS Y CURAS

Después de su visita semanal de ley a la peluquería, Iris, una cincuentona jovial, elegante y vanidosa, moderna en apariencia si bien de opiniones bastante conservadoras, va a la carnicería de Billy, donde es clienta habitual desde hace muchos años. Hoy no tiene buena cara Billy. ¿Está todo bien contigo? le pregunta empática Iris al momento de recibir el paquete con los filetes y salchichas que ha comprado. Es algo pasajero, la tranquiliza Billy, pero de todos modos te pido que si me pasa algo le eches una manito a mi hijo. ¿Me lo prometes, Iris? Por supuesto, Billy.

Al poco tiempo, la familia y amigos de quien en vida fue el carnicero estrella de Ballyhackamore cumplen con el penoso deber de comunicar su sensible fallecimiento. Fiel a su promesa, Iris visita regularmente a Kirk, lo distrae llevándoselo a caminar a orillas del río Lagan, se toma su tiempo para conversar con él y ayudarlo a superar el duro trance de la pérdida de su padre. Tiene suficiente edad para ser su abuela, pero por esos caprichos del deseo y el amor, ella y Kirk se vuelven amantes furtivos. Iris le da fuerza y estabilidad a Kirk, él a su vez la hace sentirse una mujer deseada y deseable muy a pesar de lo que se predica en la iglesia evangélica fundamentalista a la que pertenece.

Gracias a los contactos de Iris con las más altas esferas de la política – su acartonado marido Peter es el gobernador de la provincia – Kirk adquiere la concesión de un bar en un lugar privilegiado de la ciudad. Iris se encarga de la financiación del proyecto de una manera poco ortodoxa, derivando donaciones de empresarios hacia la cuenta de su protegido.

Superando de lejos los guiones del mejor culebrón, Iris rompe finalmente con Kirk inspirada desde arriba por la voz de dios y desde abajo por la urgencia de recuperar el dinero ajeno invertido. Peter se entera de la relación. Otros familiares también. Iris intenta suicidarse pero la salvan a tiempo. Cuando al fin el escándalo se hace público, Peter se ve forzado a renunciar a todos sus cargos.

Alguien recordó risueñamente que Iris había declarado, un año antes de su propio escándalo, que la homosexualidad le parecía una abominación y le provocaba náuseas. Citó incluso versículos del Antiguo Testamento, libro de Levítico, bastante próximos por cierto a aquellos relativos al adulterio y que lo condenan en los mismos términos. De momento, mientras Iris se encuentra en tratamiento psiquiátrico para superar sus depresiones, el bar de Kirk se ha convertido en uno de los más visitados de Belfast.

A hora y media de vuelo de Irlanda, en el continente, otra capital con B es el escenario de un tan espectacular como inesperado mea culpa: El padre Klaus, director de un colegio jesuita, reveló numerosos casos de profesores, en su mayoría religiosos, que abusaron de sus alumnos en los años setenta y ochenta. La ola comenzó en Berlín, sacudió Hamburgo, remeció la sosegada Selva Negra y muchas otras diócesis alemanas. Cada día surgen las voces de más víctimas. En numerosos casos, el exceso de cariño hacia estos menores se produjo en orfelinatos regentados por la iglesia católica. Fue tal el caso de Anna*, quinceañera obligada numerosas veces a presenciar en el confesionario cómo se gratificaba su confesor. Cuando trató de escapar, fue golpeada por las monjas que dirigían la residencia.

Como hace algunos años en EE.UU. e Irlanda, la pontificia jerarquía católica germana se prepara para un remezón similar al que se produjo a ambos lados del Atlántico. ¿Y qué dice su más conspicuo miembro, el sesudo „Papa Ratzi“, eminencia gris de la teología, en su torre de Babel pletórica de estudio y oración pero ajena a los abusos de sacerdotes? ¿Qué contestarles a los padres de familia que, por su orientación moral, confiaron la educación de sus hijos a colegios católicos? ¿A las víctimas que, después de media vida tratando de olvidarlo, se vuelven a enfrentar cara a cara con su pasado? ¿A los aturdidos feligreses que no entienden cómo es que „su“ iglesia protege sistemáticamente a los autores del delito, ignorando a las víctimas, encubriendo durante décadas los casos de abuso sexual en sus propias filas?

En una reciente alocución a un grupo de pastores, Benedicto XVI les sugirió seguir el ejemplo de Santo Domingo y dedicarse a la oración y al estudio. De cualquier modo, para aquellos más propensos a la debilidad de la carne, les tiene reservada la clemencia de la instrucción y jurisprudencia eclesiásticas. Se trata de procedimientos muy dignos efectuados en latín, cerrados al público, impregnados de un espíritu de perdón y amor al prójimo para con sus cófrades. En numerosos casos, los presuntos implicados son trasladados de una diócesis a otra hasta que pase el escándalo y se produzca un nuevo caso de abuso. Las sentencias son altamente confidenciales y van a parar como „secretum pontificium“ a un archivo cerrado. Nada sorprendente si se tiene en cuenta que la vaticana Congregación para la Doctrina de la Fe es heredera ni más ni menos que de la „Santa“ Inquisición.

Me pregunto con Pepe Rodríguez, periodista español y autor del revelador y al mismo tiempo aterrador reportaje La vida sexual del clero (Barcelona, 1995), cuando se falta a la verdad de la forma tan flagrante como lo hace la iglesia católica respecto a la vida sexual de sus miembros, y se encubre tantas miserias, abusos, corrupciones y delitos, con total desprecio de las víctimas, qué autoridad moral le resta aún a esta iglesia. ¿Tanta como a la homofóbica Mrs Iris Robinson de Belfast?

* Nombre cambiado por la redacción



UN PAVO EN CABO VERDE

(Artículo publicado en la revista ContraPoder, Lima - Perú, enero 2010)

Faltan cuatro semanas para la navidad cuando llego a la ciudad vibrante y musical que es Mindelo, autodenominada capital cultural o corazón de Cabo Verde y eterna rival de Praia, la sede política que está a solo 600 kilómetros y cinco islas de distancia física pero a miles de galaxias en el sentir de los mindelenses.

Muy lejos quedaron los buenos tiempos en que todo vapor inglés que surcaba el Atlántico anclaba en este perfecto puerto natural (v. foto) para recargar carbón las máquinas y besos de cariñosas morenas los sufridos marineritos, antes de continuar hacia Buenos Aires, Valparaíso, Ciudad del Cabo, Bombay o Hong Kong. Entre el motor diesel y el canal de Suez le dieron el golpe de gracia que lo sumió en un letargo del que aun no consigue despertar. Cómo sería de fuerte la presencia del British Empire, que la corona portuguesa decidió construir una réplica de la célebre Torre de Belén lisboeta en el malecón de Mindelo. No fuera a ser que los viajeros despistados, al bajar del barco y darse con una arquitectura colonial bastante anglosajona, se creyeran en tierras de la ceñuda reina Victoria y no de Dom Manuel.

Como mi apariencia no es la típicamente luso-africana de la mayoría de caboverdianos, es frecuente que me pregunten de dónde soy. Digo Perú y mis interlocutores no consiguen disimular su extrañeza – Perú, ¿dónde queda eso? – mezclada con un amago de risita socarrona. ¿Este pavo es realmente de un país que se llama Pavo? ¿Y en navidad qué comen uds? me preguntan pícaros. El gran puente es nuestro vecino Brasil, país muy presente en estas islas ya que comparten la herencia portuguesa y africana, la lengua oficial, los ritmos y se tienen una marcada simpatía recíproca. Estamos a la izquierda de Brasil, les explico. A veces me provoca responderles que el 95% de mis compatriotas (cifra no exenta de cierta generosidad) no tienen idea de la existencia de su país y el cinco por ciento restante probablemente no podría señalarlo en el mapamundi, pero por diplomacia me callo. ¡Si estas islas ni siquiera aparecen en los mapas de África cuyo margen izquierdo por general comienza cincuenta kilómetros al oeste de Senegal sin dejar sitio para las nueve islas habitadas, seis islotes y cuatro arrecifes que componen el archipiélago de Cabo Verde!

Fueron colonia portuguesa durante más de medio milenio, hasta 1975, y luego de una mirada atenta a los productos que se venden en cualquier establecimiento constato: aceite – portugués, productos de aseo – portugueses, alimentos en conserva – portugueses, cerveza – portuguesa (excepto la criolla Strela que no se consigue en todas las islas mientras las lusitanas Sagres y SuperBock son omnipresentes), agua mineral – portuguesa (lo mismo pasa con la marca criolla Trindade, que por cierto tiene unos carteles espectaculares con sinuosas morenas y morenos ojiverdes carentes de toda vestimenta). Según las estadísticas tienen que importar el 90% de sus alimentos. En buen criollo: todo lo que no es pescado, fruta o verdura, viene de fuera... muy probablemente de Portugal.

En el deporte-rey tampoco se ha corrido la voz de la independencia: se sigue la liga portuguesa con fervor patriótico y bastante más entusiasmo y compromiso que el campeonato interinsular. Benfica, Porto o Sporting: that is the question! Y lo confirman las chalinas que a modo de decoración destacan en la mayoría de aluguers (combis y minivans).

Para un limeño, el tráfico de las ciudades caboverdianas es inimaginable: no hacen falta semáforos, cero avenidas congestionadas, la circulación fluye. A modo de carreteras, me esperaba encontrar un rosario de baches. ¡Craso error! La miraflorina avenida Comandante Espinar (último sondeo: setiembre 2009... no vaya a ser que Masías haya tomado cartas en el asunto – aunque lo dudo) cuenta con más huecos en los doscientos metros que separan Pardo de José Gálvez que todas las carreteras que he visto en Cabo Verde. Son pocas las vías asfaltadas, la mayoría cuenta con un recubrimiento de adoquines de piedra, en algunas islas más regulares que en otras, pero todas de una resistencia formidable y bastante bien mantenidas. Al menos algo positivo que dejaron los colonizadores y cuidan los emancipados.

Me dicen que Cabo Verde le da importancia prioritaria a la educación y yo les creo. Veo boquiabierto lo bien puestos que tienen sus colegios hasta en el pueblo más remoto donde hay que caminar dos horas hasta poder tomar un aluguer para ir a cualquier lugar civilizado. Como es un país con la típica pirámide poblacional de ancha base, las calles están llenas de colegiales bien uniformados, las niñas con sus infalibles trencitas y cuentas de colores, los niños casi todos rapados. Para optimizar el acceso a la formación escolar obligatoria de seis años, los colegios trabajan en dos turnos, de 8h00 a 12h30 y de 14h00 a 18h30. No puedo evitar cierta sana envidia al recordar el ominoso estudio panamericano que ubicó la educación pública peruana como la segunda más deficiente – después del sufrido Haití.

¿Cuál es la base de la sociedad en un país de emigrantes en que dos tercios de la población viven fuera y solo un tercio dentro del país? De hecho, en las nueve islas tenemos medio millón y entre sus colonias de EE.UU, Europa y África suman casi un millón de caboverdianos. Por absurdo que parezca, las elecciones políticas se deciden en Boston, Lisboa, Dakar, Rotterdam, causando la desesperación de Praia y Mindelo. Entre los que se quedan en las islas, el matrimonio es una institución muy poco popular. Se prefiere un sistema más práctico: me gustas, te gusto, nos juntamos, hacemos meninos, nos disgustamos, chau, que pase el/la siguiente y la rotación continúa, si bien los meninos se quedan generalmente con la madre. El billete de mayor valor en circulación, cinco mil escudos (equivalente a doscientos soles) nos revela quién es uno de los pilares de la sociedad: no lleva la efigie de un prócer de la independencia, poeta, científico o héroe militar sino representa a la sufrida mujer caboverdiana cargando una batea en la cabeza. El monumento al emigrante, que veo antes de llegar al aeropuerto de Praia nos revela el segundo pilar: muchas familias, la gran mayoría, están divididas, con el padre, la madre o ambos trabajando en el extranjero para ayudar a sus padres, hermanos e hijos.

Camino por el centro de Mindelo y veo clubes náuticos, edificios históricos que albergan museos y centros culturales, la Alianza Francesa, la plaza central que oficialmente se llama Amílcar Cabral, el San Martín de los caboverdianos, pero todo el mundo la llama Plaza Nueva y tiene dos bustos de ilustres personajes. ¿El prócer de la patria, acaso? Não! La placa del uno reza Luís de Camões, el Cervantes de las letras lusitanas; la otra, Manuel de Sá da Bandeira, ministro portugués que abolió la esclavitud. Me gusta este país contradictorio.

HUAMANGA – HUANCAYO ONE WAY

Este ómnibus no se parece en nada al que tomé el otro día para el trayecto Lima – Ayacucho, fue lo primero que constaté al llegar al terral-terminal terrestre y preguntar por el carro a Huancayo. Tenía un solo piso. Se le veía bastante añejo. Dos esforzados mozalbetes iban estibando y acomodando el equipaje encima del techo – ¡qué miedo! Pensé en mi mochila y si la volvería a ver al llegar a la „lejana“ región de Junín. Pero por ahí había oído decir que la carretera estaba asfaltada en casi toda su extensión. Entonces, por qué preocuparse.

Una hora antes, delante del Mercado Municipal, comencé el día entibiando mi anatomía con un reconfortante emoliente.

- ¿Lo desea con todo, caballero?

...me preguntó delicada la emolientera apuntando con la mano hacia la hilera de botellas con diferentes colores y sabores de hierbas aromáticas medicinales.

- Póngame todo, caserita.

- Aquí tiene, señor, con su limoncito, linaza, muña, colecaballo, uñegato y alfalfa para que relinche ud. como un caballo.

- Muy amable, casera, gracias.

- Oiga, ud. no es de acá, ¿verdad?

- ¿Por qué me dice eso, caserita?

- Es que acá los hombres no dicen „gracias“ ni piden „por favor“.

- ¿De veras?

- Su emoliente piden, pagan y se van nomás.

- Tienes que educarlos, pues, casera. ¡Hasta lueguito!

Apenas 350 kilómetros separan Huamanga de Huancayo. Casi nada, para un país tan grande como el Perú. Pero por increíble que parezca, me dijeron que necesitaríamos entre siete y ocho horas para el trayecto. Comencé a dudar de la información relativa al buen estado - „asfaltado“ - de la totalidad de la ruta. Para no tener que pasar hambre durante una jornada tan larga, compré dos chaplitas con queso en el quiosco del terminal antes de partir. A mi lado iba sentada una muchacha que no tenía más de veinte años con su bebito de meses en el regazo. Más adelante, cuando se durmió el crío, lo tendió en el suelo a sus pies.

¡Pasajeros para Huanta! pregonó el segundo de a bordo al pasar por una populosa plaza en las afueras de Ayacucho. ¿Huanta? pensé. Pero ¿acaso está Huanta en la ruta a Huancayo? Temí haberme equivocado de ómnibus. Me cercioré preguntándole a uno de los choferes y me tranquilizó: Huanta estaba en efecto en la ruta de Huancayo. Normalmente viajo mapa en mano, no sé qué pasó esta vez. Tal vez el fragor de los días previos con la presentación del libro había hecho que se me olvidaran compañeros imprescindibles de viaje como un par de buenos mapas de carreteras.

No había pasado ni una hora desde que dejamos Huamanga y después de bordear unos desfiladeros de tierra roja, avistamos el verde valle huantino. Pensé en la ubicua y cantarina Magaly Solier, en La hora azul, en Abril Rojo. Huanta siempre aparecía cuando se hablaba de los tiempos bravos de la lucha anti-terrorista. No llegamos hasta el centro, el terminal de autobuses quedaba - como casi siempre - en las afueras del lugar, pero se notaba que era un valle muy verde, fértil, exuberante y me quedé con ganas de volver.

Saliendo de Huanta, horror de los horrores, se terminó el asfalto. Esto ha de ser un trecho en obras, me dije con cierto optimismo basado en la ignorancia. Pasarían más de cuatro horas hasta volver a rodar sobre una carretera asfaltada. En la medida en que nos alejábamos de la capital huamanguina, aumentaba también la población del ómnibus. Si en Ayacucho todavía quedaban algunos asientos libres, después de Huanta el viaje se convirtió en una apología a la informalidad. Mamachas sentadas por todo lo largo y ancho del suelo del vehículo con sus sombreros y sus canastas, bastantes más pasajeros que lo que decía el aviso de seguridad de la empresa de transportes.

Mi experiencia antropológica llegó a su cúspide pasando Churcampa, poblado en un valle que ya pertenece a la región de Huancavelica donde nos detuvimos para el almuerzo. Regresando al autobús, dos de las mamachas se pusieron a comentar jocosamente algo en su quechua natal donde la única palabra que fatalmente entendí fue gringo. Al parecer los otros pasajeros sí comprendieron el chiste y comenzaron a reírse. Ese día, el único a bordo que calificaba para gringo era yo y maldije por breves instantes manejar con soltura seis lenguas europeas mas no nuestro vernacular quechua. Me habría encantado responderles algo pícaro en runa simi para ver la cara de espanto que me ponían. Será para la próxima. Un amable pasajero me preguntó si quería saber lo que habían dicho las mamachas. Si es algo bueno, dígamelo, si no, guárdeselo nomás. El discreto viajero sonrió y calló. Tres horas más tarde y luego de flanquear la represa del Mantaro que me imaginaba más grande de lo que es, llegamos a Izcuchaca y por fin volvimos a rodar sobre asfalto. Después de esquivar a dos vacas y cinco becerros ¡Huancayo a la vista!

En el terminal de la empresa, oh sorpresa, no logré divisar a persona alguna que pudiera estar esperándome, como habíamos quedado. Esto no es Alemania, así que me senté cómodamente y me puse a actualizar mi bitácora de viajes. Cuando había pasado más de media hora, llamé a mi anfitriona y me aseguró que su asistente ya estaba en camino a recogerme. La dulce Stefany me llevó al hotel, hicimos las compras que faltaban para la presentación de esa noche y nos regalamos un lonchecito que me ayudó a reponerme de las ocho horas de carretera.

Tuve muy mala puntería al momento de escoger la tenida para la ocasión y me puse la ropa más deportiva que llevaba en la mochila. En la Casa de la Juventud ubiqué inmediatamente a mis anfitriones y nos dirigimos a un enorme auditorio que tuve la certeza de que no se podría llenar ni siquiera ofreciendo cerveza gratis. Al llegar los panelistas, me miraron uno por uno de pies a cabeza y pude leer la desaprobación en sus ojos. Todos ellos bien elegantes en sus ternos y corbatas y el invitado de la noche de lo más informal.

A pesar de mi indumentaria deficitaria, la presentación de esa noche fue una de las más bellas que recuerdo. Los comentarios de los panelistas fueron tan sinceros, tan elogiosamente críticos que, cuando llegó mi turno, retomé citas de cada uno de ellos antes de proceder a leer pasajes de Coctel Selva Negra. El público participó, se rió, hicieron preguntas y finalmente un grupo pequeño de estudiantes tuvo la gentileza de llevarme hasta altas horas de la madrugada a las discotecas más modernas de Huancayo donde fui testigo – ojo: testigo y no actor, muy a pesar mío – de escenas no aptas para este blog.