miércoles, 14 de julio de 2010

ANDRÉS, EL PULPO Y LA VUVUZELA

Hace menos de 48 horas que Andrés Iniesta, un peladito de veintiséis años natural de Fuentealbilla, provincia castellana de Albacete, anotó el gol que catapultó a la selección española al campeonato mundial por primera vez en la historia. Llegaban a su fin cuatro semanas y tres días al compás de las elefantiásicas vuvuzelas, bombardeados permanentemente por las noticias del otro extremo del mundo y en este por los impecables vaticinios del pulpo Paul. Para los que no somos aficionados al fútbol y hallamos las perspectivas del intercambio de camisetas más interesantes que el juego mismo, es indescriptible la sensación de alivio en el ambiente.

Lo que no significa que no hayamos permanecido treinta o tal vez hasta cuarenta minutos viendo algún partido. Incluso con todos los adminículos que la ley exige: a saber, sendas botellas de cerveza y un bol rebosante de papitas fritas. Es más, pocos conocidos míos han conducido su calendario o „fixture“ con mayor pulcritud que el suscrito, siempre completo y al día. No me interesaba ver cada partido pero sí colocar los resultados en las casillas correspondientes desde el Sudáfrica – México, que abrió el torneo, hasta la final de España con unos matones en naranja.

Incluso aprendí a tocar la vuvuzela. Era el tercer día del campeonato y en Durban los germanos golearon a los australianos por juergueros y cerveceros. Yo estaba en Dortmund (sí, la ciudad del Borussia) y uno de los espectadores trajo una vuvuzela. Al primer intento no salió más que aire y babas. Uno más y descubrí el truco: no apretar tanto boca y labios sino aproximarlos al instrumento con soltura y darle a todo pulmón. Y sonó como tenía que sonar, como un trompetazo de elefante. Finalmente tuvieron que arrancarme la vuvuzela de las manos porque si no, no la iba a soltar. Me tentó la idea de comprarme una. Las primeras veces que pregunté, durante la semana inicial del evento, me asustaron los precios (12 euros... ¡ni hablar!). Conforme pasaban los días, se ponían más baratas (super-oferta: 3 euros), pero no volví a pasar por aquel puesto de venta y en ese momento tenía prisa para no perder el autobús. No he vuelto a tocar la vuvuzela desde entonces. Tal vez le consulte a Paul cuál es su opinión al respecto, comprar o no comprar.

Tiene fama de ser el mejor agorero: el pulpo Paul – que no se pronuncia „pol“ a la francesa sino „pá-ul“. Con ocho pronósticos correctos en serie, es más certero que todos los expertos y charlatanes de las principales cadenas de televisión. Sus últimas actuaciones relativas al Mundial de Sudáfrica se trasmitieron en vivo por TV e internet a millones de espectadores en todo el mundo. En España le quieren otorgar una medalla de honor y colocar un monumento. En Holanda y Alemania, muchos lo quieren ver convertido en pulpo frito o al olivo. No sorprende, si se piensa que Paul vaticinó la victoria de los unos y la derrota de los otros sin mayores argucias que sus ocho tentáculos y dieciséis docenas de ventosas. En su domicilio, el acuario de la ciudad alemana de Oberhausen, han rechazado una tentadora oferta de venta por más de 30 mil euros... de España, naturalmente.

A diario, Paul recibe centenares de cartas y correos electrónicos con preguntas como „¿me engaña mi marido?“ o „¿aprobaré matemáticas este año?“. Pero sus asesores lo tienen clarísimo: el pulpo adivino se jubilará al término del campeonato y no podrá responder al aluvión de misivas. Será la atracción del acuario de Oberhausen, pues desde que se hizo famoso, el número de visitantes ha aumentado de manera vertiginosa. ¡Buen provecho con el salmoncito, Paul!

lunes, 5 de julio de 2010

EL HABLADOR NO TIENE QUIEN LE ESCUCHE

HAMBURGO, un sábado de enero de 2010

Tenemos el invierno del siglo, dicen los medios. Nieva en las alturas y en el llano. Las temperaturas hace semanas que no llegan ni a cero grados en la escala del sueco Celsius. Para quienes prefieren la de su colega germano Fahrenheit, estamos por debajo de 32 grados. Respondo a la solícita invitación de Alberto Villegas, editor-fundador de la revista Calendario, órgano de la comunidad latina de este primer puerto alemán. Nos conocimos en la feria del libro y quedamos en que me invitarían durante los meses de invierno para presentar mi Coctel Selva Negra al público de la ciudad hanseática.

Cuarenta personas han confirmado su asistencia – todo un logro tratándose de la presentación de un autor totalmente desconocido. Por precaución, llego la víspera. Incluso tengo la suerte, que se da una vez cada quince años más o menos, de caminar por la superficie plenamente congelada del río-lago Aussenalster junto con miles de juguetones hamburguesas y hamburgueses. La helada es tan fuerte que la super-protectora polizei tolera sin intervenir la invasión masiva del río petrificado.

24 horas más tarde, sábado por la noche, ya no le hallo tanta gracia al hielo ni a la nieve: hace más de una hora que deberíamos haber comenzado con mi presentación pero ¿dónde está el público? Dos queridas amigas han hecho malabares para llegar a pesar del metro de nieve que hay en las calles, pero ¿y los otros treinta y ocho?

Por respeto a los puntuales, comenzamos con tan solo noventa minutos de retraso. Mi amiga Rita lo lamenta pero tiene que irse antes del inicio. Luego de la lectura y la rueda de preguntas, tres artistas presentes en el público tienen la gentileza de darle un verdadero relieve a la sesión con sus respectivos estilos y canciones. Un toque emotivo altamente bienhechor para la congelada noche hamburguesa. Al día siguiente, regreso a casa con el dulce recuerdo de sus voces y en la mochila dieciocho de los veinte libros que creía poder vender.

BASILEA, un jueves de junio de 2010

Han pasado cinco meses desde Hamburgo y por fin tengo otra invitación para compartir mi libro con el público interesado de la ciudad suiza de Basilea. Es un momento muy memorable para mí porque por primera vez el escenario de la presentación es al mismo tiempo uno de los lugares donde se desarrolla la acción de Coctel Selva Negra. Tuvimos el mayo más frío desde el inicio de las mediciones meteorológicas, pero desde la víspera hace sol y las temperaturas están superando los veinte grados. Chabela, la anfitriona, una encantadora librera boliviana, está enferma y no puede asistir pero tiene el detalle de enviarme a dos amigas para que me ayuden con el evento.

Llega el jueves y los termómetros vuelan casi a treinta grados. Lo que me faltaba: un metro de nieve en Hamburgo y ahora el jodido calor de junio. Me escribe un mensaje de texto mi querida amiga alemana Melanie con la que contaba sin falta para este jueves: estoy en una despedida y no llegaré a tiempo, sorry. Xiomara también me manda un mensajito y es que no ha conseguido niñera y, sin tal infraestructura, imposible venir para la precavida y maternal colombiana. No es el caso de Robert. Fuimos compañeros de trabajo hace casi diez años y este encantador gigante germano-franco-helvético no ha dejado de ser un consejero entrañable, amigo leal y más que nada dueño de la palabra perfecta en el momento preciso. Su castellano deja mucho que desear, pero me dijo que no faltaría a la cita y antes de la hora prevista ya está sentado en primera fila regalándome su sonrisa cómplice.

Una de las amigas de Chabela, solidaria con la causa y en vista del vacío de público, sale corriendo a reclutar -correa en mano- a dos chicos que trabajan cerca de la librería y por supuesto no rechazarán la marcial invitación. La otra amiga acomoda en canastitas unos refrescantes melocotones y se encarga de que no falten copas para el vino ni bocaditos que lo neutralicen. Así no se trepará tan rápido a las felinas cabezas de los cuatro gatos que somos.

Silvina y Marcelo llegan algo tarde a la librería de Chabela y cuando ven que ya he comenzado a hablar, con su habitual discreción, prefieren seguirse de largo y no interrumpir mi discurso. Saldo del evento: una hora con un público verdaderamente selecto y tres libros vendidos más otros tres que se los dejo en comisión a Chabela por si acaso... sobre todo porque no tengo ganas de cargar con ese peso en mi viaje de regreso.

DARMSTADT, otro jueves, esta vez de julio de 2010

Mi amigo Lalo tiene un restaurante latino en esta pujante ciudad universitaria y quedamos en hacer una presentación de mi libro en una de sus noches culturales. Habíamos acordado producir conjuntamente volantes para la publicidad correspondiente y le envié los archivos que me solicitó con un mes y medio de anticipación. Llego jadeando al Machu Picchu. Una vez más, el Sr. Celsius tiene el mal tino de prodigarnos un sol radiante y 34 grados a la sombra, faltando una hora para la lectura. Curtido por las experiencias anteriores, esta vez llevo conmigo apenas cuatro libros.

Lalo me recibe con una cara de poco sueldo: no tengo ni una sola reserva de mesa, compadre. ¿Y los volantes, Lalo? No los pude hacer, no he tenido tiempo, disculpa. Pero te voy a invitar a comer y así conversamos tranquilos para hacerlo mejor la próxima vez. Antes de poder comer mi generosa quesadilla y tomando en cuenta la puntualidad de nuestra gente, espero cuarenta y cinco minutos, por si acaso se produzca el milagro.

Luego, ya asumido el hecho de que hoy no habrá presentación alguna, ahogo mi desilusión en un vaso grande de cerveza con sprite. Me siento para tal efecto en una mesa, rodeado de cubanos donde a un tal Carlos le dicen Cal-los y a todos evidentemente les encanta hablar de política. El chico más joven defiende los logros de la robolución, los mayorcitos están totalmente en contra y dan gracias por haber salido de las fauces del caimán, uno de ellos incluso se quiere traer a una noviecita dominicana que conoció en sus vacaciones en Puerto Plata. Como la mayoría en esa mesa fuma, me retiro discretamente con mi quesadilla a otra esquina y me pregunto si tendré la paciencia y tenacidad para seguir adelante con esta aventura.