jueves, 30 de septiembre de 2010

HERMANAS Y CANGREJOS

Inge es la hermana mayor de mi amigo Lars. Terminando el colegio se fue a estudiar hostelería en un reputado instituto de Suiza. Con el título en el bolsillo más sus vastos conocimientos de idiomas, inmediatamente la reclutaron como aeromoza de Swissair. Disfrutó muchísimo volando por el mundo durante la época de oro de la línea aérea helvética y de paso gozaron también sus padres y hermanos con los privilegios familiares de una chica de alto vuelo. En uno de sus viajes, Inge conoció a bordo del avión al que sería su futuro marido, Markus. Siguió volando durante el noviazgo y primeros años de matrimonio, pero cuando llegaron sus hijos Per y Stefanie quiso dedicarse íntegramente a su familia. Una vez que su hija menor entró a la secundaria, pensó ha llegado el momento de retomar mi carrera, no necesariamente en mi antigua oficina del aire, sino en alguna otra cosa que me permita volver a casa cada noche. Siendo una mujer muy sana, ignoró el repentino malestar que le sobrevino por esa misma época hasta que las molestias se volvieron insoportables. Después de dos diagnósticos insuficientes y una resonancia magnética, los hombres de blanco le dijeron que tenía un cáncer con ramificaciones y que había que operarla con urgencia. A la cirugía siguieron las consabidas quimioterapias y radiaciones. En menos de dos años su familia estaba comunicando el sensible deceso de Inge, que se despidió de este mundo rodeada de Markus, sus hijos, su madre y su hermano Lars. Habían pasado 41 años desde su nacimiento.

Carina es la hermana mayor de mi amigo Pancho. De espíritu despierto y gran vitalidad, no tuvo la paciencia de hacer una carrera universitaria después del bachillerato. Con un diploma comercial en lo que verdaderamente le encantaba – la indumentaria – trabajó un tiempo en una boutique del Shopping de Alto Palermo hasta que le ofrecieron ser administradora de una tienda mucho más grande y elegante en el flamante Patio Bullrich. Amaba su trabajo pero también a su novio Arturo. Se casaron cuando ella tenía 25. Su hija Katia llegó dos años después. Eran una familia joven con los momentos de felicidad y las luchas domésticas propias de la institución matrimonial. Pero la energía que irradiaba era muy positiva. Con un estoicismo digno del espartano más recio, soportó el diagnóstico de cáncer al estómago y las consiguientes operaciones así como los estragos de sus terapias químicas y radiaciones. Disfrutaba cada momento que podía pasar con Katia, con Arturo y con Pancho. Tuvo una fase de recuperación que le bastó para que su hermano la invitara a viajar con él a Florianópolis, lugar que desde siempre le había hecho mucha ilusión conocer por las hermosas playas que bordean la isla de Santa Catarina. Poco después del viaje vino la recaída y a las dos semanas de cumplir treinta, Carina no resistió más.

Mari es la segunda de mis hermanas. Me lleva dieciocho años y once días. Desde que tengo uso de razón, o sea ya Mari bastante grandecita, siempre se ha llevado como perro y gato con nuestro padre. Ambos son muy volubles, irascibles y violentos. Comparten en cambio un apetito indomable que se traduce por lo menos en unos 20 a 30 kilos de sobrepeso. Les encantan también las ensaladas y nadie las aliña tan rico como ellos con solo tres condimentos: aceite de oliva, vinagre y sal. El gran amor de Mari durante su infancia y juventud fue nuestro abuelo materno, al que llamábamos papacito y, por lo que me cuentan mis hermanos mayores, le encantaba subirse al carro con todos sus nietos apilados uno sobre otro, llevárselos a comer pollo a la brasa y luego los más ricos helados de Lima.

Dos décadas después, cuando yo lo conocí, ya había perdido completamente la razón y no reconocía ni a su mujer. Por esa época es que Mari, con su espíritu de aventura sin fin y una sed insaciable de conectarse con el universo, se fue a Nueva York con cien dólares en el bolsillo y sin permiso de residencia ni de trabajo. Como tantos otros inmigrantes ilegales, cuidó niños y limpió casas durante varios años hasta que pudo acogerse a una amnistía y conseguir la codiciada green card. En uno de sus primeros viajes, hizo una escala técnica de medio año en Venezuela para vivir en un ashram. De hecho nunca la vi tan delgada como después de aquel período venezolano. Tampoco nos sorprendimos cuando nos presentó a Jim, su voluminoso marido italo-americano, 31 años mayor que ella y tremendamente parecido de carácter a su bienamado papacito. Algún gracioso en la familia les puso de apodo Doble Cero. Tendrían unos cinco años de casados cuando los visité en Miami. Caminando con Mari al borde del Atlántico, me contaba que no soportaba vivir con Jim, que era tan celoso que no quería que ella consiguiera un trabajo ni saliera de la casa. Poco después su otelo tuvo un derrame cerebral y se quedó inválido. Mari recuperó parcialmente su libertad porque fue entonces que le diagnosticaron su primer cáncer.

Siguieron once años intercalados por un lado de cirugías y quimioterapias pero por otro también de periodos tranquilos y felices. Para su última fiesta de año nuevo, como si intuyera que no habrían más, me cuentan que se arregló y bailó hasta el amanecer. En mayo su estado se volvió crítico pero como era una persona muy fuerte recién a fines de julio consiguió desencarnar y reencontrar su origen divino. La quiero recordar como la vi bailando en el matrimonio de un amigo de la familia. Hasta ese momento nunca me había percatado del aguzado sentido del ritmo de Mari que evidentemente vibraba con la música en cada fibra de su ser.