jueves, 28 de octubre de 2010

FIERAS EN LA FERIA

Dicen aquí que la Feria del Libro de Frankfurt es la más grande del mundo. Comercialmente no cabe la menor duda: al fin y al cabo estamos en una ciudad con una tradición ferial de mil años y – pasando a tiempos modernos – en la capital financiera de la Unión Europea. Los tres primeros días del evento están reservados exclusivamente a especialistas del medio. Se trata de una batalla campal entre editoriales, traductores, agentes, libreros, escritores y distribuidores por los mejores contactos y los más jugosos contratos, la compra y venta de derechos de autor, licencias de traducción, firma de convenios. Y eso que hay malas lenguas que aseguran que los verdaderos tratos gordos se cierran los días previos a la Feria en el Bar de los Autores, situado junto al lobby del añejo hotel Frankfurter Hof, que significa la Corte de Frankfurt. Por su lado, el público bibliófilo „de a pie“ tiene que armarse de paciencia hasta el sábado y domingo en que se abren las puertas a todo el que aporte sus modestos catorce euritos en la entrada.

Para mí esta edición de la Feria no es igual a la del 2009, en que modestamente figuraba mi nombre en el programa oficial. No confabulo ni soy objeto de confabulación. Paseo sin rumbo definido por los enormes pabellones. Sé que mis amigos hispano-porteños Óscar y Paco quieren asistir al diálogo de las Rosas y, si llego a tiempo, me voy a apuntar.

Es el encuentro de dos escritoras españolas, Rosa Regàs, invitada especialmente desde Cataluña por el Instituto Cervantes, y Rosa Ribas, treinta años más joven que la primera, también catalana pero residente en Frankfurt y, por si fuera poco, vecina mía. Conversan las Rosas sobre sus experiencias como lectoras, como productoras, como editoras. No se habían visto nunca pero se percibe que tienen buena química. Contrasta el rojo vivo del pelo de Regàs con los cabellos oscuros y mechón Tongolele de Ribas. Terminado el coloquio, Óscar y Paco salen corriendo a su próximo compromiso, la Tongolele también. La estresada directora del Cervantes, cuya agenda le impide cumplir con su papel de anfitriona, se despide muy amable de la Regàs y le dice espérame acá que te vengo a recoger en cuarenta y cinco minutos. La colorada la mira con cara de poco sueldo, ¿me vas a dejar sola, triste y abandonada en este recinto ferial?

Es el momento de intervenir. ¡Ud. no se va a quedar sola de ningún modo, Rosa! ¡Será un gusto acompañarla! Me mira con cierta sorpresa como pensando y este avechucho de dónde ha salido. Acomodo convenientemente dos sillas al lado de una mesa llena de copas de champán argentino y bocaditos salados. Nos ponemos a conversar de sus viajes, del modo en que su familia tuvo que escapar a Francia durante la Guerra Civil, de cómo comenzó su carrera literaria después de los cincuenta, si bien por su trabajo como editora siempre había estado rodeada de libros. Hablamos de América Latina, ha estado en casi todos nuestros países. Me dice que es amiga y simpatizante de Evo. Ya entiendo por dónde va la cosa, la izquierda intelectual romántica europea. Le cuento de mi libro. ¿No tienes uno a la mano? me pregunta atenta. Por supuesto, si cabe en tu maleta te lo llevas con dedicatoria. Me lo recibe encantada, o al menos es lo que quiero creer, lo hojea y lo guarda en su cartera. Pasa por ahí un editor catalán, la saluda emocionado, yo fui al colegio con tu hijo, Rosa. Se abrazan, se despiden. Regresa la anfitriona y se lleva a su invitada de honor. Ha pasado casi una hora y por los altavoces se anuncia que la Sociedad Ferial les desea a todos los visitantes un buen viaje de regreso a casa. En buen criollo: nos están echando de aquí. Volveré mañana sin falta.

Segundo día. Llego recién por la tarde porque he estado ocupado toda la mañana haciendo diligencias. Visito a mis amigos del stand de escritores latinos en Alemania. Carlitos y Esther me miran con ojos grandes y llenos de expectativa. Estarás feliz con el premio, me dicen con una voz rebosante de miel. Premio? Qué premio? pregunto con inocencia y candor. Desde las noticias que me despertaron a las siete, no he vuelto a oír radio ni ver tele. Es Mario Vargas Llosa, escritor de cabecera de mi familia. No lo puedo creer pero siento que me invade una alegría sin fin celebrando al padre de Pichula Cuéllar, del Poeta, de Zavalita, del León de Natuba y de la chilenita. Al celestino de Chuchupe y Chupito, de Lucrecia y Rigoberto, de Julita y Varguitas, de Mercedes y Tomasito, de la muchachita esqueleto y Rafael Trujillo, de Florita y Olympia Malaszewska, de Koke y Teha'amana. En el stand de Alfaguara lo celebran con bombos y platillos. En el de Suhrkamp, editores alemanes de MVLL, la gran jefa Ulla Unseld-Berkéwicz tiene un problema: apenas cuentan con cuatro libros – ojo: cuatro libros físicos, no cuatro obras – de Mario en su exhibición. Al día siguiente se publicará en los principales medios una foto muy diciente de Ulla con „Das boese Maedchen“ en la mano, „Travesuras de la niña mala“.

Esa noche vamos con dos amigos al pizpireto Bar de los Autores. Como estamos de feria, no cabe ni un alfiler. En vista de que no hay servicio a mesas y ninguno de los presentes toma la inicitativa, me levanto, altivo y orgulloso, y pido en la barra tres copas de champán para brindar por „nuestro Nóbel“. Cuando la amable jovencita me dice el precio, siento una ansiedad que recorre la boca del estómago sigue por las paredes gástricas y llega hasta la mitad del duodeno, pero procuro que no se me note. ¡Te lo mereces, Varguitas!

Tercer día de feria. De un modo totalmente casual, me entero de que hoy está en la Feria la doctora Ruth Westheimer. Tiene casi cien años y con las justas llega al metro cuarenta. Es enternecedor verla sentada en una silla con sus piernas cortitas balanceándose porque no llegan hasta el suelo. Pero cuando esta pícara sexóloga entra en acción, por ejemplo en una entrevista, hablando con humor y toda la naturalidad del mundo de los beneficios de la masturbación, aconsejando sobre cómo realizar de un modo gratificante sexo oral, como abuelita leyéndoles cuentos a sus nietos, te cautivará desde la primera sílaba. Esta aguerrida precursora de la curvilínea boricua Alessandra Rampolla nació en Alemania entre las guerras y perdió a sus padres en el holocausto nazi. A ella la mandaron previsoriamente a Suiza. Más adelante peleó en el ejército israelí antes de emigrar a los EE.UU. y convertirse en la más célebre terapeuta sexual. Con la picardía que la caracteriza, Ruth dice en la Feria: yo soy un metro cuarenta de sexo concentrado.

martes, 19 de octubre de 2010

EL TESORO PERDIDO DE LA EMPERATRIZ

A las 18 horas con 11 minutos se abre la puerta-escalinata del jet fletado en el que acaba de aterrizar la emperatriz. Todo sucede tan rápido que con las justas puedo ver los enormes anteojos oscuros que lleva puestos así como la elegante gabardina con la que se protege del frío de octubre. Cinco segundos, dos apretones de manos y tres besitos después, ya está sentada en su limusina blindada conducida por una robusta agente del servicio de seguridad alemán, siguiendo a la escolta de motocicletas que le abrirán paso hasta su lujosa suite en el centro de la ciudad. Su personal de custodia le ha dicho que no es recomendable que vaya en el asiento delantero pero a la emperatriz le gusta y ¡basta!

Tres días antes, mi amiga Ruth me llamó preguntándome si tenía tiempo para asistir como intérprete a una delegación venida desde el sur de la tierra. Pensé que se trataría, como casi siempre, de gente de negocios, al fin y al cabo vivimos en un centro neurálgico en materia de finanzas y servicios. El país que la emperatriz gobierna es el invitado de honor de una importante feria y recién después de nuestra primera reunión con los clientes, caigo en la cuenta de que se trata del grupo de avanzada que tiene por tarea preparar la visita de tan egregio personaje.

Ruth se encarga de acompañar a la gente de cancillería, a mí me toca hacer lo propio con los agentes de seguridad de la dama en cuestión. Tenemos diferentes reuniones en el aeropuerto, el hotel, con la policía y los organizadores de la feria. El denominador común de todas ellas es la desesperación de las contrapartes germanas por no contar todavía con la información detallada de la visita de la emperatriz, faltando tan solo tres días para su arribo.

No podemos garantizarles que todo funcione correctamente si no contamos a tiempo con la hora exacta de llegada y su programa de actividades - pontifican una y otra vez los responsables de cada uno de los lugares visitados.

Apenas amanezca en la capital y dispongamos de la información se la haremos llegar - responden con su proverbial facilidad de palabra y no menos pontificalidad los amigos del cono sur.

Lo que las contrapartes alemanas no saben es que pasarán más de 48 horas hasta que puedan tener los detalles completos en sus manos.

Finalmente llega el momento de recoger a la emperatriz en medio de extremas medidas de seguridad. Algunos de los choferes contratados vienen de otros países y no tienen idea de cómo llegar al aeropuerto, pero se ofrecen para guiar a los otros. ¡Craso error! Felizmente salimos con bastante anticipación y podemos enmendar la ruta. Todos los vehículos se pre-concentran en una de las entradas a la zona aeroportuaria. Los del escuadrón de motocicletas se quejan porque llevan más de cinco horas esperando. Al momento de señalizar los vehículos de manera que correspondan al bosquejo de la policía, vemos que hay ciertas diferencias culturales entre el esquema de los locales y el de los visitantes. Una vez resuelto también ese tema, formamos la caravana y nos sometemos a un exhaustivo cacheo como corresponde a todos los bípedos aspirantes a ingresar a tan sacrosanto espacio.

Con la emperatriz a bordo del coche blindado, la comitiva abandona el aeropuerto en cuestión de segundos. A mí me toca quedarme al pie del avión para acompañar al cuerpo de seguridad que se encargará de recoger el equipaje de tan distinguida clientela junto con el material „sensible“ (léase: las armas de sus custodios). Me impresiona la cantidad de vestidos en sus respectivas fundas que desembarcamos de tan diminuta aeronave. Parece tener un alto sentido del orgullo patrio, pienso, mientras acomodo los estuches que llevan el nombre y las direcciones de diseñadores de su mismo país. Veo una pila enorme de paquetes de sospechosa apariencia pero al aproximarme descubro que se trata de botellas de agua mineral destinadas a aplacar la patriótica sed de la dama.

Con las dos camionetas llenas de ropa, agua y pistolas, nos dirigimos por fin al hotel. Esa misma noche no tengo ocasión de ver de cerca y con calma a la emperatriz. Ruth y yo esperamos una hora „por siaca“ pero luego los clientes nos mandan a nuestros respectivos hogares.

Al día siguiente comienza el programa de actividades de la dama. Con muy buen sentido del desfase horario, el primer punto de su agenda empieza a las tres y media de la tarde. Uno de los tres ascensores del hotel queda bloqueado y a disposición exclusiva de la señora. Como es usual en reuniones protocolares, cada participante se echa su discurso hasta que finalmente le toca el turno a la ilustre visitante. En otra sala del mismo hotel, el espigado ministro alemán de relaciones exteriores espera pacientemente desde hace más de quince minutos. A la emperatriz le gusta hablar y dar rienda suelta y espontánea a sus ideas. Al terminar su alocución, todo el público se levanta apurado pero madame solicita la traducción de sus ocurrentes palabras.

Tragándose su mala leche por la nada dulce espera, el ministro sale al encuentro de la emperatriz y le estrecha las manos con mucha cordialidad. No es la primera vez que se reúnen y ya sabe que la puntualidad no es una de las principales virtudes de su invitada. Antes del siguiente compromiso, la inauguración de la famosa feria en que su país es el invitado de honor, madame, fiel a sus principios, regresa a su suite. Lógico, no vamos a participar en tres reuniones seguidas con la misma ropa.

En mi función de auxiliar comunicativo, me toca una vez más acompañar el equipaje de la emperatriz en su camino al avión. Cuando llegamos al aeropuerto, empieza a lloviznar pero eso no nos impide transportar los numerosos y patrióticos trajes de madame, las valijitas con las armas y las botellas de agua sobrantes para las próximas estaciones de su visita. Finalmente nos avisan por celular que la comitiva ya salió de la feria y estará en diez minutos en la rampa. La escolta de oficiales de policía ocupa su lugar flanqueando la alfombra roja que pronto hollarán imperiales zapatos de vertiginosos tacos.

Para la limusina blindada, baja la estrella de la noche, aprieta dos manos y desaparece en la aeronave. De otro de los carros salen dos personas con cara de preocupación. Es indispensable ir inmediatamente al otro lado del aeropuerto, nos dicen, al terminal de la gente de a pie, a recoger algo muy importante que lleva uno de los cortesanos de la emperatriz. Conociendo las dimensiones de este mega-aeropuerto, está claro que la operación no tardará en ningún caso menos de media hora. Los efectivos de seguridad alemanes, que pensaban que podrían irse por fin a casita, ponen cara larga porque no están autorizados a retirarse hasta que el avión esté en el aire. ¿Qué pasa? ¿Qué cosa tan importante necesita madame como para paralizar a toda la comitiva? Con dos chicos de seguridad, salimos volando en uno de los carros de la empresa aeroportuaria a buscar el tesoro perdido de la emperatriz. Nos dan un estuche que, una vez dentro del coche, sentimos la imperiosa necesidad de abrir. Nuestros ojos no creen lo que ven: lápiz labial, sombras, cremas. ¿Para esto nos hacen detener el reloj?