miércoles, 23 de marzo de 2011

ALMANYA NOQUEA A THE FIGHTER

No habían pasado ni treinta minutos desde el inicio de la película cuando un codazo bien intencionado de mi primo Jose me obligó a abrir los ojos para ver cómo Micky Ward – el personaje interpretado por Mark Wahlberg – se quedaba dormido en el cine al lado de su novia. En mi modorra y en mi sopor no sabía si lo estaba soñando o si era verdad lo que me parecía increíble: que en la pantalla grande estuviera sucediendo lo mismo que me estaba pasando a mí en ese momento. Estoy seguro de que Micky tenía razones mucho más loables que yo para dormirse en su película, ciertamente el entrenamiento habría sido muy fuerte, el estrés de las peleas, los golpes recibidos. En mi caso, el diagnóstico era muy simple: aburrimiento crónico y falta de enganche con la materia pugilística.

Valga en mi defensa el argumento de que entré a la sala 6 del cine Metropolis sin saber qué película iban a dar, lo que acá llaman el pre-estreno sorpresa o sneak preview night. Desde que leí los nombres de Mark Wahlberg y Christian Bale en los créditos iniciales, sabía que no iba a ser una película de mi especial agrado... pero no contaba con la velocidad del efecto válium.

¡Qué diferencia con Almanya! Vi hace menos de una semana el debut cinematográfico de las hermanas turco-germanas Nesrin y Yasemin Samdereli (se pronuncia shámdereli para que no suene italiano). El hilo conductor es el conflicto de identidad de Cenk (chenk), un niño de padre turco y madre alemana, a raíz de un incidente en la clase de deportes: los chicos forman dos equipos, uno de alemanes y uno de turcos pero Cenk no es aceptado en el uno por ser turco ni en el otro por ser alemán. En la siguiente reunión familiar, Cenk desata una discusión en las tres generaciones de la familia Yilmaz. ¿Somos turcos o alemanes?

A modo de contrapunto al debate familiar, su prima Canan (se pronuncia chanan) le va contando a Cenk en flashbacks cómo el abuelo Hüseyin se robó a la abuela Fatma en un pueblo de Anatolia oriental, el viaje a Alemania, los primeros años en el nuevo entorno con los problemas de choque cultural y la barrera del idioma. Enriquece estos dos hilos narrativos el descubrimiento embarazoso de Canan, estudiante universitaria que vive con su novio inglés y no sabe cómo va a reaccionar su familia cuando se enteren de la inminente maternidad. A su vez, Hüseyin ha comprado una casa vieja en su pueblo turco sin decirle nada a nadie con el propósito de llevarse a toda su prole a pasar unas vacaciones juntos en el terruño anatólico y aprovechar para restaurarla. Pero no todos sus descendientes están entusiasmados con la propuesta y tendrá que convencerlos con argumentos irrefutables.

En el improbable caso de que lean esto personas poco familiarizadas con la realidad social germana, tengan en cuenta que la colonia turca constituye el mayor grupo étnico de extranjeros en este país. No hay semana sin titulares relativos a la inmigración, integración y asimilación en que no participen miembros ilustres de este colectivo. Por un lado la población alemana envejece cada vez más y está estadísticamente demostrado que la inmigración es indispensable para compensar esa pirámide sin base. Pero a nivel gobierno es muy difícil lograr un consenso sobre qué tipo de inmigración fomentar y cómo controlarla así como sobre la manera de lograr una más completa integración de la segunda y tercera generación de inmigrantes turcos.

Me parece que el encanto de Almanya, cuyo título significa en turco Alemania, está en la aproximación al tema integración con los ojos de un niño de siete años. Muy lograda también la combinación de comedia y tragedia que te transportan de la risa al llanto con la sensación de estar sentado en una mullida alfombra persa, perdón, turca. Se me ocurren escenas inolvidables como aquella cuando Hüseyin llega a Alemania después de recoger a su familia y les enseña el baño de la casa. Fatma, señalando el wáter le pregunta ¿qué es esa silla rara? O una de las escenas finales, como salida de un cuento de Borges, en que los personajes aparecen en su versión adulta abrazando a su mismo personaje de niño. Verdaderamente entrañable. Muchas gracias al binomio Samdereli y ojalá que sigan enriqueciendo la pantalla grande.

sábado, 19 de marzo de 2011

BIOGRAFÍA EN CINCO AGUAS

Hasta los veintiún años viví a diez minutos andando del Océano Pacífico. El mar de Lima es tan frío y gris como el Mar del Norte o el Báltico a pesar de estar doce grados al sur del Ecuador. Una caprichosa corriente marina nos trae el agua fresquecita desde la Antártida. En la misma latitud, pero sobre el Atlántico, está Salvador de Bahía, donde el mar y el clima son realmente tropicales. Lo que a Lima le falta en calidad playera gracias a esa congeladora líquida de apellido alemán, le sobra en exquisitos pescados, mariscos y temperaturas primaverales. Mis primeros recuerdos en esa playa de piedras redondas y ridículo nombre hawaiano están ligados a la tía Lila y las fresas con leche condensada que nos llevaba en un práctico tupperware. Sentados en esas mismas piedras, mi hermano mayor respondíó alturadísimamente a una inquietud que me tenía muy preocupado a la tierna edad de siete años: ¿por qué se le pone a uno a veces la cosa dura? Los revolcones que me dieron las olas entrando y saliendo de él me enseñaron a tenerle mucho respeto al mar, cosa que me ha sido muy útil en mis posteriores encuentros con el Atlántico, Mediterráneo e Ìndico. Pero en ningún otro mar del mundo se puede jugar tan rico a la "licuadora" como en la miraflorina playa Waikiki, tratando de esquivar el remolino que se forma entre la ola que va y la que regresa. Que quede claro: si Magallanes lo hubiera conocido en la Costa Verde de Lima, de ningún modo lo habría bautizado Pacífico.
En 1988 cambié ese mar frío y gris por un río frío pero cristalino que baja de la Selva Negra y desemboca en un canal que lleva al Rin. Con su anchura de quince metros y apenas veinte a cincuenta centímetros de profundidad, el Dreisam no se presta para proezas natatorias, a lo sumo para refrescarse los pies una tarde calurosa de verano. Para nadar, mucho más agradable es la laguna Flückiger, situada en lo que fue la exhibición floral de Friburgo, muy cerca del centro. Algo tendrían esas aguas pues mi plan era pasar modestos cinco meses en sus orillas y al final se convirtieron en quince años. El primer primero de mayo que pasé allí, circundando la laguna en bicicleta, no podía creer que hubiera tanta gente tomando sol en pelotas. Pero obediente al dicho a donde fueres haz lo que vieres, hice lo que vi. Recuerdo especialmente tres atardeceres en esas orillas: uno, en el verano del 90, cuando conversando con Beatrix llegamos a la conclusión de que los revolcones horizontales eran un asunto húmedo y resbaladizo bastante sobrevalorado y enrollante, que no íbamos a perder nuestro tiempo con eso. Tres meses después cambiamos de opinión. El segundo atardecer, en junio del 91, cuando me sonrió un rubicundo muchacho inquieto con el que luego fui a tomar una tímida cerveza en el chiringuito de la laguna. Y el último, en el verano del 97, libando vino tinto y comiendo brezeln con Marcelo y Verena que estaban a punto de sellar una estratégica unión que nunca llegó a ser.
Pensando inocentemente que la mudanza a Basilea era mi primer paso de retorno hacia el sur, aunque fueran tan solo 72 km, cambié esa laguna por un torrentoso río en 2003. Qué maravilla salir del trabajo corriendo – es decir en bicicleta – y enrumbar al malecón del Rin para un delicioso chapuzón en el río. Sobre todo cuando nos tocó el verano del siglo. Pero los otros también, porque por ese bördli circulaban no solo las refrescantes aguas azules del Rin sino todo un zoológico de bichos raros desde jubilados calenturientos, nadadores inveterados, parejitas exhibicionistas, fumones empedernidos hasta aventureros casuales en busca de un cuarto de hora de calor humano. Allí entablé amistad vitalicia con Giacomo y Monsieur Rémy y otras menos duraderas con veraneantes magrebíes, de Tailandia, Sri Lanka, Italia y lugares menos exóticos como Alsacia, Suiza y Alemania. Allí conocí al loco Claudio, un fetichista de string tangas que pasa casi todos los inviernos nórdicos luciendo su colección en bellas playas caribeñas. Al padre Fernando, tenaz cazador de aventuras amorosas en el poco tiempo libre que le deja su vida parroquial. Incluso fuera de la temporada de baños, pasear por el malecón del Rin sigue siendo una de mis actividades favoritas cada vez que regreso a Basilea.
Trescientos kilómetros Rin abajo, el río recibe por su derecha las aguas de su segundo afluente más importante: el Meno o Main, como se le llama en alemán. Tantas esclusas tiene este río en su curso que el último tramo es una masa de agua marrón inmóvil, sin vida. No sirve como el Rin para baños deliciosos. Cuando me mudé del Rin al Meno a fines del 2004, había cerca de la ciudad de Frankfurt una laguna en medio del bosque con características similares al bördli. Pero como a los propietarios del terreno no les gustaba el éxito ni el público de la playa, fueron rellenando la laguna poco a poco con tierra y piedras hasta no quedar sino un estanque para patos y uno que otro cisne. En estos siete años todavía no he encontrado nada que se compare con el Flückiger ni mucho menos con el Rin. Hay lagunas con playas municipales pero, como esta región está muy densamente poblada, cuando la calor aprieta el gentío dentro y fuera del agua hace que la experiencia sea todo menos memorable. No queda sino coger el tren a Basilea o un avión que me lleve de vuelta al mar aunque sea tan solo por unos días o semanas.
Después de haber pasado cuatro meses viajando por el archipiélago, ya siento mías también las atlánticas aguas de Cabo Verde. Me encantan Tarrafal de Santiago y Santa María de Sal. Tarrafal es una bahía pequeñita, podría parecer una cala de Mallorca si no fuera por la tez morena de sus pescadores. Queda felizmente al otro extremo de la capital y en días de semana no se tiene que compartir la playa con más de veinte personas. El pueblo es tranquilo. No pasa nada. Santa María es totalmente distinta. Es el resort número uno y el de más trayectoria de Cabo Verde. Lo descubrieron las tripulaciones de la South African que tenían que hacer una pausa en sus vuelos intercontinentales cuando por el apartheid les estaba vetado el espacio aéreo africano. Luego se corrió la voz, llegaron los rusos de Aeroflot que hasta se construyeron un hotel exclusivamente para sus tripulantes, los italianos, alemanes, ingleses, franceses y españoles. La playa de Santa María son once kilómetros de una deliciosa arena blanca-dorada donde hay tanto espacio que es imposible llegar a tener ni remotamente la sensación Rimini. Puedes caminar kilómetros de kilómetros mojándote los pies en el verde del mar. Pero también son mías la playa de Lajinha que llamo cariñosamente la Copacabana de Mindelo, Salina con sus curiosas formaciones rocosas en Fogo y las piscinas naturales de Faja de Agua en Brava y Juncalinho en Sao Nicolau.

lunes, 7 de marzo de 2011

PANTA, LA SELVA Y ROGER

Parafraseando a Santiago Roncagliolo, los libros de Mario Vargas Llosa están en el ADN de todos los escritores del Perú y por un camino u otro siempre nos topamos con él. En el artículo que le dediqué en este mismo espacio a la Feria del Libro de Frankfurt en octubre del año pasado, coincidiendo con la noticia del Nobel, llamé a MVLL escritor de cabecera de mi familia. De hecho mi primer recuerdo asociado a él es curiosamente una pelea entre mi padre y mis hermanos mayores porque alguno de ellos había cogido la novela de Pantaleón y desde entonces el libro había desaparecido de la biblioteca paterna. Tratándose de literatura adulta, yo que por esas épocas contaba con menos de diez años de edad simplemente ignoré el entuerto... hasta que seis años más tarde me llevaron a ver la película.

Como hace mucho que no vivo en el Perú, unos días atrás recién pude leer la edición especial del suplemento Dominical del Comercio dedicada al „Nobel más esperado“. Una de las columnistas, la guapa sexóloga peruana Romina Vaccarella, comienza su artículo titulado Los caminos del deseo con un recuerdo de adolescencia que me impresionó mucho por ser casi idéntico a un recuerdo mío. Me permito reproducirlo cambiando el título de la película:

Recuerdo el impacto emocional y erótico que tuvo en mi adolescencia la película „Pantaleón y las visitadoras“ (no la de Lombardi sino la primera co-producida por el mismo Varguitas y rodada en los años 70 del siglo pasado en la República Dominicana – N.A.); el solo hecho de asistir con mis padres – yo tendría unos doce o trece años – me hacía sentir un tanto „clandestino“. Sabía que entraba con ellos a ver una película no precisamente para menores y eso generó en mí una cierta sensación transgresora, permisiva y confusa que me hizo sentir, por qué no decirlo, algo excitado.“

Recuerdo cómo llegamos caminando al ahora difunto cine San Antonio, compramos los boletos en caja con los soles que mi padre llevaba prolijamente doblados en el fondo de su bolsillo del pantalón – nunca lo vi usar una billetera – y luego la mirada inquisidora del controlador como diciendo y este mocoso qué pito toca en esta peli. Solo que el mocoso iba acompañado de papá y mamá así que adelante joven. Me halagaba el hecho de que me llevaran a ver con ellos cine „para mayores“, me sentí adultísimo admirando a Camucha Negrete en el papel de Brasileña y viendo al propio Mario en un rol secundario de un minuto como comandante de la guarnición que recibe un convoy de visitadoras.

La Iquitos de la película no tenía mucho de la que yo recordaba haber conocido de pequeño. Muchos años después me enteré de que el gobierno militar peruano de turno había vetado la realización del proyecto en la Amazonía y por eso el equipo de producción optó por llevarlo a Santo Domingo.

Hace poco descubrí casualmente un vídeo en el que MVLL cuenta lo complicado que fue el rodaje por los dos huracanes que asolaron el set caribeño: uno meteorológico que destrozó el decorado y otro made in México llamado Katy Jurado, la diva que Mario eligió para hacer de Chuchupe y que a las cinco semanas tuvo que echar porque no soportaba sus exigencias que iban desde aviones, barcos y guardaespaldas hasta un baño exclusivo para ella cuando en todo el set de filmación había tan solo dos cabinas sanitarias para actores y técnicos. Acá tienen el enlace:

http://www.youtube.com/watch?v=eGuLcEztG_E

Atando cabos, caigo en la cuenta de que la pelea familiar por la desaparición de Pantaleón coincide con el año en que a mi padre lo destacaron a Iquitos. El recuerdo más sensorial que me dejaron esos viajes a la vaporosa Amazonía es el momento de acercarme a la puerta del avión después del vuelo Lima – Iquitos para recibir una cachetada de aire caliente y húmedo. Inolvidables también los viajes que hicimos en hidroavión sobrevolando el Amazonas, el Napo, el Curaray y viendo de lejos el Putumayo.

El mismo Putumayo donde cien años atrás un celta sereno que soñaba con la independencia de su Irlanda natal, Roger Casement, fue testigo en más de una oportunidad del oprobioso trato que los caucheros daban a los indígenas de la región. Un gran tipo, el pelirrojo Roger, denunciante de abusos y gran amigo de los muchachos musculosos de la llanura amazónica.

Cuando comencé a leer El sueño del celta, me llamaron la atención las insinuaciones del narrador dirigidas al interés manifestado por Roger hacia la anatomía masculina tanto de los muchachos del Congo belga como de las ciudades amazónicas. Fue una grata sorpresa toparme con un entrañable personaje protagónico de sexualidad heterogénea dibujado por MVLL. Lo triste es que Roger, víctima de su época y su educación, se tuvo que conformar con encuentros furtivos y de corte comercial. Cuando ya se había consagrado por entero a luchar por la independencia de Eire, se dejó seducir por la belleza de un mata-hari noruego que lo delató y contribuyó a que Roger terminase en la horca. ¡Al Putumayo con el traidor escandinavo!