jueves, 23 de junio de 2011

DOS HERMANAS ESCOCESAS

- ¿Te presto alguno de mis abrigos de piel a ver si disimulas tus cuantiosas zonas erróneas, Glasgow? le pregunta maliciosa Edimburgo a su hermana y eterna rival.

- Ay, Edin, desde que el cirujano famoso catalán te implantó ese esperpento de Parlamento en el pecho estás in-so-por-ta-ble. Y por si fuera poco, el médico se muere durante la operación y la cosa termina costando el cuádruple de lo que habían presupuestado. Así que no me vengas con cosmética, ya te dije que tú podrás usar muchas pieles pero ni siquiera tienes ropa interior decente.

- Eres una envidiosa, Glasgow, porque yo soy bella y -después de Londres- el lugar más visitado del reino. ¡Toma!

- No me obligues a repetir el eslogan del 83, Edin, ya sabes: Glasgow's miles better! O si prefieres Glasgow smiles better, ya sabes que mis hijos y yo tenemos fama de ser mucho más amables que uds.

- Más respeto, oye, que paso un decreto, te corto el caño y te quedas sin los Juegos de la Commonwealth del 2014.

- Ni se te ocurra o te mando un escuadrón conjunto de hooligans del Celtic y Rangers, en buses separados, por supuesto, para que veas lo que pasa cuando se meten con nosotros.

- ¡Típico, Glasgow! Eres una atorrante, bravucona y borrachosa. No produces otra cosa que no sean titulares de vandalismo y crímenes por drogas.

- Perdón, Edin, no te confundas: soy una ciudad post-industrial pero qué vas a entender tú con ese remedo de Disneylandia en kilts que montas cada verano en tu castillo.

- Hello? El Royal Military Tattoo es una de las atracciones turísticas más importantes del Reino Unido. Ya quisieras tú generar 88 millones de libras esterlinas en 22 días, hermanita proletaria.

- ¡Qué poca memoria tienes, hermana! En el año 90 que fui Capital Cultural Europea ganamos mucho más que tú con tus espectáculos ridículos.

- Sí, y me acuerdo que en Londres no podían creer que tuvieras el descaro de postularte como capital cultural. Con todo mi cariño de hermana te digo una cosa: serás capital pero de las ruinas de astilleros, fábricas y siderúrgicas

- A ver, Edin, ¿cuántos barcos has construido en tu vida, ah? Y ni te pregunto por locomotoras, ferrocarriles, motores y mucho más. ¿Quién ha sido la Second City of the Empire, a ver, tú o yo?

- Uff, de eso ya pasó más de un siglo, querida. ¡Aterriza! De nada te sirven tus glorias del pasado. Estamos en 2011.

- ¿Y qué universidad tiene más premios Nobel, a ver?

- Habrás pagado para que ganen, Glassi.

- Tú podrás ser más bonita, Edin, pero yo soy excitante, cosmopolita, tengo sangre irlandesa, italiana. Tú, purita Escocia nomás, la cosa más aburrida... con mucho Parlamento pero ni siquiera tienes un país independiente que gobernar.

- Ya vas a ver, hermana, espérate que en unos años haremos el plebiscito y esta vez sí vamos a ganar la independencia de Inglaterra, espera y verás.

- Sueña, Edin, sueña. Yo me voy a tomar una cerveza y luego unos whiskycitos mirando el clásico Celtics - Rangers.

- ¿No te lo decía hace un rato? Eres una borracha. No te olvides de poner suficientes policías en el estadio, en el centro y por todas partes... ya sabes de lo que son capaces tus hijos...

- No hace falta que me lo recuerdes, querida. Y tú, sigue tirando la plata por la ventana con los nuevos estrados para tu Tattoo remedo de Disneylandia.

jueves, 2 de junio de 2011

EL HOMBRE PROPONE

Carlos sale de la casa con los minutos contados para tomar el metro y alcanzar el tren al sur en la estación central. En uno de los túneles, el metro se queda parado. Ni para adelante ni para atrás. No importa, piensa Carlos optimista, esos trenes al sur casi siempre llegan tarde. Finalmente el metro retoma la marcha, más lento que de costumbre, pero avanza. Llega a la estación central dos minutos después de la hora de salida del tren. Carlos corre – siempre con la esperanza del retraso de su tren – pero cuando llega al andén se da con rieles vacíos.

Busca la siguiente opción, sabiendo que perderá por lo menos una hora en llegar a Basilea, la primera ciudad suiza después de la frontera. Su plan original era hacer una parada de una hora en Friburgo, una estación antes de Basilea, dejar el equipaje en su hotel y proseguir el viaje, ligero no solo de cascos sino de peso. Pero el túnel le jodió el plan. Tendrá que ir con hatos y garabatos a su reunión y seguir arriándolos durante toda la jornada. Para variar, el tren veloz TGV, que es su segunda opción, sale con un retraso de veinte minutos. Típico – el tren que uno quiere que se demore, sale puntual y el siguiente, que uno quiere que salga a la hora en punto, se atrasa.

Cumple Carlos con su ajetreado programa de entrevistas y visitas en Basilea: almuerza con una encantadora mexicana que le recuerda a Laura Esquivel, toma el café de la tarde con su viejo amigo francés de 92 años, visita a la inquieta uruguaya Lorena que lo invita a degustar los ravioles más ricos que ha probado en siglos – rellenos de queso feta y tomate, servidos con verduras en juliana y salsa de albahaca y, por si fuera poco, elaborados por otro inquieto charrúa.

Grávido de deliciosas pastas, se dirige Carlos a la cita más importante del día: su mejor amiga Silvia llega en un tren... que no tiene atraso. A las diez de la noche el primer logro ferroviario de la jornada. Pero por ser tan tarde, ya no circulan los trenes rápidos y el viaje a Friburgo demora más del doble. Llegan exhaustos y cual zombis se suben a un taxi que los lleva al hotel. Oh, surprise! Al lado de las puertas cerradas un discreto avisito reza „La Recepción cierra a partir de las 22:00 horas“. ¿Y ahora qué? ¿Esperar? Ni siquiera un número de teléfono para emergencias. Silvia está demasiado agotada para hacerle reproches a su anfitrión por no haber tomado las precauciones del caso. Carlos piensa que si ella hubiera tomado el tren anterior no se estarían viendo ahora en tan penosa situación.

En una de las ventanas del primer piso (o segundo – en tierras ultramarinas) se ve luz. Carlos se dedica a dispararle moneditas suizas con la esperanza de que algún huésped bien intencionado se asome y les abra la puerta. Pero las monedas se pierden al caer entre los adoquines de la calle y desde arriba no hay la menor reacción. Silvia y Carlos siguen esperando que tal vez llegue otro huésped y los deje entrar. Pasa por delante de la puerta un despistado señor entrecano y se sigue de largo para luego girar sobre sus talones, coger las llaves y dirigirse hacia la puerta del hotel.

Alarma total. Carlos asalta sutilmente al salvador en potencia, le explica su desesperada situación y el benevolente sexagenario los deja entrar. Allí encuentran el teléfono de emergencia y diez minutos más tarde están cómodamente instalados en su habitación. No saldrán de ella hasta el domingo...pero no por lo que pudieran pensar los avezados lectores. Tan estresada está Silvia, que al hallarse al fin en condiciones de reposar le sobreviene una fiebre con escalofríos. Con las justas siente fuerzas para bajar a tomar el desayuno en el restaurante del hotel y regresar al cuarto.

Un día y medio después, algo restablecida Silvia gracias a la atención de cuerpo entero de Carlos, se despiden y ella toma su tren de regreso al sur. Cuando se dispone a salir de la estación, una señora le pregunta a Carlos en el andén cómo llegar a la dirección de su alojamiento. Por su atuendo, pañuelo que le cubre la cabeza, y su tez morena, pareciera proceder del cuerno de África o del Sahel. Carlos no tiene prisa y luego de hacer las averiguaciones del caso la acompaña hasta su albergue que no está lejos de la estación. Conversando por el camino, ella le cuenta que se llama Salma, es profesora de idiomas y su familia viene de la aromática isla de Zanzíbar.

Cumplida la buena obra del día, Carlos regresa caminando al centro y cuál no será su asombro al encontrarse cara a cara con Tim, un ex-alumno al que no veía más de quince años y con el que mantuvieron una amistad deportiva en los últimos noventa. El esforzado estudiante de derecho se ha convertido en un exitoso maestro de yoga – disciplina que ya practicaba desde aquellas épocas. Su casual encuentro se prolonga por más de una hora, tienen mucho que contarse. Al despedirse quedan en intercambiar correos electrónicos con la certeza de que ninguno de los dos moverá ni un dedo.

Horas más tarde, Carlos regresa apurado a la estación pero igual no alcanza a tomar el tren al norte. Quería llegar a casa con suficiente tiempo para depositar sus maletas y seguir a la cita de aquella noche pero por la demora tiene que ir con todos sus bártulos y el sudor de su frente a la casa del anfitrión de la cena.

Carlos se acuerda de lo que solía decir su abuela: el hombre propone y dios dispone (añadiendo a veces: y el diablo lo descompone).