domingo, 31 de julio de 2011

DEL AGUA A BRAVA - PARTE 1

Brava es la más pequeña y remota de las islas habitadas de Cabo Verde. Tiene el tamaño y la forma de un corazón - eso dice al menos el himno que le dedicó el poeta bravense Eugénio Tavares (1867 - 1930). Por su clima benigno, no tan caluroso como Sao Filipe y Praia, la isla de las flores fue el lugar elegido para construir Nova Sintra, como su tocaya portuguesa, residencia de verano de la aristocracia local y una de las ciudades más peculiares de Cabo Verde con su alameda central y calles diagonales y perpendiculares. Sin embargo, es en Boston y Lisboa donde vive actualmente la mayoría de bravenses. Por su deficiente infraestructura y casi total ausencia de oportunidades laborales, la emigración es la opción de muchos.

(Vista aérea de la villa de Nova Sintra)

Brava es una mujer que en 1900 va caminando cabizbaja y presurosa del pueblo de Nossa Senhora do Monte a la villa de Nova Sintra. En el camino se cruza con un grupo de soldados que buscan al poeta y periodista Eugénio Tavares para arrestarlo, pues con sus arengas para mejorar las condiciones de vida del pueblo caboverdiano se ha vuelto un personaje incómodo para la burocracia colonial de Lisboa. Lo que la patrulla no sabe: el buen Eugénio fue advertido a tiempo por sus paisanos y logró escapar, vestido de mujer, hasta un barco que lo llevó a Nueva Inglaterra, lugar que desde antes de 1800 alberga una importante colonia de caboverdianos.

(Niños bravenses posan junto a la estatua de Eugénio Tavares)

Brava es Sónia, la mujer de Víctor, el hombre más rico de Nova Sintra. Educada en Portugal, dirige las dos pensiones de su marido y supervisa la formación de sus gemelos Iván y Raví que por las tardes reciben clases particulares de inglés y guitarra. En la villa dicen que Sónia te sonríe por delante y por detrás te clava el puñal. Víctor tiene la mirada de los tipos que pasan sobre cadáveres para conseguir lo que quieren. Su opinión sobre Eugénio Tavares es implacable: un hombre que se viste de mujer, al margen de los motivos que haya podido tener, no merece respeto alguno - dice con los ojos inyectados por el grog. Víctor es por cierto el mejor amigo de Herbert en Brava.

(En el techo de la pensión de Sónia, viendo la isla de Fogo en cuatro estratos)

Brava es Herbert, treintañero natural de New Hampshire y afincado en estas islas como gerente de la flamante empresa de trasbordadores veloces. Tiene la mirada pétrea y la estatura de un boxeador peso pesado. Su corte de pelo delata su paso por el ejército más poderoso de la tierra, desde donde fue reclutado para el ambicioso proyecto de modernizar el transporte interinsular caboverdiano. Herbert trata siempre de captar la atención de la gente por donde sea. Si va a borde de las naves de su empresa, se planta delante de los pasajeros, las manos en las caderas cual sargento frente al pelotón que dirige, desafiando el feroz oleaje de la Mar d'Canal que a él no lo afecta en absoluto mientras la mitad de los pasajeros padece llenando las bolsitas de mareo que se encuentran frente a sus asientos. Cuando entra a un restaurante, saluda en voz alta a todos para que nadie deje de percibir su presencia, cosa que con la masa que desplaza es totalmente innecesaria. Y al salir del local, a veces se pierde en la oscuridad de la villa en compañía de una espigada mulata.

(Brava desde la Mar d'Canal - antes de que llegara el fast-ferry de Herbert)

Brava es Elfriede, vienesa cincuentona que se pasó vomitando los cuarenta minutos que duró la travesía de la isla de Fogo al puerto bravense de Furna por las agitadas aguas de la Mar d'Canal. Arriban al puerto a la hora de la cena, pero lo único que le apetece a ella es un té negro y encerrarse en su cuarto hasta que se le pase el malestar. Una vez recuperada, Elfriede recorrerá a pie buena parte de la isla de las flores, guiada en todo momento por el siempre atento Alino. Se cansará de tomarles fotos a las alamedas de hibiscos y cucardas, a los amables burritos que se le cruzarán por el camino cargados de bidones de agua y sus risueños conductores. Se dará un refrescante baño en las piscinas naturales del puerto de Fajã d'Agua y dirigirá miraditas embobadas a su guía kriolo.

Brava es Alino, la excepción a la regla: mientras los bravenses emigran, este simpático albañil con estatura de ropero, nacido hace 28 años en la vecina isla de Fogo, eligió vivir en Nova Sintra. La culpa la tiene sin lugar a dudas la encantadora Alcinda, su mujer y madre de sus dos hijos, Gilsson y Jelmisson. Como gran conocedor de todos los senderos de Brava, en sus días libres Alino también se recursea como guía de caminatas, familiarizando al viajero con los paisajes, la flora y la fauna locales. Pero lo que más le gusta es llegar al destino final de la ruta y que sus clientes le inviten una cerveza bien fría.

Brava es Alcinda, una mujer fuerte y, como toda caboverdiana, el pilar de su familia. Hasta hace poco vendía, balanceando una batea en la cabeza, papayas y mangos, papas, camotes y zanahorias por las calles de Nova Sintra para contribuir a la economía familiar. Un golpe de suerte y los buenos oficios de su marido, Alino, le consiguieron un contrato de trabajo como vendedora de gasolina en uno de los dos grifos de la villa. Su empleo es temporal, pero por el solo hecho de tener un trabajo pagado en Brava, Alcinda ya pertenece a la clase privilegiada de la isla de las flores.

(Alcinda y Alino durante una caminata en el monte Fontainhas, 974 m.a.s.n.m.)

Brava es Tony 1, nacido en Massachusetts pero descendiente directo de uno de los linajes fundadores de Nova Sintra. Con su tez clara y ojos azules, cuesta creer que este cincuentón tenga sangre africana en las venas. A pesar de haber nacido y crecido al otro lado del Atlántico, Tony 1 se siente profundamente kriolo y dice hablar con fluidez la lengua criolla de varias de las islas de Cabo Verde. Actualmente está invirtiendo todos sus dólares restaurando los solares de su familia en Fogo y Brava, con la intención de trasladarse completamente a la ilha das flores una vez que sus hijos se independicen. Este es un lugar ideal para desconectarse, dice Tony 1 antes de sumergirse voluptuoso en la piscina natural de Fajã d'Agua acompañado por la menor de sus hijas.

Brava es Tony 2, moreno de ojos claros, crecido como muchos bravenses en un ghetto de Providence, Rhode Island. A él, el país de las oportunidades ilimitadas no le brindó ninguna o tal vez, por su historia familiar desestructurada y como tantos caboverdianos sin una figura paterna, no las supo aprovechar y fue a parar a la cárcel por tráfico de estupefacientes con 22 años para después ser repatriado a su natal puerto de Furna. Allí logró rehacer su vida, se tatuó el mapa de Cabo Verde en el pecho, formó una nueva familia y gracias a sus conocimientos de inglés y su trato amable tiene muy buena demanda como guía de caminatas.

(Tony 2 al lado de las piscinas naturales de Fajã d'Agua)

miércoles, 13 de julio de 2011

CÓMETE ESOS PEPINOS

Hace un par de semanas, una diligente secretaria de salud alemana; la rubicunda Cornelia Prüfer-Storcks, comentaba ante la prensa que la creciente epidemia de la bacteria e-coli podría haber sido causada por pepinos españoles regados con aguas contaminadas. ¡Nótese el condicional „podría“!

Las consecuencias fueron devastadoras: según el sindicato español UGT, la disminución de la actividad agrícola en el sur del país ha afectado a unos 47.000 trabajadores del sector. En toda Europa; el verde pepino fue eliminado de las listas de compras y miles de toneladas del producto echadas a la basura. No solo en la ibérica presunta madre del cordero, también en el otro extremo del continente los comerciantes rumanos, por precaución, decidieron sacar del mercado toda la producción de este inocente vegetal acusado de un crimen que no cometió.

Días después, los medios propalaban los mea culpa de las autoridades sanitarias europeas, la consejera de agricultura de Andalucía mostraba su orgullo herido comiendo pepinos mediáticamente frente a cámaras de televisión y los granjeros perjudicados querían declararle la guerra a Alemania donde seguía cundiendo la incertidumbre al verificarse en los últimos estudios que el pepino NO era el trasmisor de tan peligrosos elementos que ya causaron la muerte de más de 40 personas. Los siguientes sospechosos fueron los brotes de soya de una factoría del norte de Alemania.

Según Mirjana Tomic, periodista y escritora serbia universal que viaja por el mundo con tres pasaportes, las atolondradas reacciones de los medios de prensa y consumidores en los mercados responden a dos simples estereotipos:

Si una profesional alemana dice ante la prensa que tal vegetal puede ser el causante de la epidemia, sin mayores cuestionamientos TODO el mundo le cree. Al fin y al cabo, los alemanes tienen fama de ser gente muy correcta y precisa en sus apreciaciones. Doña Cornelia ni siquiera dijo que tenía la certeza, sino que los pepinos andaluces „podrían“ ser los causantes del brote de e-coli y ya estaban las pobres cucurbitáceas arrimadas frente al paredón de fusilamiento.

El estereotipo inverso afecta a los españoles, pródigos en muchas virtudes entre las que ciertamente no se cuenta la pulcritud. Significa que si Cornelia que es alemana dice que los pepinos españoles son cochinos, pues le creemos a Cornelia y tiramos al tacho los inofensivos vegetales andaluces, muy a pesar de los bien intencionados esfuerzos mediáticos de la consejera de agricultura comiendo pepinos.

Muy lamentable resulta el hecho de que las autoridades sanitarias no hayan aprovechado la ocasión para ilustrar al público que las e-coli pueden encontrarse en cualquier alimento que no haya sido hervido, no solo en pepinos, tomates, lechugas o brotes de soya.

Lo mismo vale para la industrialización de la producción de alimentos: la crisis del e-coli ha puesto en evidencia que por ejemplo los cajones de lechuga viajan junto con vacas en un mismo camión. O que numerosas personas que trabajan en la cosecha viven en condiciones tan precarias que ni siquiera cuentan con instalaciones sanitarias adecuadas, lo que explica que sus excrementos entren en contacto con los alimentos producidos – ya sea en granjas asiáticas o plantaciones de pepinos andaluzas.

YO AMO A MIS MAMIS

Con 35 años recién cumplidos, Valeria fue por vez primera a visitar la tumba de su madre. La mujer que le dio la vida, perdió la suya cuando era aún muy joven. El padre de Valeria, a la sazón un arquitecto en la treintena, no tardó en encontrar otra mujer, sin hijos, dispuesta a casarse con él y asumir la maternidad responsable de sus dos hijas, Elena y Valeria. Varios años después, llegaría Mariela para completar el trío de féminas.

Valeria siente un profundo cariño por Selma, la mujer que la crió, y está convencida de que su madre postiza dio lo mejor de sí para afrontar la difícil tarea que le tocó. Ella era una adolescente cuando se enteró de que su madre biológica llevaba ya dos lustros en otro plano de existencia y tan solo Mariela “era hija de Selma”. Al principio, le adjudicó su escasez de abrazos a la ausencia del vínculo uterino. Dos décadas más tarde, convertida Valeria en madre de dos hermosas niñas, surgió en ella la necesidad imperiosa de saber más acerca de Luchi, su madre biológica y un tabú familiar desde la llegada de Selma a la vida del arquitecto y sus dos hijas pequeñas.

Viviendo Valeria a once mil kilómetros de su gris ciudad natal, la tarea no fue fácil y puso a prueba toda su tenacidad. En su proceso de búsqueda, descubrió también que Selma había tenido una relación muy fría con su madre y ese era el motivo de su evidente sequedad con las tres niñas, propias y ajenas, que le tocó criar.

Conversando con su hermana Elena, surgió un asunto que había desterrado completamente de su memoria: después de serle revelada la noticia de la muerte de Luchi a Valeria, Elena le preguntó en más de una ocasión si no tenía ganas de acompañarla al cementerio y cada vez le había contestado que no. 35 años después, Valeria no se acordaba absolutamente de las gentiles invitaciones de su hermana.

Sus demás parientes resultaron ser una pésima fuente de información: tu mamá era buenísima, tu mamá era lindísima. Sí, pero qué más... reclamaba Valeria y sus informantes involuntarios se perdían en alabanzas y zalamerías. Ella quería saber por ejemplo cómo había sido la relación de su madre con su suegra, si habían tenido roces – como suele ser – pero era como caminar a ciegas, no hallaba luz por ninguna parte. En la casa donde creció, nunca se hablaba de Luchi, Valeria jamás vio una foto de su madre biológica hasta que Elena le reveló que tenía una escondida con el sigilo necesario para no enfadar a Selma.

En el cementerio, Valeria constató con mucha pena que el nicho no estaba sellado con una lápida de mármol, como correspondería a una familia de clase media acomodada, sino se había quedado con el cemento aplicado provisionalmente en el momento del entierro, hacía más de tres décadas.

El contacto retomado entre Valeria y Luchi comenzó a manifestarse en dimensiones sensoriales: una noche tibia, Valeria salió a fumar un cigarrillo al jardín. De repente sintió un aroma floral que la envolvía y no correspondía a ninguna de las flores existentes en su jardín ni los de los vecinos. Cuando en las noches siguientes salió al jardín en busca del dulce aroma de aquella noche, no pasó nada. Tiempo después recibió la visita de su padre. Habían salido a fumar al jardín cuando el perfume misterioso volvió a aparecer. Su padre, con la incredulidad grabada en la cara, le puso la mano sobre el hombro y le dijo es el perfume que usaba tu mamá.

En su última visita a su ciudad natal, Valeria decidió ponerle una lápida decente al nicho de Luchi. La mandó a hacer en la mejor marmolería y convocó a sus padres y hermanas a una ceremonia íntima pero emotiva. A Selma le dijo que estaba cordialmente invitada pero que no se resentiría en lo más mínimo si prefería abstenerse.

Al descascarar el cemento antiguo, el sepulturero constató que después de tres décadas la tapa del ataúd se había deshecho. Les preguntó a los deudos entonces si le querían echar una última miradita a su difunta, antes de sellar el nicho. Valeria vaciló una fracción de segundos pero sus hijas, ya adolescentes, la animaron y acompañaron a despedirse del montoncito de huesos que quedaban de Luchi. Selma abrazó a sus hijas, nietas y todos juntos fueron al mejor restaurante a comer en memoria de la mujer que había dejado de ser tabú.