sábado, 14 de enero de 2012

Y DEL CIELO CAYÓ UNA VACA

Así comienza Un cuento chino, la película del talentoso guionista y director argentino Sebastián Borensztein (Buenos Aires, 1963). A bordo de una barca en un río de la China, una joven parejita está a punto de comprometerse y justo cuando Jun, el risueño pretendiente, se retira a popa para buscar los anillos, cae del cielo una vaca con tan buena puntería que se lleva a la novia hasta el fondo del río, dejando a Jun viudo antes de haberse casado.

¿En qué argentinada me he metido? es lo primero que me pasa por la cabeza al terminar la primera escena... vacas cayendo del cielo, la p*** que los parió. Mi asiento queda en una esquina de la sala al lado opuesto de la salida así que tampoco es como para abandonar el cine incomodando a toda una fila de incautos espectadores. Veamos cómo continúa.

La acción pasa a Buenos Aires, claro que primero hay que enderezar el cuadro que aparece boca arriba, al fin y al cabo estamos viajando a las antípodas de la China, y se mete en una porteñísima ferretería de barrio donde el maniático de Roberto (genial caracterización de Ricardo Darín) está contando uno por uno los tornillos que contiene la caja que dice „350 unidades“ pero en efecto solo vienen 325. Harto de que siempre lo estafen con la mercancía, el avinagrado cincuentón llama, reclama y putea al distribuidor.

Así vamos conociendo la vida ordenada y monótona de este ferretero solterón y la estricta rutina que sigue día tras día. Desayuno, trabajo, cena y por las noches – antes de acostarse – dedicarse a su hobby de coleccionar noticias insólitas de todas partes del mundo y apagar la luz en el instante en que su radio-reloj marca las 23 horas 00 minutos 00 segundos.

Los fines de semana, al gruñón de Roberto le gusta hacer pícnic al lado del Aeroparque de Buenos Aires para ver pasar los aviones que no ha tomado ni piensa tomar nunca. En una de esas tardes aeronáuticas, es testigo de cómo un chino es arrojado a la calle desde un taxi. Obviamente se trata de Jun. El muchacho no habla ni una palabra de castellano pero lleva tatuada en el brazo una dirección donde espera encontrar a su ta-puo, su padrino emigrado a la Argentina hace bastante tiempo. A regañadientes, Roberto conduce a Jun a la dirección del tatuaje donde evidentemente nadie conoce a chino alguno. Después de buscar ayuda en la policía y terminar dándole un cabezazo al impresentable custodio del orden, resuelve llevarse al chino a su casa en busca de una mejor solución.

El meollo de la deliciosa comedia de Borensztein está en la convivencia – o el intento – de esta desigual pareja que ni siquiera habla el mismo idioma: ermitaño porteño de cáscara agria pero corazón tierno y su indefenso protegido chino. Enriquecen la trama personajes secundarios desde entrañables – como Mari, la eterna admiradora de Roberto, que sin palabras entabla amistad con Jun – hasta insoportables – como el estirado cliente sabihondo de la ferretería.

Un cuento chino es de esas películas que uno no quiere que terminen, que te dejan con una sonrisa en los labios y ganas de más. ¡Gracias, Sebastián! ¡Gracias, Ricardo Darín e Ignacio Huang!


viernes, 6 de enero de 2012

LOS SEÑORES DIRECTORES

Tres años atrás, el festival ibero-afro-americano se anunciaba prometedor con películas y todo un programa cultural variado y de calidad. Con tamaños organizadores, a saber una diva caribeña, tan resoluta ella como caótica, y su contraparte de las antípodas, un chileno etéreo pero muy estructurado, la cosa iba por buen camino. Tan estresado estaba el binomio con la coordinación que me asignó la agradable tarea de hacer una visita guiada por el centro de Frankfurt con dos directores de cine noveles que venían a presentar sus respectivas películas. De las islas Canarias uno, del noroeste de México el otro. También se apuntó al paseo la acompañante del último, una encantadora y juvenil actriz española.

Pasamos una tarde deliciosa con ese cuarteto de acentos diferentes. El clima no podía estar mejor: un sol de mayo tibio pero no achicharrante. Subimos a mi mirador favorito (200m de altura), inicio obligatorio de todo recorrido turístico conmigo. Exploramos las callecitas más simpáticas del centro con las consabidas paradas logísticas y culinarias – es decir para aliviar vejigas y degustar exquisitos helados, cafés, tortas y chelitas de la comarca.

Yo todavía no había visto las películas de los susodichos, pero de solo conversar con ellos, tipos simpáticos, con chispa, buena onda, mi curiosidad iba en aumento... y no me decepcionaron. Una creatividad, una imaginación – me quedé boquiabierto y orgulloso de haber podido compartir con ellos el paseo de aquella tarde.

El mazatleco Alan Jonsson, tremendo director y guionista, cuenta en MORENITA, una historia alucinante: un malandrín chapucero se mete en problemas con el cártel de Tijuana y para saldar sus deudas no tiene mejor idea que secuestrar con ayuda de su abuelo la sacrosanta imagen de la virgen de Guadalupe para pedir una fuerte suma de rescate a los obispos titulares de la basílica. Absolutely weird!

El canario Juan Carlos Falcón no se queda atrás: su film LA CAJA, una comedia negra sobre el velorio del que en vida había sido un franquista hideputa y abusivo y la forma en que sus deudos y vecinos se vengan póstumamente de él. Con su talento y encanto, Juan Carlos logró congregar a un ramillete de primeras actrices: Ángela Molina, María Galiana, Elvira Mínguez y Antonia San Juan. Así enganchó también a Vladimir Cruz, el recordado David de la cinta cubana de culto „Fresa y chocolate“.

Lástima que con el festival se terminara la colaboración entre la diva cubana y el chileno espigado. Se pelearon tan feo que hasta el día de hoy no se hablan y desde entonces no se ha hecho más eventos ibero-afro-americanos en esta ciudad. Una lástima.

jueves, 5 de enero de 2012

MADRUGANDO CON AC/DC

Frankfurt, cuatro de la madrugada de un lunes de octubre. A instancias del gran Johnny, mi editor, hace unos días acepté ser parte del grupo de escritores invitados a presentarse esta noche en el Consulado peruano de Ginebra. Llegamos puntualmente a recoger el carro de alquiler e incluso tenemos la suerte de recibir, por el mismo precio, un confortable bólido teutón de una categoría superior a la que habíamos reservado. Nada mal para cinco pasajeros y un trayecto de siete horas – pausas incluidas. Como somos dos los conductores registrados y manejar de noche no es lo mío, Johnny asume la primera parte de la manejada, saliendo de la capital financiera de Europa hacia el sur.

A mí en general no me gusta madrugar. No salí para nada a la buena de Pochita que me trajo al mundo y empieza a deambular por su casa entre las cinco y las seis. Si puedo, no me levanto nunca a oscuras, sino recién cuando ya está clara la mañana, y en esa primera hora soy muy sensible a los ruidos. No soporto lo que para mucha gente es la apertura del día: encender la radio o la TV. Puedo hacer una excepción si estoy en casa ajena y si el volumen es apenas audible.

Después de varias noches de juerga, Johnny me había jurado y perjurado que se iría temprano a la cama para estar en forma al volante. Muy loables intenciones que ciertamente no pudo cumplir ante la proliferación de germanas tentaciones. ¡Cómo tomártelo mal, Johnny! Si con tus fachas y corazón de rockero – melena y casaca de cuero inclusive – eres un seductor profesional dotado de un hígado a prueba de alcoholes de alto calibre.

Para despabilar al susodicho no hay mejor música que un buen rock clásico. Por eso zarpamos bien equipados con una selección de discos compactos para ir matizando las autobahnen alemanas y suizas. No pueden faltar los míticos AC/DC, Aerosmith, Guns & Roses, Bonjovi entre muchas otras luminarias de los cabellos largos, guitarras eléctricas y palpitante percusión. En mi función de copiloto, no me queda más remedio que someter mis oídos sensibles a la agresión musical matutina que mantendrá despierto a Johnny hasta el próximo relevo. Y lo que es mucho peor: ni siquiera tengo mis tapones a la mano, accesorios infaltables en mi neceser de viaje que se encuentra a dos metros de mi asiento, bien guardado en el fondo de la maletera. ¡Muy mala logística!

Finalmente amanece. ¡Qué alivio! Un desayuno ligero a la altura de Baden-Baden y asumo el mando del bólido. Cambio de entorno musical: basta de melenas y estridencias. A lo mejor un poco de radio. Así llegamos hasta la frontera suiza y más adelante, a la altura de Berna, Johnny retoma el timón del auto. Ya falta poco para el mediodía y mis oídos felizmente han perdido la sensibilidad del madrugón. ¡Adelante, Steven Tyler, danos todo, muchacho!

PRIMERA LECTURA A LOS COLONIENSES

Es un viernes de mayo del año 2009, tarde hermosa de primavera en la ciudad de Colonia (Köln, para los germanos). Carlos está alegremente nervioso. Se ha pasado dos días ensayando para lo que será la primera lectura pública del libro que acaba de escribir y se publicará en un par de meses. No estaba seguro de qué párrafos serían los más interesantes para compartirlos con el público y le consultó a su amigo Robert, quien - sin dudarlo un segundo - le dijo escoge los más sexy. Buen consejo.

La lista de invitados a las tertulias colonienses anteriores lo intimida en cierta forma, al fin y al cabo figuran en ella escritores famosos. Hoy en cambio le toca a un ilustre escritorzuelo desconocido. A las ocho y quince en punto, el organizador y anfitrión del evento saluda al público y les presenta brevemente a Carlos... igual mucho que contar no hay. El primerizo respira hondo, bebe un trago de su limonada aromatizada con litchi y comparte con la audiencia cómo es que le dio por escribir su Coctel Selva Negra.

Comienza a leer a una velocidad precipitada el capítulo titulado Ediana, dime cuántos, cuántos, cuántos, en el que un chico inexperto se enamora de una brasilera un poco mayor que él – pero mucho más recorrida – y los celos retroactivos que le provoca el currículum de su inquieta namorada paulista. Al escuchar risas entre el público, se siente sumamente halagado ya que eso constituye para Carlos el mayor reconocimiento al que puede aspirar un escribidor.

Prosigue con Judith y el tatuaje de Pink Floyd, donde el narrador tratará infructuosamente de seducir a una muy original rockera mexicana con cara de novicia pero corazón de heavy metal. Remata la lectura con el tesoro de Monsieur Rémy, donde un encantador nonagenario francés que dirigió durante medio siglo el emporio de moda de su difunto marido suizo, pierde la cabeza por un treintañero que ha puesto la mira en su bien administrada herencia helvética más que en la nobleza de sus sentimientos.

Al finalizar la atropellada lectura, la incauta y probablemente confundida concurrencia aplaude y Carlos se siente un escritorzuelo tardío y feliz. Solo le piden, sugieren que por favor lea un poco más despacio para poder apreciar mejor su lenguaje. Un muchacho – seguramente estimulado por sustancias psicotrópicas – llega al extremo de aplaudir de pie, causando tanta sorpresa en el autor como en el resto de la audiencia y días más tarde plasma su experiencia en un simpático y benevolente artículo. ¡Gracias, Jorge!