jueves, 23 de agosto de 2012

DAMAS DE PRIMERA

Un frío día de enero – invierno boreal – le proponen a Carlos un negocio redondo: recibir y atender a un comité de dignísimas damas de una no menos digna nación ubicada entre el Pacífico y el Caribe. El asunto suena muy bien y la perspectiva de ganarse unos euros, adquiriendo además contactos en las altas esferas de la sociedad ultramarina, hace la oferta aun más tentadora. Hay cuatro meses de tiempo para preparar la ilustre visita y tanto Carlos como Imelda y Cecilio, los iniciadores del proyecto, compatriotas y anfitriones de las damas durante la segunda mitad del viaje, ponen manos a la obra para que todo salga a pedir de tan distinguidas bocas.

Si los repentinos cambios de itinerario son un manantial de inconveniencias, aun más difícil es consolidar el pago adelantado de servicios. Tratándose de una primera relación comercial, lo usual es acordar un abono previo del 50 por ciento para garantizar las reservas y demás prestaciones por contratar. Carlos, algo más versado en temas de turismo comercial que sus dos colegas, insiste en el tema pero desde la otra orilla del océano no hay reacción. Confiando en la honorabilidad de la clientela y los buenos oficios de Imelda y Cecilio, Carlos se arriesga y reserva una serie de hoteles y servicios en nombre propio.

Una semana antes de la fecha de llegada prevista, la directora del comité solicita la cancelación de todas las reservas. Quieren los buenos oficios de Carlos pero sin todo lo demás. Aplazan el tema de los inevitables gastos de cancelación hasta el encuentro personal en Berlín. A modo de confirmación del contrato, la víspera del vuelo intercontinental le transfieren una quinta parte de la suma estipulada. A Carlos no le queda sino realizar una operación kamikaze: encarar al enemigo en vivo y en directo y luchar cuerpo a cuerpo por su saldo de euros. Se le pasan por la cabeza medidas radicales como confiscar los pasaportes y no soltarlos hasta el pago del último euro.

Aeropuerto de Berlín-Tegel. Llega el comité de distinguidas, alegres y dicharacheras damas, con la directora por delante, una amable cincuentona con cara de ardilla. La sigue otra señora cuyo rostro delata numerosas cirugías y parece salido de una serie B de la TV americana. Otra de las señoras bordea el siglo y tiene que ir asistida de una muchacha más joven. Las demás, tranquilas y observadoras, destaca entre ellas una treintañera de mirada enigmática.

Al término de un viaje de más de 20 horas, no es el mejor momento para tratar temas delicados, así que Carlos espera pacientemente hasta llegar al hotel. Oh sorpresa la que se llevan todos cuando llegan a la recepción y la atenta joven les informa que la reserva del grupo ha sido cancelada. Carlos teme lo peor, que sus clientas han sido estafadas por granujas del otro lado del Atlántico.

Media hora y diez llamadas internacionales después, se aclara el asunto. En la cartera de la caótica directora estaba la confirmación de reserva con un número de emergencia para solucionar el desarreglo. Las distinguidas damas cenan y Carlos se reúne a ajustar cuentas con la jefa. Recibe una cuota más de las cinco que abarca el paquete, fijan los puntos del programa, los costos que, según ella, habrán de repartirse entre las demás participantes ya que ella misma va como becada.

La mañana siguiente, después del desayuno, viene el aluvión: la amable dama le comunica a Carlos que las damas no están dispuestas a pagar un euro más y que prefieren prescindir de sus valiosos servicios en Praga, la siguiente escala del viaje. Que lo lamenta mucho pero que no lo puede cambiar. El ambiente entre las participantes es tenso, Carlos no entiende ni le interesan los procedimientos internos del comité, trata de disimular su disgusto y realiza el programa de visitas planificado para la capital reunificada. Ha contratado especialmente a un apuesto aborigen berlinés que estaba seguro haría las delicias visuales de las damas, si bien su castellano oxidado y amalgamado con portugués dejaba mucho que desear.

Entre líneas, sobre todo de la señora de mirada enigmática, Carlos se va enterando de los malestares al interior del comité: que la directora nunca les puso cifras claras – tal importe es para pagar tal servicio, que las señoras se sienten estafadas y que están financiando el viaje de al menos una persona más. No es asunto suyo, pero obviamente que Carlos no es el único perjudicado inmediato.

Qué mala idea tuvo la directora esa última mañana. Venirle a pedir que le reembolsara el último pago que le hizo. ¡Para qué habló! Carlos brincó de la silla, golpeó la mesa, que qué se había creído, después de todos los perjuicios que le estaban causando encima quería reembolso, pero ni soñando. Que no solo él sino las mismas personas del comité estaban quejándose de estafa. La distinguida señora entonces reunió al grupo y tomó las medidas disciplinarias del caso. Cuando llegó el minivan que las llevaría a la estación, todas ellas, menos una, se despidieron muy amablemente de Carlos que se quedó refunfuñando y sin conocer Praga en tan ilustre compañía.

HIERBITAS PARA CAPOTE

Por amable sugerencia de mi tocayo Ariza, me puse a leer la colección de relatos Music for Chameleons / Música para camaleones, de Truman Capote (1924 – 1984). Sería ufano y por lo tanto no voy a mencionar aquí que el buen Sergio, en su inmensurable benevolencia, tuvo la gentileza de escribirme que la lectura de Coctel Selva Negra le hizo recordar algunos relatos de Capote. Se agradece, tocayo.

¡Vaya descubrimiento, los camaleones! Y no solo por la cantidad y calidad de los distintos cuentos que componen el volumen. En el encantador episodio dialogado A Day's Work / Un día de trabajo, el narrador, llamado TC (cualquier parecido con el autor será pura coincidencia), acompaña a Mary Sanchez, la señora de la limpieza, durante toda su jornada laboral, casa por casa, por diversas calles y barrios de Manhattan. La espigada morena cincuentona es oriunda de las Carolinas, pero más adelante se casó con un portorriqueño, de ahí el apellido hispano y la conversión de bautista sureña a católica romana nuyoricana.

Después de limpiar el departamento de un piloto con problemas de alcoholismo, se toman un descanso y Mary, recientemente enviudada, un metro ochenta y cinco de estatura que contrasta con el inspector de zócalos de Capote, saca de su cartera un estuche de metal con un inusitado tesoro: todo un surtido de porros.

Pero lo mejor viene cuando Mary le explica a TC que son regalos de una de sus clientas, una dama católica muy fina casada con peruano. La familia del marido se la envía regularmente por correo. Mary enfatiza que ella nunca la usa hasta ponerse dura, solamente para quitarle un poco de fealdad a la vida. Enciende el primero, le ofrece un toque a TC pero él declina agradeciendo, es muy temprano.

A cuatro cuadras del piloto está el piso de Edith, una joven editora de moda. Normalmente, Mary se comunica con ella por notitas en la consola, pero una vez llegó a donde Edith y la encontró muy afectada en la cama. Venía de interrumpir un embarazo y, al preguntarle Mary por qué en vez de tomar esa medida tan radical no se había casado con el padre, ella le respondió que no sabía de quién era el hijo y lo último que quería era un marido o una criatura.

Siguen la rutina de limpieza en el departamento de Edith, con paredes repletas de libros desde el suelo hasta el techo. Mary trapea el piso, pasa el plumero por los estantes, siempre con su portaporros a la mano para aliviar la carga del día. ¿Estás seguro que no quieres un toque? insiste la morena, te lo estás perdiendo. Finalmente, TC da su brazo a torcer y es hora de cederle la palabra:

Vaya que he probado algunas hierbas poderosas, nunca tanto como para crear hábito, pero suficiente para juzgar la calidad y saber la diferencia entre mexicana corriente y contrabando de lujo como bastoncitos tailandeses o la suprema Maui-Wawi. Pero después de fumar un troncho entero de los de Mary y a mitad del segundo, me sentí como poseído por un espíritu delicioso, abrazado de una hilaridad locamente maravillosa: el espíritu me hacía cosquillas en los pies, me rascaba la cabeza, me besaba ardoroso con sus labios rojos azucarados, metiéndome su lengua de fuego hasta las profundidades de la garganta. Todo brillaba; mis ojos eran como telescopios; podía leer los títulos de los libros en el estante más alto...

En un arranque de picardía, TC le pregunta a Mary si alguna vez le ha hablado de estas delicias a su confesor. Lo que el Padre McHale no sabe, no le hace daño, responde como una flecha la morena, tómate un caramelito de estos para que te sepa mejor, es de menta.

La siguiente tarea es limpiar la casa de una pareja de ancianos judíos. Una vez allí, el ingente consumo de peruanidad les abre el apetito y se dan un festín con todo lo que encuentran en la refrigeradora. Ponen música, bailan ritmos latinos que Mary domina gracias al finadito. Hasta que de repente... (la continuación está en el libro, ¡lo siento!).