viernes, 30 de noviembre de 2012

DÍAS DE MAIO

Noviembre en el centro de Europa: cielo gris, ocho horas de “luz” – si ese cielo color panza de burro deja filtrar alguno que otro rayito de sol tenaz – y temperaturas poco gratas al sistema respiratorio. Momento perfecto para rememorar otros noviembres llenos de sol, de luz y calor. Por ejemplo el del 2011 que comenzó en la ciudad de Praia, capital del archipiélago africano de Cabo Verde. Fueron días de trabajo intenso, recorriendo cuatro islas con un grupo muy exigente pero algo despistado. Tres de los siete clientes no llegaron en el vuelo previsto sino que perdieron la conexión en Lisboa y llegaron un día después. Al final de la gira, caminando con ellos por el casco viejo de Mindelo, cuna de la célebre Cesária Évora, gritó mi nombre un muchacho cubierto con gorra y anteojos oscuros. No lo reconocí, pero una vez retirada la protección solar supe inmediatamente que era el buen Zeca, amigo querido de Susana y Yellow (ver post Acuarela de Mindelo). Quedamos en vernos en la noche, como de costumbre donde Susana, para luego tomar algo y disfrutar los encantos mindelenses, Zeca incluido.

Al día siguiente de madrugada, regresé a Praia para continuar desde allí a una de las islas más pequeñas y aisladas, la única que todavía no conocía: Maio. Llegar a Maio no es fácil, el único enlace marítimo desde la capital fue reducido de uno semanal a uno quincenal. Aparte de eso, solo hay dos vuelos semanales que no duran más de diez minutos para atravesar las doce millas que la separan de Praia... ¡cuando el vuelo no es cancelado a último minuto! Y eso es exactamente lo que pasó aquel 11.11.2011. Los serviciales colegas de TACV, la línea aérea de bandera, ya habían empezado a organizar un hotel para los náufragos no residentes en la ciudad, cuando se corrió la voz de que un impaciente pasajero estaba en negociaciones con el piloto de un jet privado para hacer un servicio particular ad-hoc de Praia a Maio. Me auné al grupo de insubordinados en vista de que ya tenía el alojamiento reservado en Maio. La cosa salió cara pero lo importante es que esa misma noche llegué a la Casa Bonita, pensión conducida por Regina, profesora alemana que decidió cambiar las aulas teutonas por el sol del trópico.
Patio y jardín de Casa Bonita
 
Con su don de gentes, sus oídos siempre atentos a las necesidades de sus clientes, su actitud servicial, Casa Bonita se convirtió en el punto de llegada de todos los europeos en busca de un alojamiento tranquilo y seguro en Maio. Con su afición por la música, sobre todo la percusión, Regina hizo muy buenas migas con afamados músicos caboverdianos. En un concierto conoció también a Ronald, él tenía 28 años, ella 58. Se hicieron amigos, se hicieron amantes. Ronald la ayudó a terminar la Casa Bonita. Formaban una pareja muy apasionada, si no hubiera sido por la afición de Ronald al trago y las drogas. Primero desapareció un billete, luego un artefacto de la casa, después el equipo de música. Pero más adelante vino lo peor: la violencia física y moral. Cuando conocí a Regina, Ronald llevaba preso seis meses, pero probablemente lo soltarían después de un año más. Con los nervios destrozados, Regina había regresado un tiempo a Alemania para recuperarse de aquel período tan difícil.
Colorida calle del pueblo de Pedro Vaz

De la mano de Regina conocí no solo las bellezas ocultas de esta pequeña isla, sino a todo un ramillete de curiosos expatriates: un grupo místico de italianos, caracterizados por andar tomados del brazo en grupos de tres o cuatro, todos con túnicas blancas y mochilas celestes. El bar de playa de Carol, una neozelandesa que había vivido en la mitad de países del mundo para terminar con su marido francés en el Atlántico de Cabo Verde. En un contenedor al frente de la iglesia de Nossa Senhora da Luz, el bávaro Wolfgang montó un chiringuito con bocaditos dulces y salados, pescados deliciosos pero la especialidad de la casa son las cinco o seis variedades de malagueta, la salsa picante de los caboverdianos, que Wolfgang combina con diferentes tipos de aceite, vinagre y guindillas. O Silvain, el joven cocinero francés que vino primero a trabajar con un compatriota suyo pero luego se enamoró de una morena y montó con ella su propio negocio en una azotea del centro. De Rüdiger me contaron que se volvió adicto al grog, el aguardiente de caña hecho en las islas, y tuvo que regresa a su natal Hamburgo para ser ingresado en un instituto psiquiátrico.

Miro el gris de noviembre desde mi ventana y quisiera volver a estar en Maio, conversar con Regina de esto y de aquello, decirle que espero que Ronald la deje tranquila cuando salga de la cárcel, invitarla a tomar una Strela en el chiringuito de Wolfgang, comprar dos pastéis para cada uno y rociarlos con sus malaguetas vanguardistas.