Al
día siguiente de madrugada, regresé a Praia para continuar desde
allí a una de las islas más pequeñas y aisladas, la única que
todavía no conocía: Maio. Llegar a Maio no es fácil, el único
enlace marítimo desde la capital fue reducido de uno semanal a uno
quincenal. Aparte de eso, solo hay dos vuelos semanales que no duran
más de diez minutos para atravesar las doce millas que la separan de
Praia... ¡cuando el vuelo no es cancelado a último minuto! Y eso es
exactamente lo que pasó aquel 11.11.2011. Los serviciales colegas de
TACV, la línea aérea de bandera, ya habían empezado a organizar un
hotel para los náufragos no residentes en la ciudad, cuando se
corrió la voz de que un impaciente pasajero estaba en negociaciones
con el piloto de un jet privado para hacer un servicio particular
ad-hoc de Praia a Maio. Me auné al grupo de insubordinados en vista
de que ya tenía el alojamiento reservado en Maio. La cosa salió
cara pero lo importante es que esa misma noche llegué a la Casa
Bonita, pensión conducida por Regina, profesora alemana que decidió
cambiar las aulas teutonas por el sol del trópico.
Patio y jardín de Casa Bonita
Con
su don de gentes, sus oídos siempre atentos a las necesidades de sus
clientes, su actitud servicial, Casa Bonita se convirtió en el punto
de llegada de todos los europeos en busca de un alojamiento tranquilo
y seguro en Maio. Con su afición por la música, sobre todo la
percusión, Regina hizo muy buenas migas con afamados músicos
caboverdianos. En un concierto conoció también a Ronald, él tenía
28 años, ella 58. Se hicieron amigos, se hicieron amantes. Ronald la
ayudó a terminar la Casa Bonita. Formaban una pareja muy apasionada,
si no hubiera sido por la afición de Ronald al trago y las drogas.
Primero desapareció un billete, luego un artefacto de la casa,
después el equipo de música. Pero más adelante vino lo peor: la
violencia física y moral. Cuando conocí a Regina, Ronald llevaba
preso seis meses, pero probablemente lo soltarían después de un año
más. Con los nervios destrozados, Regina había regresado un tiempo
a Alemania para recuperarse de aquel período tan difícil.
Colorida calle del pueblo de Pedro Vaz
De
la mano de Regina conocí no solo las bellezas ocultas de esta
pequeña isla, sino a todo un ramillete de curiosos expatriates: un grupo
místico de italianos, caracterizados por andar tomados del brazo en
grupos de tres o cuatro, todos con túnicas blancas y mochilas
celestes. El bar de playa de Carol, una neozelandesa que había
vivido en la mitad de países del mundo para terminar con su marido
francés en el Atlántico de Cabo Verde. En un contenedor al frente
de la iglesia de Nossa Senhora da Luz, el bávaro Wolfgang montó un
chiringuito con bocaditos dulces y salados, pescados deliciosos pero
la especialidad de la casa son las cinco o seis variedades de
malagueta, la salsa picante de los caboverdianos, que Wolfgang
combina con diferentes tipos de aceite, vinagre y guindillas. O
Silvain, el joven cocinero francés que vino primero a trabajar con
un compatriota suyo pero luego se enamoró de una morena y montó con
ella su propio negocio en una azotea del centro. De Rüdiger me
contaron que se volvió adicto al grog, el aguardiente de caña hecho
en las islas, y tuvo que regresa a su natal Hamburgo para ser
ingresado en un instituto psiquiátrico.
Miro
el gris de noviembre desde mi ventana y quisiera volver a estar en
Maio, conversar con Regina de esto y de aquello, decirle que espero
que Ronald la deje tranquila cuando salga de la cárcel, invitarla a
tomar una Strela en el chiringuito de Wolfgang, comprar dos pastéis para cada uno y rociarlos con sus malaguetas vanguardistas.