martes, 22 de octubre de 2013

¡QUÉ TAL RAZA!

Doce de octubre de 2013. En mi calidad de miembro más antiguo del equipo de español, el director me asigna la honrosa tarea de organizar la celebración de la fiesta nacional de España. A ver, con quién contamos: dos peruanos, una parejita española, una profesora mitad mexicana, un alemán casado con cubana y una maestra que ha vivido 18 años en España. ¡Perfecto!

Una vez distribuidas las tareas culinarias y enológicas, falta preparar unas palabrillas para inaugurar la fiesta con gracia, arte, relevancia histórica y sobre todo ¡brevedad! Revisando documentos, me entero de que el antiguo nombre de la festividad “Día de la Raza” surgió en un congreso ibero-americano en los primeros años del siglo XX.

¡Cómo olvidar ese nombre! Porque, en mi país, “tener mucha raza” equivale al ibérico “tener mucho morro” y mi hermana mayor – nacida en tan histórica fecha – nos refregaba su legitimidad para agarrar el mejor pedazo de comida o cualquier otra prerrogativa por ser justamente del Día de la Raza.

Me imagino encantado las caras destempladas que pondrán los colegas alemanes cuando les comente que durante más de 40 años España y muchos países hispanoamericanos llamaron así la fiesta del doce de octubre. En este país, la sola mención de la palabra Rasse ya basta para ser sospechoso de simpatizar con la ideología nazi.

Descubro también que aparte del Día de la Hispanidad, actual nombre del antiguo Día de la Raza, hay países que lo llaman Día del Respeto a la Diversidad Cultural (Argentina) o Día de la Resistencia Indígena (punto para los chicos malos de Venezuela y Nicaragua). ¡Qué irónico! Respeto a la diversidad cultural en una nación sudamericana que fomentó la extinción de su población aborigen. Prefiero aquello de la Resistencia Indígena, alineándome así por vez primera con los países del ALBA.

Para los indígenas del Caribe, en efecto, el encontronazo de dos mundos no fue nada propicio: un siglo después del “descubrimiento” no quedaba un solo taíno, lucayo, quisqueyano o caribe. Hatuey, Anacaona y muchos más seguirían en la memoria colectiva solo como nombres de leyenda. Un genocidio sin sobrevivientes para contarlo.

A modo de ejemplo muy concreto, mencionaré que nuestra encantadora colega, la señora Yvonne, natural de la isla de Cuba, tiene sangre europea y africana pero ni un mililitro de genes caribes. Obvio, si en el siglo XX, ya hacía cuatro siglos que habían sido aniquilados todos los indígenas de las Antillas. Y los del continente tampoco fueron afortunados precisamente: convertidos en esclavos de los colonizadores, desterrados de sus hogares, recluidos en reservas remotas, diezmados en las minas de la puna, demonizadas sus creencias ancestrales y humillada su identidad cultural.

Tampoco podrán faltar en mi recuento las ironías de la historia: como el hecho de que Cristóbal Colón muriera en 1506 convencido de que había llegado a las Indias. Y que mucho tiempo después de las evidencias científicas contrarias, la entidad encargada de gestionar las nuevas colonias se siguiera llamando Consejo de Indias. Indianos era también como se conocía a los españoles que volvían enriquecidos de las Américas y hasta el día de hoy a la población nativa americana se le conoce como indios.

Cómo se retorcería Colón en su tumba al enterarse de que un geógrafo friburgués colocó por vez primera el nombre de América en el mapa de las tierras recién descubiertas, pues estaba convencido de que otro italiano, Américo Vespucci, era el gestor de tan valerosa hazaña.

Pasando al aquí-y-ahora, delante de una mesa puesta con delicias de ambos lados del Atlántico, haré hincapié en el mestizaje culinario: ¿o puede alguien imaginarse una tortilla de patatas sin los tubérculos andinos? ¿O una peruanísima salsa huancaína sin ingredientes españoles como la leche y el queso? ¿De qué color quedaría el gazpacho sin el rojo de los tomates mesoamericanos?

A más tardar en este momento será oportuno alzar la copa para un brindis por el respeto a la diversidad cultural.