Es la una de la madrugada y por fin estoy en mi céntrico hostal del Barrio de las Letras. Quería alojarme en el Palace, pero felizmente hice a tiempo los cálculos llegando a la conclusión de que me falta vender unos dos millones de libros antes de calificar para ese hotel. Llego exhausto por el retraso de mi vuelo y el ataque de avaricia que me llevó a no tomar un confortable taxi (tassi, en madrileño) sino la peor conexión de metros de cualquier capital europea: camine ud. kilómetros de kilómetros en cada estación de correspondencia. Recuerdo al autor alemán que comentaba risueño la profundidad de los trenes subterráneos diciendo que al parecer Madrid comparte algunas líneas con Sydney. Pero yo no quiero ir a Australia en este momento, ni se me ocurre salir a buscar algún barcito abierto, solo quiero echarme a dormir para estar en forma mañana.
¡Qué mejor manera de empezar el día en Madrid que un reconfortante desayuno en Los Zuritos, al lado del Reina Sofía! En una mano, EL PAÍS – para el cerebro – y en la otra ¡HOLA! – para el corazón. Estudio el menú cinematográfico llegando a la conclusión de que la cinta elegida será la argentina que está a punto de ganarse un óscar. Sigo elucubrando la agenda del día y casi me atoro con mi deliciosa tostada integral recubierta de tomate cuando descubro que esa tarde se presentará por primera vez en Madrid el espigado autor chileno Pablo Simonetti. Está clarísimo el programa: cine a las cuatro y cuarto en el Princesa y de allí por la Gran Vía, directo y sin escalas, hasta la Casa de América para conocer al escritor del que tanto me han hablado mis amigas chilenas.
Primera decepción de la tarde: El secreto de sus ojos la pasan en una sala tamaño familiar de a lo mucho 24 asientos. Me ubico al fondo en una hilera de tres que está vacía. Segunda decepción: al segundo de apagarse las luces, recibo compañía. Se sienta a mi izquierda una jubilada hambrienta, a juzgar por los aromas -no precisamente de mistura- que despide su bolso. Lo que me faltaba, un pícnic en el cine y el olor a salsa barbecue que no me deja concentrarme en las miradas pícaras que intercambian Soledad Villamil y Ricardo Darín. Espero que no te moleste mi merienda, solicita mi autorización la susodicha. ¿Qué le voy a decir, que os vayáis a sentar a otra fila?
Terminado el festín powered by McD., no pasan ni cinco minutos y ¡ronquidos a babor! Mi vecina pasa de la saciedad de consumo a un profundo sopor. En un inesperado arrebato de vigilia, me pregunta, alarmada, si se ha perdido mucho de la peli. No, no, la tranquilizo. Y ella vuelve a roncar plácidamente hasta que aparecen las consabidas tres letras eFe-I-eNe. Se ilumina la sala y el brillo de las luces despierta a Paz.
- Que he dormido muy mal por mi trabajo, chaval.
- ¿Ah, sí? ¡Qué pena! Fue una película muy buena. (Pobre vieja, pienso, seguro trabajas limpiando oficinas como tanta jubilada española y has dormido poco.)
- ¿Eres argentino, verdad?
- ¿Argentino yo? No, soy peruano. ¿Y usted?
- Soy madrileña, una de las pocas personas nacidas en Madrid. Pero tú hablas como argentino. Yo vengo mucho al cine. Pero hoy sí que me he quedado frita. Con la vida cultural de Madrid, siempre hay alguna atividad (sic) interesante.
- Argentino por ningún lado, señora. Se nota que ud. de acentos sudamericanos no sabe mucho. A propósito, yo voy ahora mismo a la presentación de un escritor chileno en la Casa de América. ¿A lo mejor le interesa?
- ¿En la Casa de América? Pues claro que me apunto.
- ¿Nos da el tiempo para hacer todo Gran Vía a pie hasta Cibeles en media hora?
- Por supuesto. Tú, sígueme, majo, que este es mi barrio.
Y cual Caballero de Gracia sudaka recorro por primera vez la Gran Vía en compañía de una genuina aborigen. En el trayecto aclaramos los malentendidos del cine. Me entero así de que Paz no limpia casas sino se recursea con traducciones. Le explico por mi parte las diferencias básicas entre el casteyano peruano y el casteshano argentino. Ella trata por todos los medios de darme a entender que es una da-ma de la mejor burguesía intelectual y rebelde madrileña post-franco y que la merienda cinemera ha sido un traspié en su código de conducta. Concluyo que la tía no está muy bien de la cabeza.
Antes de ingresar en el Palacio de Linares, le limpio con una servilleta los impertinentes restos de salsa barbecue que circundan su castellana nariz. La presentación del libro es en una sala del más profundo de los subsuelos. Llegamos mucho antes que los protagonistas y nos sentamos discretamente en segunda fila. Con el cuarto de hora de tolerancia a punto de agotarse, aparece el cortejo en el que destaca el autor con su metro noventa y pico. La introducción está a cargo de la ampulosa Almudena Grandes, a todas luces más entusiasmada con la apostura del escritor que con la calidad de su prosa y la conducta de los chungungos.
Terminada la fase protocolar, noto unas miraditas interesadas por parte de un zambo alto y elegante que forma parte del cortejo. Como no podía ser de otro modo, Paz identifica inmediatamente al concejal Zerolo, activista infaltable en toda actividad de corte o matiz LGBT. Me coloco en la fila para que el autor me firme su libro. Paz me dice déjame pasar a mí primero que te lo voy a presentar. Usted manda, yo obedezco. El autor es encantador. Muy educado, natural, nada de disfuerzos. Tengo la secreta esperanza de que, una vez firmados todos los libros y tomadas las fotos de ley, cuando solo quede el núcleo íntimo, podremos ir a tomar una copita de vino para celebrar el evento y poder conversar más tranquilos.
Tercera decepción: mi tenacidad no basta. Cuando reúno suficiente coraje y le pregunto al escritor cuál es el plan para el after-show, me dice que sus anfitriones ya le tienen una mesa reservada, dándome discretamente a entender que hasta aquí llegó mi amor. Felizmente estamos en Madrid, ciudad con alta concentración de población peruana, así que no pasa más de media hora hasta poder ahogar mi pena en un delicioso pisco sour.
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