Me levanto sorprendentemente temprano, tomando en cuenta la ingestión masiva de pisco sour de la noche anterior, y camino cuatro cuadras por Huertas y Amor de Dios hasta el mercado de Antón Martín. He descubierto un puesto de comida peruana así que hoy toca desayuno servido por una simpática familia trujillana. Mis profundas reflexiones sobre si pedir primero una papa rellena o una causa limeña llegan abruptamente a su fin cuando me dan a entender que la cocinera todavía no ha llegado y puede tardarse un buen rato. Es decir: pides tu desayunito ibérico, compadre, o buenos días los pastores. ¡Qué me queda! Sustituyo la papa rellena por una castellanísima tortilla de patatas con cierto sabor a desengaño.
Si toda va bien, hoy a mediodía habré firmado un contrato con una agencia literaria para dizque fomentar mi carrera de escribidor. Para tal efecto me interno en el centro de la tierra, es decir la estación de cercanías de Puerta del Sol. Desde la construcción del ramal subterráneo que une las estaciones de Chamartín, en el norte, con Atocha por el sur, el subsuelo de Madrid ha quedado más perforado de lo que ya estaba con las numerosas líneas del metro. Bajo una infinidad de escaleras mecánicas y, poco antes de llegar a Nueva Zelandia, ubico el andén por donde pasa el tren al sur.
Media hora después, como quedamos, espero a Miguel en la estación de Getafe. Nos hemos visto una sola vez, hace casi medio año, pero no tenemos la menor duda de que nos reconoceremos sin problema. Veo pasar a un gordito melenudo que también me mira y se sigue de largo. Definitivamente no es Miguel. Pasan más de quince minutos desde la hora acordada y la impaciencia que me carcome. Lo llamo a su móvil y me dice te estoy esperando en la estación. No puede ser. ¡Es el rellenito pelucón! Me invita una caña en un bar de su barrio antes de proceder a la firma del documento que nos unirá por los próximos tres años.
Yo contaba con que íbamos a rociar el enlace con un buen vinito pero, por problemas familiares, Miguel no tiene tiempo y me abandona a mi triste suerte, con toda la amabilidad del caso, en la cervecería 100 montaditos de calle Madrid. No tengo la menor idea de lo que serán estos montaditos acá pero tengo hambre y ¡bienvenidos sean! Estudiando el menú, me entero de que son sanduchitos pequeños y me pido un surtido de cinco para hacer la consiguiente evaluación gastronómica. No están mal los montaditos.
De regreso en Madrid, descanso un buen rato antes del encuentro con Nuria y Sonia en el sabroso barrio de La Latina. Conocí a Nuria el verano pasado en Alemania. La guapa barcelonesa estaba promocionando su última película y los que le organizaban la gira me preguntaron si podía hacer un city tour con ella, a lo que accedí encantado. Degustando una cidra de la región, me comentó que su compañera de piso era una actriz peruana. Seguramente una desconocida, pensé, pero con una mezcla de educación y curiosidad pregunté por el nombre. ¡Sonia Ausejo! Mi actriz favorita. He visto casi todas sus películas... ¿y vive contigo en Madrid? In-cre-í-ble. Para colmo, su piso queda en mi barrio preferido, entre Atocha y Santa Ana. Quedamos en que saldríamos a tomar una copa la próxima vez que fuera a Madrid y aquí estoy cobrando la promesa.
La vida de artista es muchas veces dura y en tiempos de crisis peor. De momento, Nuria se recursea como barista en un café de moda y Sonia cuida niños. Son bonitas, tienen un buen currículum pero la competencia es grande y los proyectos interesantes pocos. Disfruto mucho las dos horas que paso en compañía de estas chicas hermosas y valientes, sin nada de disfuerzos ni arrogancia.
A las diez de la noche, entre el oso y el madroño de Puerta del Sol, me esperan Paco y Lucía. El chavalín y yo trabajamos hace tiempo para la misma empresa, si bien a dos mil kilómetros de distancia uno del otro. Nos conocimos y caímos bien telefónicamente pero recién hoy, cuatro años después, vamos a vernos en vivo y en directo. Por precaución, viene con su novia. Sugiero, para empezar, regalarnos la vista con un aperitivo en el Penthouse de Plaza Santa Ana. Tengo una afición innata por los lugares elevados con vista panorámica. Siendo Paco y Lucía lugareños, para ellos también es la primera vez que ven su ciudad desde arriba. El frío de marzo no nos deja estar más de cinco minutos a la intemperie, así que optamos por un cambio de ambiente y rematamos la noche en un bar irlandés con música de U2 en vivo.
Luego de acompañar a mis huéspedes-anfitriones hasta la boca del metro, regreso a mi cuartito con la cabeza llena de imágenes de Madrid desde arriba, Getafe, La Latina con Nuria, Sonia, montaditos, trenes, estaciones, Lucía, Paco.
El sábado por la mañana no me queda mucho tiempo. Apenas lo justo para un delicioso desayuno en un café de la calle Atocha y una vuelta por la Plaza Mayor. Al pie del monumento, un trío de violinistas venezolanos tocan Vivaldi mientras un sol de marzo me entibia los hombros. Con ese calorcito encima, recojo mis bártulos y me resigno a las 20.000 millas de viaje subterráneo que me esperan hasta Barajas.
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