Sperlonga - hotel Tirrenia, domingo, 00h59
A la una de la madrugada en punto, aparece en la puerta del hotel Tirrenia el autobús que se llevará de regreso a Véroli a los más tenaces invitados que declinaron la opción de ser trasladados a su hotel a las once de la noche. Con cada persona que sube al vehículo – algunas pocas con buena cara, la mayoría en avanzado estado de embriaguez – aumenta el silencio donde hace apenas un par de horas no se escuchaba ni la propia voz en medio de tanta música, algarabía y placer de multitudes.
El comité de despedida está conformado por los protagonistas de la jornada, Raffaella y Gonza, así como tres parejas más que reservaron habitaciones en el Tirrenia para pasar la noche frente al mar y ahogar la resaca del día siguiente en las aguas tibias del Mediterráneo.
Finalizan así quince horas de fiesta inmensamente pródigas en bebida y comida. Italia es una nación golosa y el que no comparte este parecer probablemente nunca fue invitado a un matrimonio italiano, donde el menú de gala no cabe en menos de seis u ocho horas. Pero vayamos en orden de aparición.
Ni bien terminada la ceremonia religiosa, los tíos de la novia ofrecen a todo el grupo una rueda de refrescos – desde prosecco hasta cocacola – para paliar la calor sofocante del mediodía antes de continuar hacia Sperlonga, donde será la fiesta.
Dos horas más tarde, apenas llegados al hotel Tirrenia, en la terraza y los jardines un aperitivo fuera de lo común espera a los invitados: Aperol spritz... pero en vez de servirlo líquido y en copas lo sirven en forma de gel en cucharas de acrílico. A juzgar por la avalancha de personas que se alinean delante de la mesa, el primer hambre aprieta y el personal de servicio a duras penas consigue reponer las bandejas que se vacían en dos segundos. El inmenso molde de queso parmesano de donde se van cortando pedazos es un homenaje a la novia. La pata de jamón al lado del parmesano, un guiño a la patria ibérica del novio.
En cualquier momento llamarán a la concurrencia a ocupar sus puestos debidamente señalizados en el salón de fiestas del Tirrenia, donde por fin podrán todos guarecerse del sol inclemente. Raffaella y Gonza han pensado en todo: cada mesa lleva el nombre de un platillo tan internacional como el selecto círculo de invitados: desde las mexicanas quesadillas hasta el nipón sushi, pasando por la quiche francesa, germanísimos kartoffelpuffer y gulash austrohúngaro. Sin embargo Italia gana numéricamente al resto con sus lasagna, pizza, polenta y spaghetti – al fin y al cabo es el país anfitrión. Representan a la patria del novio el infaltable cocido madrileño, la paella y la tortilla española.
Al lado de la entrada, un tablero indica los nombres de las 18 mesas y quiénes están sentados en qué mesas. Aquella con el lusitano bacalhau de natas tiene algo diferente. Casi todos los nombres son masculinos. Se repite la reunión de las bancas traseras en la capilla del Carmen: las tres parejas masculinas están en la misma mesa. Los novios tuvieron la delicadeza de agrupar a los invitados por afinidades afectivas. Completan la rueda el boricua Rolando con su mujer austriaca y su encantador hijo eurocaribeño.
Comienza el castigo: solo con los antipasti se pasan dos horas y media. Y claro, si no no habría tiempo para degustar el desfile de camarones al estilo de la India, el pez rana con alcaparras y cebollas caramelizadas, los langostinos con tocino, el milhojas de calamares, el carpaccio de pulpo con granada, los rollitos de bresaola con queso de cabra, la berenjena a la parmesana y la polenta coronada de queso fundido.
Después del tercer antipasto, algunas caras ya denotan cierta saciedad pero estamos en un matrimonio a la italiana y se comerá y beberá hasta caer rendidos bajo la mesa. Más vino y ¡que vengan los primi piatti! El menú anuncia canelones rellenos de espárragos, queso de búfala y provola en salsa aterciopelada de radicchio, un risotto al Pernod y langostinos rojos. Sígase sufriendo durante una hora más.
Entre primi y secondi piatti se sirve un refrescante sorbetto de limón y menta. Acto seguido el plato fuerte: filete de ternero en cama de rucola con filamentos de parmesano y ratatouille de verduras. Después del secondo y antes de los postres, Raffaella y Gonza se alistan para dar un paseo al borde del mar. Algunos de los invitados aprovechan el pánico, sacan de sus bolsos el traje de baño y se dan un chapuzón en el Mediterráneo con el sol oblicuo del atardecer.
Con el atardecer, el epicentro de la fiesta se traslada del salón a la terraza que bordea la piscina. La calor aprieta, van cayendo las ropas, los primeros clavadistas se tiran al agua, una que otra chica despistada es lanzada a la piscina sin previa autorización. El hermano del novio se pasea en una sugerente combinación de camisa, corbata y un escueto bañador. Sube el volumen de la música y comienza el baile. En una comunidad italo-española de más de dos centenares de personas no podían faltar unas enormes ganas de festejar. Danzan los veinteañeros, los cuarentones, los setentones y los intermedios al ritmo de lo que ponga el DJ.
Cuando a la medianoche se apaga la música – el hotel tiene un estricto reglamento que prohibe hacer ruido después de cierta hora – se siente en el ambiente unas tremendas ganas de seguir celebrando pero hay que prepararse para la recogida que será a la una. Últimos tragos de la noche, abrazos, besos, pedazos de torta helada. Tal vez se forme esta noche alguna nueva pareja hispano-italiana que permita repetir el plato en un par de años – ¡ojalá!
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