Solo recuerdo que a mi madre la mataron cuando yo era aún muy pequeño. Unos bípedos que hablaban en lenguas parecidas a mis ladridos nos recogieron a mi hermano Cachito y a mí. Pensamos que estábamos en buenas manos pero no tuvieron mejor idea que encerrarnos cuatro semanas en un lugar llamado cuarentena para después subirnos enjaulados a un enorme pájaro metálico que nos llevó a una ciudad bastante más fría que mi tierra Tenerife. Flaco favor el que nos hicieron, encarcelar y congelar a un par de inocentes cachorros canarios.
En la ciudad fría, una bípeda gordita nos recogió y hospedó en su casa. Ella parecía una buena bípeda pero tuvimos que compartir cama y mesa con una cantidad de perros chuscos que no contaban ni de lejos con nuestro rancio abolengo de por lo menos cinco razas distintas de térrier. Más de una vez nos llevó a donde otro bípedo de mandil blanco que nos abría el hocico para meternos cosas de sabor horrible. Una de esas me hizo cagar unos gusanitos que tenía en la barriga – ¡qué asco me da cuando lo recuerdo!
De vez en cuando se asomaban por la casa de la gordita otros dospatas que venían, nos miraban, hablaban con ella y algunas veces se llevaban a uno que otro de los chuscos... hasta que descubrieron a Cachito y también se lo llevaron sin dejarme su dirección ni teléfono estos bípedos infames. Como ya voy entendiendo mejor la lengua bárbara, comprendí que cuando aparecieron Robert y Carlos el motivo de la visita era yo. Cada vez que venían a vernos bípedos, nos avalanzábamos encima de ellos en manada, pero en esa ocasión los dospatas me buscaban a mí para no sé qué madre viuda o algo por el estilo. Le entregaron unos papelitos de colores a la gordis y me ataron con una correa por el pescuezo. Muy malos modales, por cierto, tienen los bípedos.
Me angustié por la separación de la manada, ya le había tomado cariño, y cuando me hicieron subir a esa cosa ruidosa con cuatro ruedas, temblaba del susto. Por si fuera poco, al rato me llevaron a una tienda para comprarme otra correa incomodísima que me aprieta el pecho y el cogote. Un buen mordiscón es lo que se merecían los dospatas pero por prudencia e imagen mantuve la compostura.
Dos horas después – no sé cómo aguanté tanto tiempo en esa máquina ruidosa – llegamos a una casa donde otra gordita parecida a la primera me recibió con gritos de júbilo a pesar de no conocerme. ¡Quién entiende a estos bípedos! Me dijo que se llamaba Helga y al rato me volvió a colocar esas correas odiosas para salir a caminar. Creo que me va a gustar vivir en este barrio. Dos casas más allá de Helga, comienza una zona con cantidad de árboles y matorrales que voy a explorar a fondo si me quedo aquí.
En ese paseo descubrí también que los dospatas tienen una fijación excremental: todo el tiempo estaban hablando de mear y cagar. Hasta parecía que celebraban cada vez que me aliviaba en algún arbusto. A ver si este sábado que vamos juntos a la Escuela de Cachorros del pueblo logro educar un poco a Helga. ¡Tiene todavía mucho que aprender de mí!
Me encanta esa personificación de "Pablito". El perro es uno de los animales domesticados más humanizados de los últimos tiempos. En muchos países muchos niños quisieran ser ya un perrito para poder recibir los cuidados y el amor que les falta. El monologo de Pablito reclama la atención de los humanos, de no confundir un cuadrupedo con un deseado bipedo, que fue evitado o que no pudo ser. Gracias por refrescar el tiempo libre! Merlín
ResponderBorrarPerdona la inconcebible docena de años que me he tardado en responder, amigo Merlín. Me alegra mucho que te haya gustado el monólogo paulino. Abrazos
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