BOGOTÁ
Ir
a comprar el pan para el desayuno a la panadería más cercana en las
Torres del Parque y terminar bajando -de puro sapo- todo el Parque
Independencia hasta llegar a la torre Colpatria en la Carrera
Séptima.
La
falta de aire al subir por el mismo parque de regreso de Colpatria a
La Macarena, tomando en cuenta que no acababa de cumplir 12 horas a
2.760 metros de altitud.
Caminar
cantando El Pescador – en versión de Totó la Momposina- por las
calles y parques del Bosque Izquierdo.
Pagar
un dólar ochenta por dos kilos de perfumadas granadillas en el
mercadito de la Perseverancia.
El
sabor indefinible de mi primer -y último- jugo de feijoa...
una fruta verde pequeña de improbable nombre. Yo me preguntaba si el
mismo tendría que ver con feijão
(= frejol en portugués). ¡Pero no! El botánico alemán Otto Karl
Berg la bautizó así en homenaje a João da Silva Feijó, un
naturalista luso-brasilero del S. XVIII.
Las
vistas desde el departamento de Óscar en el noveno piso de la
ladera.
Despertar
por el canto de un gallo en la acogedora garçonnière
de Leo en las colinas del Chapinero aka Gay Hills.
La
conversación con un cachaco octogenario, sentados ambos mientras
hacía sol y lluvia (!) en la Plaza Bolívar.
La
tentación de unas pastas con palta (en el menú decía aguacate,
en honor a la verdad), platillo que resultó ser angustiosamente
soso.
Esperar
una hora para poder subir al mirador de Colpatria. Y claro, si a cada
uno le toman las huellas digitales electrónicas de cada dedo,
fotografía de frente y perfil. Ni para ingresar a los sacrosantos
EE.UU. ¡No se pasen esos colpatriotas!
El
sobrecogimiento producido al ingresar a la basílica-catedral de sal
de Zipaquirá, ubicada en los socavones de una antigua mina.
El
inesperado encuentro con mi paisana Santa Rosa de Lima en uno de los
recodos de la mina.
Las
delicadas y finísimas arepitas del desayuno andino de la panadería
Ázimos.
El
verdor de los Andes Orientales vistos desde el mirador de Monserrate.
El
verdor de las gemas expuestas en el Museo de las Esmeraldas.
Las
crêpes
poblanas,
con ese delicioso puntito de picante, de la cadena de restaurantes
Crepes & Waffles, conocida por dar preferencia laboral a madres
cabeza de familia.
Las
manos regordetas de Botero en el museo del mismo nombre.
La
brevísima pero ejecutiva visita de Richard, con quien manteníamos
una nutrida correspondencia ciberepistolar de varios meses.
El
sermón de Gerhard al día siguiente de la visita de Richard
prohibiéndome recibir a más ilustres caballeros en la casa de su
marido Orlince.
La
visita de Wilson, un entusiasmado osito que recibí apenas habían
partido de la casa Gerhard y Orlince rumbo a tierras sureñas.
La
amabilidad de Óscar para conseguirme viajes seguros en taxis de su
plena confianza.
La publicidad en el Puente Aéreo: Colombia - The only risk is wanting to stay!
¡Es verdad!
La publicidad en el Puente Aéreo: Colombia - The only risk is wanting to stay!
¡Es verdad!
CARTAGENA
DE INDIAS
La
alameda de palmeras que flanquean el camino desde la escalinata del
avión hasta la terminal aérea. Una sensación de Hawai con salsa.
¡Mucho
calor!
La
emoción de empapar por vez primera mi transpirada humanidad en la Mar de
los Caribes.
Una
deliciosa limonada con puesta de sol en el Café del Mar encima de la
muralla.
Las
arepitas de queso del parque Bolívar matizadas con la grata conversa
del paisa Jaime.
Delicioso
pescado en salsa de coco en el seráfico local llamado Acción
de gracias.
Bicicletas de alquiler con asientos castrantes...imposibles de
montar más de una hora seguida.
La
ley seca por las elecciones municipales que hicieron que no probara
una gota de alcohol durante mi estadía caribeña – a no ser por
las socorridas chelitas dentro de la pensión del franchute Michel.
Curiosear
por los patios y fuentes de las casonas y mansiones coloniales de la
ciudad amurallada, sobre todo aquellas con WiFi que descaradamente aprovechaba para ponerme al día con mis contactos de aquí y de allá.
Niños
peloteando, ancianas conversando, puestos de comida de diversas
delicias en la placita de la Trinidad, corazón del saleroso barrio
de Getsemaní.
Las
aptitudes lingüísticas de Javier, bachiller en Derecho por la
Universidad de Cartagena.
La
playa desierta en la costa norte de la Isla Grande del Rosario,
coronación de una caminata ecológica que un solo pasajero
desquiciado reservó: yo. ¡Felizmente!
Las dos botellas repletas de envoltorios plásticos recogidos del suelo durante la hora que duró la caminata ecológica...y la cara del guía Jáider.
El trueque
forzoso de mi camiseta caboverdiana por una local de Cartagena a
instancias del negro Jorge que no me dio chance de rechazar la
transacción: “tengo que tener esa camiseta tuya”. La
pulserita cannabis que después me vendió el moreno de marras con un argumento
irrefutable: “cómprale algo a este negro”.Recuerdos imborrables de mis primeros diez días en tierras colombianas.
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