Doce de octubre de 2013. En mi calidad de miembro más antiguo del equipo de
español, el director me asigna la honrosa tarea de organizar la celebración de
la fiesta nacional de España. A ver, con quién contamos: dos peruanos, una
parejita española, una profesora mitad mexicana, un alemán casado con cubana y
una maestra que ha vivido 18 años en España. ¡Perfecto!
Una vez distribuidas las tareas culinarias y enológicas, falta preparar
unas palabrillas para inaugurar la fiesta con gracia, arte, relevancia histórica
y sobre todo ¡brevedad! Revisando documentos, me entero de que el antiguo
nombre de la festividad “Día de la Raza” surgió en un congreso ibero-americano
en los primeros años del siglo XX.
¡Cómo olvidar ese nombre! Porque, en mi país, “tener mucha raza” equivale
al ibérico “tener mucho morro” y mi hermana mayor – nacida en tan histórica
fecha – nos refregaba su legitimidad para agarrar el mejor pedazo de comida o
cualquier otra prerrogativa por ser justamente del Día de la Raza.
Me imagino encantado las caras destempladas que pondrán los colegas
alemanes cuando les comente que durante más de 40 años España y muchos países
hispanoamericanos llamaron así la fiesta del doce de octubre. En este país, la
sola mención de la palabra Rasse ya
basta para ser sospechoso de simpatizar con la ideología nazi.
Descubro también que aparte del Día de la Hispanidad, actual nombre del antiguo
Día de la Raza, hay países que lo llaman Día del Respeto a la Diversidad
Cultural (Argentina) o Día de la Resistencia Indígena (punto para los chicos malos de Venezuela y Nicaragua).
¡Qué irónico! Respeto a la diversidad cultural en una nación sudamericana que
fomentó la extinción de su población aborigen. Prefiero aquello de la
Resistencia Indígena, alineándome así por vez primera con los países del ALBA.
Para los indígenas del Caribe, en efecto, el encontronazo de dos mundos no
fue nada propicio: un siglo después del “descubrimiento” no quedaba un solo taíno,
lucayo, quisqueyano o caribe. Hatuey, Anacaona y muchos más seguirían
en la memoria colectiva solo como nombres de leyenda. Un genocidio sin sobrevivientes para contarlo.
A modo de ejemplo muy concreto, mencionaré que nuestra encantadora colega, la
señora Yvonne, natural de la isla de Cuba, tiene sangre europea y africana pero
ni un mililitro de genes caribes. Obvio, si en el siglo XX, ya hacía cuatro
siglos que habían sido aniquilados todos los indígenas de las Antillas. Y los
del continente tampoco fueron afortunados precisamente: convertidos en esclavos
de los colonizadores, desterrados de sus hogares, recluidos en reservas
remotas, diezmados en las minas de la puna, demonizadas sus creencias
ancestrales y humillada su identidad cultural.
Tampoco podrán faltar en mi recuento las ironías de la historia: como el
hecho de que Cristóbal Colón muriera en 1506 convencido de que había llegado a
las Indias. Y que mucho tiempo después de las evidencias científicas contrarias,
la entidad encargada de gestionar las nuevas colonias se siguiera llamando
Consejo de Indias. Indianos era también como se conocía a los españoles que
volvían enriquecidos de las Américas y hasta el día de hoy a la población nativa americana se le conoce como indios.
Cómo se retorcería Colón en su tumba al enterarse de que un geógrafo
friburgués colocó por vez primera el nombre de América en el mapa de las tierras
recién descubiertas, pues estaba convencido de que otro italiano, Américo
Vespucci, era el gestor de tan valerosa hazaña.
Pasando al aquí-y-ahora, delante de una mesa puesta con delicias de ambos lados
del Atlántico, haré hincapié en el mestizaje culinario: ¿o puede alguien
imaginarse una tortilla de patatas sin los tubérculos andinos? ¿O una
peruanísima salsa huancaína sin ingredientes españoles como la leche y el
queso? ¿De qué color quedaría el gazpacho sin el rojo de los tomates
mesoamericanos?
A más tardar en este momento será oportuno alzar la copa para un brindis
por el respeto a la diversidad cultural.
martes, 22 de octubre de 2013
¡QUÉ TAL RAZA!
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