Frankfurt, cuatro de la madrugada de un lunes de octubre. A instancias del gran Johnny, mi editor, hace unos días acepté ser parte del grupo de escritores invitados a presentarse esta noche en el Consulado peruano de Ginebra. Llegamos puntualmente a recoger el carro de alquiler e incluso tenemos la suerte de recibir, por el mismo precio, un confortable bólido teutón de una categoría superior a la que habíamos reservado. Nada mal para cinco pasajeros y un trayecto de siete horas – pausas incluidas. Como somos dos los conductores registrados y manejar de noche no es lo mío, Johnny asume la primera parte de la manejada, saliendo de la capital financiera de Europa hacia el sur.
A mí en general no me gusta madrugar. No salí para nada a la buena de Pochita que me trajo al mundo y empieza a deambular por su casa entre las cinco y las seis. Si puedo, no me levanto nunca a oscuras, sino recién cuando ya está clara la mañana, y en esa primera hora soy muy sensible a los ruidos. No soporto lo que para mucha gente es la apertura del día: encender la radio o la TV. Puedo hacer una excepción si estoy en casa ajena y si el volumen es apenas audible.
Después de varias noches de juerga, Johnny me había jurado y perjurado que se iría temprano a la cama para estar en forma al volante. Muy loables intenciones que ciertamente no pudo cumplir ante la proliferación de germanas tentaciones. ¡Cómo tomártelo mal, Johnny! Si con tus fachas y corazón de rockero – melena y casaca de cuero inclusive – eres un seductor profesional dotado de un hígado a prueba de alcoholes de alto calibre.
Para despabilar al susodicho no hay mejor música que un buen rock clásico. Por eso zarpamos bien equipados con una selección de discos compactos para ir matizando las autobahnen alemanas y suizas. No pueden faltar los míticos AC/DC, Aerosmith, Guns & Roses, Bonjovi entre muchas otras luminarias de los cabellos largos, guitarras eléctricas y palpitante percusión. En mi función de copiloto, no me queda más remedio que someter mis oídos sensibles a la agresión musical matutina que mantendrá despierto a Johnny hasta el próximo relevo. Y lo que es mucho peor: ni siquiera tengo mis tapones a la mano, accesorios infaltables en mi neceser de viaje que se encuentra a dos metros de mi asiento, bien guardado en el fondo de la maletera. ¡Muy mala logística!
Finalmente amanece. ¡Qué alivio! Un desayuno ligero a la altura de Baden-Baden y asumo el mando del bólido. Cambio de entorno musical: basta de melenas y estridencias. A lo mejor un poco de radio. Así llegamos hasta la frontera suiza y más adelante, a la altura de Berna, Johnny retoma el timón del auto. Ya falta poco para el mediodía y mis oídos felizmente han perdido la sensibilidad del madrugón. ¡Adelante, Steven Tyler, danos todo, muchacho!
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