Es un viernes de mayo del año 2009, tarde hermosa de primavera en la ciudad de Colonia (Köln, para los germanos). Carlos está alegremente nervioso. Se ha pasado dos días ensayando para lo que será la primera lectura pública del libro que acaba de escribir y se publicará en un par de meses. No estaba seguro de qué párrafos serían los más interesantes para compartirlos con el público y le consultó a su amigo Robert, quien - sin dudarlo un segundo - le dijo escoge los más sexy. Buen consejo.
La lista de invitados a las tertulias colonienses anteriores lo intimida en cierta forma, al fin y al cabo figuran en ella escritores famosos. Hoy en cambio le toca a un ilustre escritorzuelo desconocido. A las ocho y quince en punto, el organizador y anfitrión del evento saluda al público y les presenta brevemente a Carlos... igual mucho que contar no hay. El primerizo respira hondo, bebe un trago de su limonada aromatizada con litchi y comparte con la audiencia cómo es que le dio por escribir su Coctel Selva Negra.
Comienza a leer a una velocidad precipitada el capítulo titulado Ediana, dime cuántos, cuántos, cuántos, en el que un chico inexperto se enamora de una brasilera un poco mayor que él – pero mucho más recorrida – y los celos retroactivos que le provoca el currículum de su inquieta namorada paulista. Al escuchar risas entre el público, se siente sumamente halagado ya que eso constituye para Carlos el mayor reconocimiento al que puede aspirar un escribidor.
Prosigue con Judith y el tatuaje de Pink Floyd, donde el narrador tratará infructuosamente de seducir a una muy original rockera mexicana con cara de novicia pero corazón de heavy metal. Remata la lectura con el tesoro de Monsieur Rémy, donde un encantador nonagenario francés que dirigió durante medio siglo el emporio de moda de su difunto marido suizo, pierde la cabeza por un treintañero que ha puesto la mira en su bien administrada herencia helvética más que en la nobleza de sus sentimientos.
Al finalizar la atropellada lectura, la incauta y probablemente confundida concurrencia aplaude y Carlos se siente un escritorzuelo tardío y feliz. Solo le piden, sugieren que por favor lea un poco más despacio para poder apreciar mejor su lenguaje. Un muchacho – seguramente estimulado por sustancias psicotrópicas – llega al extremo de aplaudir de pie, causando tanta sorpresa en el autor como en el resto de la audiencia y días más tarde plasma su experiencia en un simpático y benevolente artículo. ¡Gracias, Jorge!
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