Así comienza Un cuento chino, la película del talentoso guionista y director argentino Sebastián Borensztein (Buenos Aires, 1963). A bordo de una barca en un río de la China, una joven parejita está a punto de comprometerse y justo cuando Jun, el risueño pretendiente, se retira a popa para buscar los anillos, cae del cielo una vaca con tan buena puntería que se lleva a la novia hasta el fondo del río, dejando a Jun viudo antes de haberse casado.
¿En qué argentinada me he metido? es lo primero que me pasa por la cabeza al terminar la primera escena... vacas cayendo del cielo, la p*** que los parió. Mi asiento queda en una esquina de la sala al lado opuesto de la salida así que tampoco es como para abandonar el cine incomodando a toda una fila de incautos espectadores. Veamos cómo continúa.
La acción pasa a Buenos Aires, claro que primero hay que enderezar el cuadro que aparece boca arriba, al fin y al cabo estamos viajando a las antípodas de la China, y se mete en una porteñísima ferretería de barrio donde el maniático de Roberto (genial caracterización de Ricardo Darín) está contando uno por uno los tornillos que contiene la caja que dice „350 unidades“ pero en efecto solo vienen 325. Harto de que siempre lo estafen con la mercancía, el avinagrado cincuentón llama, reclama y putea al distribuidor.
Así vamos conociendo la vida ordenada y monótona de este ferretero solterón y la estricta rutina que sigue día tras día. Desayuno, trabajo, cena y por las noches – antes de acostarse – dedicarse a su hobby de coleccionar noticias insólitas de todas partes del mundo y apagar la luz en el instante en que su radio-reloj marca las 23 horas 00 minutos 00 segundos.
Los fines de semana, al gruñón de Roberto le gusta hacer pícnic al lado del Aeroparque de Buenos Aires para ver pasar los aviones que no ha tomado ni piensa tomar nunca. En una de esas tardes aeronáuticas, es testigo de cómo un chino es arrojado a la calle desde un taxi. Obviamente se trata de Jun. El muchacho no habla ni una palabra de castellano pero lleva tatuada en el brazo una dirección donde espera encontrar a su ta-puo, su padrino emigrado a la Argentina hace bastante tiempo. A regañadientes, Roberto conduce a Jun a la dirección del tatuaje donde evidentemente nadie conoce a chino alguno. Después de buscar ayuda en la policía y terminar dándole un cabezazo al impresentable custodio del orden, resuelve llevarse al chino a su casa en busca de una mejor solución.
El meollo de la deliciosa comedia de Borensztein está en la convivencia – o el intento – de esta desigual pareja que ni siquiera habla el mismo idioma: ermitaño porteño de cáscara agria pero corazón tierno y su indefenso protegido chino. Enriquecen la trama personajes secundarios desde entrañables – como Mari, la eterna admiradora de Roberto, que sin palabras entabla amistad con Jun – hasta insoportables – como el estirado cliente sabihondo de la ferretería.
Un cuento chino es de esas películas que uno no quiere que terminen, que te dejan con una sonrisa en los labios y ganas de más. ¡Gracias, Sebastián! ¡Gracias, Ricardo Darín e Ignacio Huang!
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