Esta columna fue inspirada por la lectura de Inés del alma mía, deliciosa novela de la escritora limeña pero de nacionalidades chilena y estadounidense, Isabel Allende.
El primero fue Juan. Era Inés una quinceañera en toda la danza de las hormonas, ávida de conocer los secretos de la vida. En el pueblo de Plasencia y muchos más de la Extremadura y el reino de Castilla, Juan tenía la peor de las famas de mujeriego y otras cosas que lo hacían tanto más atractivo para jovencitas inexpertas. Hasta que pasó lo que Inés quería que pasara y su estricto abuelo los conminó a casarse para salvaguardar el honor de la familia Suárez. Como en muchos casos, la bendición conyugal convirtió al marido en un energúmeno que no tenía nada en común con el novio coqueto y entregado que había sido meses atrás. Inés supo llevar con dignidad la cornamenta e incluso se alegraba cada vez que el díscolo marido regresaba a la intimidad del hogar y renacía la atracción que sentían el uno por el otro. Juan, como buen hijodalgo del 1500, sentía que no había nacido para trabajar y era la oficiosa Inés la que con sus artes de costurera paraba la olla.
Atraído por las noticias del oro del Nuevo Mundo, en 1527 Juan decidió ir a buscar fama y fortuna al otro lado de la mar océana. Pasaron varios años sin noticia alguna de su parte... hasta que la intrépida Inés asumió el desafío de ir a buscarlo. Gracias a la naturaleza robusta de su estirpe, la casi treintañera no solo soportó el durísimo viaje sino que mantuvo en jaque, a punta de cacerolazos, a todo oficial o marinero que trataba de acercársele con intenciones poco cristianas. Una vez en costas venezolanas, la única noticia de su marido era que había partido hacia las tierras del Perú donde inocentes indígenas llenaban habitaciones enteras de oro y plata para los conquistadores. Pues al Perú vamos, dijo Inés, y allí recibió finalmente la confirmación de su nuevo estado civil: viuda.
En la villa imperial del Cusco, conoció a Pedro de Valdivia, militar español, veterano de las guerras de Flandes e Italia, que tenía en la mira culminar la conquista de Chile que no había logrado realizar Diego de Almagro. La mutua atracción entre la viuda enérgica y el militar cuya esposa, Marina, residía en España, fue irresistible. Consolidados como pareja de facto, superaron juntos adversidades mil, la larga marcha por el desierto, los ataques de los indios. Juntos fundaron la ciudad de Santiago de la Nueva Extremadura – hoy Santiago de Chile y la defendieron espada en mano, sobre todo Inés, contra los intentos de reconquista de los mapuche. La humilde costurera de Plasencia terminó siendo, para efectos prácticos, Primera Dama del reino de Chile.
Hasta que un apoderado de la corona, el padre La Gasca, conminó a Pedro a poner fin a su relación pecaminosa con Inés y regresar con su legítima mujer, es decir traer a Marina al sur de la tierra. Ironía del destino que el propio Pedro sugiriese a Inés que para no perder sus bienes le convenía contraer matrimonio con uno de sus hombres de confianza: Rodrigo de Quiroga. Con él, varios años más joven que Inés, tuvo un matrimonio feliz, maduro y sereno que finalizó solo varias décadas después con la muerte -casi simultánea- de ambos.
Irónico también que a su llegada al reino de Chile, la supuesta Gobernadora, Doña Marina, viniera a enterarse de que acababa de enviudar tras la cruenta batalla de Tucapel. La generosidad – y tal vez algún remordimiento – de la flamante Señora de Quiroga hicieron posible que la viuda de su amante difunto llevase una vida bastante confortable hasta el final de sus días.
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