lunes, 31 de diciembre de 2012

ÉL Y YO (3a. PARTE)


Medio año después del proprio brutto, en el esplendor de mi primera primavera europea, volvimos a vernos en la stazione centrale de Perugia, Italia. Llevaban un par de años viviendo juntos la intrépida colorada y tú, años de intenso aprendizaje mutuo, tolerancia y adaptación en temas tan importantes para la convivencia como el orden – esencial para ella y de rango francamente menor para nosotros.

Todavía no tenían carro, me fuiste a buscar en una simpática vespa y montados en ella recorrimos las empinadas y sinuosas avenidas del centro antes de hacer una pausa logística – comprar pan donde unas gorditas – y remontar el corso Garibaldi para luego bajar la ladera de Sperandío, ya en los extramuros de la capital umbra. Tengo gratísimos recuerdos de las dos semanas que compartimos en aquella casa rústica con vistas espectaculares a las colinas aledañas, donde el baño era una curiosa construcción añadida a modo de nido de golondrinas en una pared posterior.

Contigo aprendí a preparar el delicioso pane e pomodoro que décadas más tardes me volvería a encontrar en otros lugares disfrazado de pa amb tomàquet, pa amb oli o bruschetta, si bien nunca igual que con el pan de Calabria de tus gorditas del mercado perugino. Cuando tenías que trabajar, me dabas las instrucciones necesarias para hacer gratos paseos por Perugia y alrededores. ¡Qué rico la pasamos! Incluso aquel jueves que fuimos al concierto barroco de los Solistas de Zagreb en el Teatro Morlacchi. En el camino a casa, comenzó a llover a cántaros y llegamos empapados pero contentos.

Tanto más me sorprendió tu carta después de esa fraterna luna de miel, donde me reprochabas haberte tratado de impresionar durante uno de nuestros paseos por las colinas umbras. Y tenías razón. Fue cuando mencionaste la ciudad toscana de Arezzo y, recordando al monje Guido, se me escaparon los famosos versitos que dieron origen al do-re-mí. En ese momento no moviste ni un músculo y recién por tu carta supe el motivo: es que le dabas mucha más importancia al pensamiento, a la (auto-)reflexión que a la memoria y visto así, para ti yo era un paporretero sin mayores méritos. Bastante de razón tenías y la sigues teniendo. Nadie es perfecto, querido. Ni siquiera tu brother menor. ;)

En la primavera del 89 me llegó la invitación a tu matrimonio. ¡Qué tiempos inocentes! Yo andaba en amoríos con una simpática brasilera y en la tarjeta escribiste te esperamos en julio con tu Doña Flor. Cuando partí a tierras itálicas, hacía meses que se había terminado el breve pero fogoso interludio con Mônica. La víspera de la ceremonia, fieles a la tradición italiana, la colorada durmió con su madre y hermana en una habitación, tú y yo en otra. Cosa graciosa para una pareja que ya lleva cinco años de convivencia.

¡Qué suerte haber tenido tan solo 22 años y una voracidad a prueba de balas ese 15 de julio! Del lado de la novia estuvieron presentes su madre, dos hermanos, una cuñada y un sobrino. La familia del novio, algo más rala, era yo. Una vez absuelto el breve pero emotivo enlace en un histórico palazzo medieval ante el elegante y risueño concejal de Perugia con su banda tricolore, partimos la pareja y los familiares al restorante Le Tre Vaselle... de donde no saldríamos sino seis horas, cuantiosas botellas de vino y un sinnúmero de platillos más tarde.

Ya me habían contado que un matrimonio italiano consistía en un 90% de comer, comer y comer pero una cosa es el conocimiento teórico y otro – mucho más sabroso – el práctico. Una vez de vuelta en la casita de Sperandío, preparamos el patio para la fiesta con los amigos. Tres mesas repletas de bocadillos y demás dulces confeccionados por los Fratelli Piselli, gracioso nombre que en oídos italianos suena más o menos como Hermanos Pipilín. 

Entre los compañeros de trabajo, vecinos de la ladera y otros amigos de la pareja, estaba un apuesto siciliano que bailó un apasionado tango con la flamante esposa ante la mirada incrédula de la concurrencia. Qué pena no haberlo sabido entonces, pero el talentoso bailarín no tenía mayores inclinaciones amorosas hacia el género femenino. Aunque tampoco recuerdo que me haya echado, ni de reojo, media miradita lujuriosa, o lo que es más probable aun, que no me haya dado cuenta con mi lentitud de pensamiento. 

Continuará...