Por
amable sugerencia de mi tocayo Ariza, me puse a leer la colección de
relatos Music for Chameleons / Música para camaleones, de
Truman Capote (1924 – 1984). Sería ufano y por lo tanto no voy a
mencionar aquí que el buen Sergio, en su inmensurable benevolencia,
tuvo la gentileza de escribirme que la lectura de Coctel Selva Negra
le hizo recordar algunos relatos de Capote. Se agradece, tocayo.
¡Vaya
descubrimiento, los camaleones! Y no solo por la cantidad y calidad
de los distintos cuentos que componen el volumen. En el encantador
episodio dialogado A Day's Work / Un día de trabajo,
el narrador, llamado TC (cualquier parecido con el autor será pura
coincidencia), acompaña a Mary Sanchez, la señora de la limpieza,
durante toda su jornada laboral, casa por casa, por diversas calles y
barrios de Manhattan. La espigada morena cincuentona es oriunda de
las Carolinas, pero más adelante se casó con un portorriqueño, de
ahí el apellido hispano y la conversión de bautista sureña a
católica romana nuyoricana.
Después
de limpiar el departamento de un piloto con problemas de alcoholismo,
se toman un descanso y Mary, recientemente enviudada, un metro
ochenta y cinco de estatura que contrasta con el inspector de zócalos
de Capote, saca de su cartera un estuche de metal con un inusitado
tesoro: todo un surtido de porros.
Pero
lo mejor viene cuando Mary le explica a TC que son regalos de una de
sus clientas, una dama católica muy fina casada con peruano. La
familia del marido se la envía regularmente por correo. Mary enfatiza que ella nunca
la usa hasta ponerse dura, solamente para quitarle un poco de fealdad
a la vida. Enciende el primero, le ofrece un toque a TC pero él
declina agradeciendo, es muy temprano.
A
cuatro cuadras del piloto está el piso de Edith, una joven editora
de moda. Normalmente, Mary se comunica con ella por notitas en la
consola, pero una vez llegó a donde Edith y la encontró muy
afectada en la cama. Venía de interrumpir un embarazo y, al
preguntarle Mary por qué en vez de tomar esa medida tan radical no
se había casado con el padre, ella le respondió que no sabía de
quién era el hijo y lo último que quería era un marido o una
criatura.
Siguen
la rutina de limpieza en el departamento de Edith, con paredes
repletas de libros desde el suelo hasta el techo. Mary trapea el
piso, pasa el plumero por los estantes, siempre con su portaporros a
la mano para aliviar la carga del día. ¿Estás seguro que no
quieres un toque? insiste la morena, te lo estás perdiendo.
Finalmente, TC da su brazo a torcer y es hora de cederle la palabra:
Vaya
que he probado algunas hierbas poderosas, nunca tanto como para crear
hábito, pero suficiente para juzgar la calidad y saber la diferencia
entre mexicana corriente y contrabando de lujo como bastoncitos
tailandeses o la suprema Maui-Wawi. Pero después de fumar un troncho
entero de los de Mary y a mitad del segundo, me sentí como poseído
por un espíritu delicioso, abrazado de una hilaridad locamente
maravillosa: el espíritu me hacía cosquillas en los pies, me
rascaba la cabeza, me besaba ardoroso con sus labios rojos
azucarados, metiéndome su lengua de fuego hasta las profundidades de
la garganta. Todo brillaba; mis ojos eran como telescopios; podía
leer los títulos de los libros en el estante más alto...
En
un arranque de picardía, TC le pregunta a Mary si alguna vez le ha
hablado de estas delicias a su confesor. Lo que el Padre McHale no
sabe, no le hace daño, responde como una flecha la morena, tómate
un caramelito de estos para que te sepa mejor, es de menta.
La
siguiente tarea es limpiar la casa de una pareja de ancianos judíos.
Una vez allí, el ingente consumo de peruanidad les abre el apetito y
se dan un festín con todo lo que encuentran en la refrigeradora.
Ponen música, bailan ritmos latinos que Mary domina gracias al
finadito. Hasta que de repente... (la continuación está en el
libro, ¡lo siento!).
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