jueves, 13 de mayo de 2010

HUAMANGA – HUANCAYO ONE WAY

Este ómnibus no se parece en nada al que tomé el otro día para el trayecto Lima – Ayacucho, fue lo primero que constaté al llegar al terral-terminal terrestre y preguntar por el carro a Huancayo. Tenía un solo piso. Se le veía bastante añejo. Dos esforzados mozalbetes iban estibando y acomodando el equipaje encima del techo – ¡qué miedo! Pensé en mi mochila y si la volvería a ver al llegar a la „lejana“ región de Junín. Pero por ahí había oído decir que la carretera estaba asfaltada en casi toda su extensión. Entonces, por qué preocuparse.

Una hora antes, delante del Mercado Municipal, comencé el día entibiando mi anatomía con un reconfortante emoliente.

- ¿Lo desea con todo, caballero?

...me preguntó delicada la emolientera apuntando con la mano hacia la hilera de botellas con diferentes colores y sabores de hierbas aromáticas medicinales.

- Póngame todo, caserita.

- Aquí tiene, señor, con su limoncito, linaza, muña, colecaballo, uñegato y alfalfa para que relinche ud. como un caballo.

- Muy amable, casera, gracias.

- Oiga, ud. no es de acá, ¿verdad?

- ¿Por qué me dice eso, caserita?

- Es que acá los hombres no dicen „gracias“ ni piden „por favor“.

- ¿De veras?

- Su emoliente piden, pagan y se van nomás.

- Tienes que educarlos, pues, casera. ¡Hasta lueguito!

Apenas 350 kilómetros separan Huamanga de Huancayo. Casi nada, para un país tan grande como el Perú. Pero por increíble que parezca, me dijeron que necesitaríamos entre siete y ocho horas para el trayecto. Comencé a dudar de la información relativa al buen estado - „asfaltado“ - de la totalidad de la ruta. Para no tener que pasar hambre durante una jornada tan larga, compré dos chaplitas con queso en el quiosco del terminal antes de partir. A mi lado iba sentada una muchacha que no tenía más de veinte años con su bebito de meses en el regazo. Más adelante, cuando se durmió el crío, lo tendió en el suelo a sus pies.

¡Pasajeros para Huanta! pregonó el segundo de a bordo al pasar por una populosa plaza en las afueras de Ayacucho. ¿Huanta? pensé. Pero ¿acaso está Huanta en la ruta a Huancayo? Temí haberme equivocado de ómnibus. Me cercioré preguntándole a uno de los choferes y me tranquilizó: Huanta estaba en efecto en la ruta de Huancayo. Normalmente viajo mapa en mano, no sé qué pasó esta vez. Tal vez el fragor de los días previos con la presentación del libro había hecho que se me olvidaran compañeros imprescindibles de viaje como un par de buenos mapas de carreteras.

No había pasado ni una hora desde que dejamos Huamanga y después de bordear unos desfiladeros de tierra roja, avistamos el verde valle huantino. Pensé en la ubicua y cantarina Magaly Solier, en La hora azul, en Abril Rojo. Huanta siempre aparecía cuando se hablaba de los tiempos bravos de la lucha anti-terrorista. No llegamos hasta el centro, el terminal de autobuses quedaba - como casi siempre - en las afueras del lugar, pero se notaba que era un valle muy verde, fértil, exuberante y me quedé con ganas de volver.

Saliendo de Huanta, horror de los horrores, se terminó el asfalto. Esto ha de ser un trecho en obras, me dije con cierto optimismo basado en la ignorancia. Pasarían más de cuatro horas hasta volver a rodar sobre una carretera asfaltada. En la medida en que nos alejábamos de la capital huamanguina, aumentaba también la población del ómnibus. Si en Ayacucho todavía quedaban algunos asientos libres, después de Huanta el viaje se convirtió en una apología a la informalidad. Mamachas sentadas por todo lo largo y ancho del suelo del vehículo con sus sombreros y sus canastas, bastantes más pasajeros que lo que decía el aviso de seguridad de la empresa de transportes.

Mi experiencia antropológica llegó a su cúspide pasando Churcampa, poblado en un valle que ya pertenece a la región de Huancavelica donde nos detuvimos para el almuerzo. Regresando al autobús, dos de las mamachas se pusieron a comentar jocosamente algo en su quechua natal donde la única palabra que fatalmente entendí fue gringo. Al parecer los otros pasajeros sí comprendieron el chiste y comenzaron a reírse. Ese día, el único a bordo que calificaba para gringo era yo y maldije por breves instantes manejar con soltura seis lenguas europeas mas no nuestro vernacular quechua. Me habría encantado responderles algo pícaro en runa simi para ver la cara de espanto que me ponían. Será para la próxima. Un amable pasajero me preguntó si quería saber lo que habían dicho las mamachas. Si es algo bueno, dígamelo, si no, guárdeselo nomás. El discreto viajero sonrió y calló. Tres horas más tarde y luego de flanquear la represa del Mantaro que me imaginaba más grande de lo que es, llegamos a Izcuchaca y por fin volvimos a rodar sobre asfalto. Después de esquivar a dos vacas y cinco becerros ¡Huancayo a la vista!

En el terminal de la empresa, oh sorpresa, no logré divisar a persona alguna que pudiera estar esperándome, como habíamos quedado. Esto no es Alemania, así que me senté cómodamente y me puse a actualizar mi bitácora de viajes. Cuando había pasado más de media hora, llamé a mi anfitriona y me aseguró que su asistente ya estaba en camino a recogerme. La dulce Stefany me llevó al hotel, hicimos las compras que faltaban para la presentación de esa noche y nos regalamos un lonchecito que me ayudó a reponerme de las ocho horas de carretera.

Tuve muy mala puntería al momento de escoger la tenida para la ocasión y me puse la ropa más deportiva que llevaba en la mochila. En la Casa de la Juventud ubiqué inmediatamente a mis anfitriones y nos dirigimos a un enorme auditorio que tuve la certeza de que no se podría llenar ni siquiera ofreciendo cerveza gratis. Al llegar los panelistas, me miraron uno por uno de pies a cabeza y pude leer la desaprobación en sus ojos. Todos ellos bien elegantes en sus ternos y corbatas y el invitado de la noche de lo más informal.

A pesar de mi indumentaria deficitaria, la presentación de esa noche fue una de las más bellas que recuerdo. Los comentarios de los panelistas fueron tan sinceros, tan elogiosamente críticos que, cuando llegó mi turno, retomé citas de cada uno de ellos antes de proceder a leer pasajes de Coctel Selva Negra. El público participó, se rió, hicieron preguntas y finalmente un grupo pequeño de estudiantes tuvo la gentileza de llevarme hasta altas horas de la madrugada a las discotecas más modernas de Huancayo donde fui testigo – ojo: testigo y no actor, muy a pesar mío – de escenas no aptas para este blog.

2 comentarios:

  1. chevere, yo viajo por todo el peru porque la empresa en donde trabajo me envia. y si pues los viajes son asi como muy bien lo describes, pero con sus cositas nuestro peru es maravilloso si o no ? SIGUE VIAJANDO ... SUERTE .

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  2. Hola "Anónimo". Gracias por tu comentario. Qué suerte tienes que puedes viajar mucho por nuestra tierra. ¿Hay algún departamento/región que todavía no conozcas? A mí me faltan todavía ocho: Amazonas, San Martín, Huánuco, Pasco, Ucayali, Madre de Dios, Apurímac y Moquegua...poco a poco... SUERTE para ti también.

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