martes, 31 de agosto de 2010

EL PASADO AL OTRO LADO

Gracias a mi confiable despertador y al colectivo Olivos – Boca, después de atravesar kilómetros de avenidas flanqueadas por modernos edificios y alguno que otro en vías de demolición, llego perfectamente y con la debida anticipación al terminal fluvial de Puerto Madero Sur. Es la primera vez que voy a cruzar el Río de la Plata a ras del agua. Hace una semana lo crucé por aire y de noche, con lo cual los únicos indicios a la mano eran las escasas luces en el lado uruguayo, luego un gran agujero negro y en la otra orilla el interminable mar de luces de Buenos Aires.

Equipado con un café con leche y una medialuna en la barriga, obedezco al llamado a los pasajeros para embarcar. Pero se trata de una travesía internacional, así que antes de subir a la motonave es necesario pasar el control de pasaportes. Me sorprende ver a dos personas controlando y sellando los documentos de cada pasajero. La explicación: para facilitarles las cosas a los viajeros, los gobiernos de Argentina y Uruguay acordaron controlar a un solo lado del río. Es decir que en Buenos Aires trabaja un policía uruguayo que te sella la entrada en Uruguay y al momento del desembarco en Colonia simplemente abandonas la nave, el terminal fluvial y sigues tu camino. Muy customer-minded.

Son las primeras horas de la mañana de un día espléndido y el Río de la Plata hace todos los honores a su nombre reflejando los rayos del sol oblicuo de otoño. El agua está tranquila y la nave avanza sin prisa pero con determinación hacia el noreste. Nada hace presagiar que el viaje de retorno será una pesadilla. Avistamos los primeros islotes que anuncian la inminente llegada a la banda oriental. Con una buena dotación de pesos uruguayos en los bolsillos „tomamos“ la calle Rivera – en esta región del mundo hispano sería inapropiado „cogerla“ – en dirección a la avenida General Flores.

Lo primero que me llama la atención es que, saliendo de una megalópolis como Buenos Aires, Colonia parece que se hubiera quedado anclada en el pasado. Su población es casi 600 veces menor que la porteña, por lo tanto no hay mucho tráfico, todavía se ve algunos coches tirados por mulas o caballos. Todo te trasmite una sensación inevitablemente deliciosa de cámara lenta. En la oficina de información turística, un muchacho de Conchillas que por su buen ver merecería ser considerado de interés nacional, nos indica sus lugares favoritos en un plano bastante añejo.

No le hago caso, por supuesto, y recorriendo las empedradas calles del pintoresco centro histórico, llego a la conclusión de que la principal preocupación del coloniense es sin duda alguna quedarse sin yerba mate o agua para cebarla: si no, cómo se explica que casi todos lleven un termo y su bombilla en unos prácticos estuches de cuero. Pero la mayor de las sorpresas está aún por llegar: Colonia cuenta con la más surrealista maceta que he visto en mi vida, un carro de los años 30 ó 40, ubicado al lado del restaurante y bar Drugstore.

Finalmente, después de haber pasado tres días en Uruguay, me embarco hacia Buenos Aires. Ha llovido todo el día y la salida se retrasa por una tormenta. La naviera invita al público a servirse un aperitivo por cuenta de la empresa. Como mucho más de lo que me provoca por el puro hecho de ser gratis. Antes de terminar mi último mordisco de alfajor y luego de una medialuna de jamón y queso, los altavoces invitan a embarcar a los pasajeros a Buenos Aires.

Un risueño vigilante nos pregunta pícaro ¿por qué comieron tanto? al pasar a su lado. Pienso en la sensación de hartazgo que me invade y en las olas que nos esperan en el río-mar. Ya es de noche y la nave se mueve como una cáscara de nuez. La tripulación reparte bolsitas para el mareo a diestra y siniestra. Augurio de que algo nada apetitoso va a pasar. Más adelante se reparten pañitos embebidos en alcohol. Pido uno para mí también. Felizmente, el puerto de Buenos Aires llega más rápido que las náuseas.

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