Apreciada
Dra. Koepcke de Diller, querida Juliane:
Me
acabo de leer de un tirón Als ich vom Himmel fiel – Wie mir der Dschungel mein Leben zurückgab (Cuando caí del cielo – De
cómo la selva me devolvió la vida), tu autobiografía en 304
páginas y te aseguro que, si por mí fuera, podrían haber sido 608.
Así te cautiva el relato que entrelaza magistralmente la historia de
tu vida con un reciente viaje de Múnich, ciudad donde resides, a la
niña de tus ojos: la reserva natural de Panguana en la Amazonía
peruana.
Por
supuesto que no podía faltar una narración detallada del vuelo
Lansa 508 de la Nochebuena de 1971, esos 35 minutos que si bien te
convertirían muy a pesar tuyo en una de las chicas más famosas del
mundo, al mismo tiempo se cobrarían con la vida de Maria, tu madre,
y todos los otros pasajeros que tampoco tuvieron la suerte de
sobrevivir el accidente.
Cuando
la gente te pregunta cómo haces para subirte a un avión – a
muchos aviones, habría que acotar – después de lo que pasaste, tu
respuesta es puro Juliane Koepcke: con
fuerza de voluntad y disciplina... si quiero volver a la selva, tengo
que tomar el avión.
Y con un fino humor añades que los colegas que te acompañan en esos
viajes suelen bromear que no hay manera más segura de volar que
hacerlo contigo, tomando en cuenta que es altamente improbable que
una misma persona sufra dos accidentes de aviación... al menos
estadísticamente hablando.
Sin
lugar a dudas tienes la genética de tu lado. Hans-Wilhelm, tu padre,
recorrió a pie Europa entera y luego atravesó Sudamérica desde
Recife hasta la frontera peruana antes de establecerse como
investigador en Lima. Su resistencia, sumada a la tenacidad de tu
mamá, te sirvieron para sobrevivir en la selva aquellos
interminables once días hasta que por fin pudiste encontrar ayuda.
¡Qué angustia sentir a los aviones de rescate encima de las copas
de los árboles y no poder contactar con ellos!
Perdida
en el infierno verde
se titula la película basada en tu experiencia. Tú jamás llamarías
así a la selva que te salvó la vida amortiguando la caída con sus
ramas, hojas y lianas; la selva que te protegió de los rayos solares
cuando perdiste el conocimiento y te ayudó a encontrar el camino de
regreso a la civilización. Lo cierto es que, si bien para una
criatura de ciudad la selva puede ser un infierno verde, tú que
habías vivido varios años en plena Amazonía estabas perfectamente
familiarizada con ella y sus secretos. Sabías que si encontrabas
agua, tenías que seguir su curso porque donde hay un río, ahí vive
gente. Es más, esos once días de peregrinación forjaron un lazo
inquebrantable entre la selva y tú: ella te salvó la vida y tu
dedicarías la tuya a su conservación prolongando así el trabajo de
pioneros que iniciaron tus padres en el centro de investigación de Panguana, provincia de Puerto
Inca, región de Huánuco, Perú.
Especialmente
tiernas me parecen las anécdotas familiares como el matrimonio de
Maria con Hans-Wilhelm en la iglesia matriz de Miraflores. Al momento
de oficiarse la ceremonia, ninguno de los contrayentes dominaba el
castellano y de repente se produjo un extraño silencio en la iglesia
hasta que el párroco se impacientó: señora,
¡diga SÍ!
O
cuando tu madre utilizó la palabra alemana Karacho
(que se pronuncia como la palabrota carajo)
para describir la alta velocidad a la que iba un carro y fue
amonestada sutilmente: era mejor que una dama no utilizara ese
vocablo tan vulgar. Lo mismo al preguntarle a tu padre por qué
cuando hablaban en castellano trataba de usted a su propia hija y te
confesó ruborizado que nunca había aprendido las formas verbales
del tú y siendo un alemán muy formal, trataba a todo el mundo de
usted.
¡Y
esa llamada de Werner Herzog en 1998! Fue modesto al presentarse por
teléfono como un director de cine al que le gustaría filmar un
documental sobre tu vida. No quería una simple entrevista, qué va,
sino volar contigo al Perú y desandar tu camino desde el lugar del
accidente hasta el río Shebonya, donde te encontraron los leñadores.
Después de las épicas producciones Aguirre, la ira de Dios (1972) y
Fitzcarraldo (1981), Herzog era todo un experto en rodar películas
amazónicas. Lo consultaste con Erich, tu marido, y a él le pareció
que te haría bien, que una oportunidad así no se te iba a presentar
dos veces en la vida.
Tú
estabas hasta las narices de periodistas a los que les contabas una
historia y publicaban otra, pero esta vez las cosas se dieron de otro
modo. El rodaje con un director de la talla y sensibilidad de Herzog
finalmente fue la mejor terapia que pudiste recibir. Qué sorpresa al
enterarte de que aquella fatídica mañana de diciembre de 1971,
Herzog y su equipo estaban igual que uds. en el aeropuerto Jorge
Chávez tratando de conseguir cupo para el vuelo Lima – Pucallpa
donde se realizaría el rodaje de Aguirre. Maria y tú lograron
embarcarse, pero Werner y su gente se quedaron atrás refunfuñando...
hasta enterarse del accidente.
No
hubo lágrimas ni arrebatos emocionales al recorrer los escombros del
avión Lansa que – ironía del destino – había sido bautizado
Mateo Pumacahua y, como su epónimo mártir de la
independencia, terminó descuartizado. El shock que significó el
impacto desde una altura de 3.000 metros todavía producía el efecto
de verlo todo desde afuera, como si la chiquilla caída del cielo en
1971 fuese otra persona. Pero sí, esas semanas con Herzog liberaron
las últimas barreras, pudiste reconquistar tu pasado y se sentaron
las bases para publicar tus memorias trece años después, en el
2011.
Terminan
así cuarenta años en que tu historia fue contada y, a veces más, a
veces menos, tergiversada en los innumerables medios que la
difundieron. Como dijo Herzog, querida Juliane, tu historia no te
pertenece a ti nomás, te guste o no, es propiedad pública.
¡Nos
vemos en Panguana!
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