lunes, 9 de julio de 2012

CAÍDA DEL CIELO


Apreciada Dra. Koepcke de Diller, querida Juliane:

Me acabo de leer de un tirón Als ich vom Himmel fiel – Wie mir der Dschungel mein Leben zurückgab (Cuando caí del cielo – De cómo la selva me devolvió la vida), tu autobiografía en 304 páginas y te aseguro que, si por mí fuera, podrían haber sido 608. Así te cautiva el relato que entrelaza magistralmente la historia de tu vida con un reciente viaje de Múnich, ciudad donde resides, a la niña de tus ojos: la reserva natural de Panguana en la Amazonía peruana.

Por supuesto que no podía faltar una narración detallada del vuelo Lansa 508 de la Nochebuena de 1971, esos 35 minutos que si bien te convertirían muy a pesar tuyo en una de las chicas más famosas del mundo, al mismo tiempo se cobrarían con la vida de Maria, tu madre, y todos los otros pasajeros que tampoco tuvieron la suerte de sobrevivir el accidente.

Cuando la gente te pregunta cómo haces para subirte a un avión – a muchos aviones, habría que acotar – después de lo que pasaste, tu respuesta es puro Juliane Koepcke: con fuerza de voluntad y disciplina... si quiero volver a la selva, tengo que tomar el avión. Y con un fino humor añades que los colegas que te acompañan en esos viajes suelen bromear que no hay manera más segura de volar que hacerlo contigo, tomando en cuenta que es altamente improbable que una misma persona sufra dos accidentes de aviación... al menos estadísticamente hablando.

Sin lugar a dudas tienes la genética de tu lado. Hans-Wilhelm, tu padre, recorrió a pie Europa entera y luego atravesó Sudamérica desde Recife hasta la frontera peruana antes de establecerse como investigador en Lima. Su resistencia, sumada a la tenacidad de tu mamá, te sirvieron para sobrevivir en la selva aquellos interminables once días hasta que por fin pudiste encontrar ayuda. ¡Qué angustia sentir a los aviones de rescate encima de las copas de los árboles y no poder contactar con ellos!

Perdida en el infierno verde se titula la película basada en tu experiencia. Tú jamás llamarías así a la selva que te salvó la vida amortiguando la caída con sus ramas, hojas y lianas; la selva que te protegió de los rayos solares cuando perdiste el conocimiento y te ayudó a encontrar el camino de regreso a la civilización. Lo cierto es que, si bien para una criatura de ciudad la selva puede ser un infierno verde, tú que habías vivido varios años en plena Amazonía estabas perfectamente familiarizada con ella y sus secretos. Sabías que si encontrabas agua, tenías que seguir su curso porque donde hay un río, ahí vive gente. Es más, esos once días de peregrinación forjaron un lazo inquebrantable entre la selva y tú: ella te salvó la vida y tu dedicarías la tuya a su conservación prolongando así el trabajo de pioneros que iniciaron tus padres en el centro de investigación de Panguana, provincia de Puerto Inca, región de Huánuco, Perú.

Especialmente tiernas me parecen las anécdotas familiares como el matrimonio de Maria con Hans-Wilhelm en la iglesia matriz de Miraflores. Al momento de oficiarse la ceremonia, ninguno de los contrayentes dominaba el castellano y de repente se produjo un extraño silencio en la iglesia hasta que el párroco se impacientó: señora, ¡diga SÍ!

O cuando tu madre utilizó la palabra alemana Karacho (que se pronuncia como la palabrota carajo) para describir la alta velocidad a la que iba un carro y fue amonestada sutilmente: era mejor que una dama no utilizara ese vocablo tan vulgar. Lo mismo al preguntarle a tu padre por qué cuando hablaban en castellano trataba de usted a su propia hija y te confesó ruborizado que nunca había aprendido las formas verbales del tú y siendo un alemán muy formal, trataba a todo el mundo de usted.

¡Y esa llamada de Werner Herzog en 1998! Fue modesto al presentarse por teléfono como un director de cine al que le gustaría filmar un documental sobre tu vida. No quería una simple entrevista, qué va, sino volar contigo al Perú y desandar tu camino desde el lugar del accidente hasta el río Shebonya, donde te encontraron los leñadores. Después de las épicas producciones Aguirre, la ira de Dios (1972) y Fitzcarraldo (1981), Herzog era todo un experto en rodar películas amazónicas. Lo consultaste con Erich, tu marido, y a él le pareció que te haría bien, que una oportunidad así no se te iba a presentar dos veces en la vida.

Tú estabas hasta las narices de periodistas a los que les contabas una historia y publicaban otra, pero esta vez las cosas se dieron de otro modo. El rodaje con un director de la talla y sensibilidad de Herzog finalmente fue la mejor terapia que pudiste recibir. Qué sorpresa al enterarte de que aquella fatídica mañana de diciembre de 1971, Herzog y su equipo estaban igual que uds. en el aeropuerto Jorge Chávez tratando de conseguir cupo para el vuelo Lima – Pucallpa donde se realizaría el rodaje de Aguirre. Maria y tú lograron embarcarse, pero Werner y su gente se quedaron atrás refunfuñando... hasta enterarse del accidente.

No hubo lágrimas ni arrebatos emocionales al recorrer los escombros del avión Lansa que – ironía del destino – había sido bautizado Mateo Pumacahua y, como su epónimo mártir de la independencia, terminó descuartizado. El shock que significó el impacto desde una altura de 3.000 metros todavía producía el efecto de verlo todo desde afuera, como si la chiquilla caída del cielo en 1971 fuese otra persona. Pero sí, esas semanas con Herzog liberaron las últimas barreras, pudiste reconquistar tu pasado y se sentaron las bases para publicar tus memorias trece años después, en el 2011.

Terminan así cuarenta años en que tu historia fue contada y, a veces más, a veces menos, tergiversada en los innumerables medios que la difundieron. Como dijo Herzog, querida Juliane, tu historia no te pertenece a ti nomás, te guste o no, es propiedad pública.

¡Nos vemos en Panguana!

No hay comentarios.:

Publicar un comentario