Cuando
llegué a Estonia en busca del pueblo natal de mi madre, nunca
imaginé que diez días más tarde abandonaría esa pequeña
república báltica con más interrogantes que los que tenía a mi
llegada al puerto de Tallin.
Pude
gozar conscientemente la compañía evasiva de esa buena señora muy
poco tiempo. Su paso por la tierra fue bastante breve pero movido:
mis abuelos huyeron con ella de la invasión soviética hacia
Alemania. Después de 1945, decidieron seguir viaje y cruzar el
Atlántico, el canal de Panamá para instalarse al otro lado del
mundo en el Perú, que es donde finalmente conoció a mi padre.
Yo
estaba todavía en la primaria cuando ella murió de una misteriosa
enfermedad sin haber completado siquiera ocho lustros. Me dejó
recuerdos vagos en sepia y su documento de identidad emitido en
Alemania con la indicación del lugar y fecha de su estonio
nacimiento. Con los años, su recuerdo se ha ido difuminando.
Pasaron
varias décadas y, al poco tiempo de haberme instalado en la Alemania
reunificada, se desplomó la Unión Soviética. El país natal de mi
madre era de repente una república independiente y se convertía así en una opción visitable. Entre los retos de mi
nueva profesión y la flamante vida de pareja, vacilé tanto en dar
el paso que recién con el cambio de milenio me arriesgué a comprar
los pasajes para un crucero que nos llevaría a mi esposa y a mí
desde Rostock hasta Tallin.
Después
de unos días en la capital estonia, con las visitas de ley,
alquilamos un carro para viajar a Kibuna, el pueblo donde según su
documento había nacido mi madre. Para nuestra sorpresa, en el
registro civil del concejo municipal no aparecía su nombre en los
libros del año correspondiente. Consultamos en las mismas entidades
de los pueblos vecinos pero tanto en Munalaskme, Kaasiku, Laitse,
Vasalemma como en Veskiküla la respuesta fue siempre negativa. ¿Qué
pasa entonces? ¿Acaso nací del aire? ¿De dónde salió mi madre?
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