Tú
la pasaste muy duro en tus primeros años europeos, un peregrinaje
que te llevó por todas las penínsulas, desde la ibérica a la
escandinava pasando por la balcánica para recalar al fin en el país
de la bota del que no te piensas mover hasta el final de tus días.
Yo me fui de casa casi a la misma edad que tú, bordeando los
veintiún años – curiosa coincidencia. Solo que al comienzo lo
tuve todo mucho más fácil. Un confortable viaje en avión, nuestra
prima diplomática esperándome en la puerta del B-747 en Frankfurt,
una situación holgada durante los seis primeros meses en tierras
germanas.
Cuando
tú finalmente llegaste al balneario catalán donde estudiaba tu
novia, te diste con que ella estaba con otro chico y por si fuera
poco el usurpador se llamaba igual que tú. Pero eran los años del
destape y la movida así que los tres se acomodaron amigablemente sin
dudas ni murmuraciones. Te pusiste a trabajar en un bar sin tener la
menor idea de tragos ni cocteles. En tus propias palabras: mis
primeros cubalibres parecían alcohol de 90 grados.
Pasaron
más de tres años, ya te habías mudado al centro de la bota, cuando
volvimos a vernos. La tía Marita vendió su casa y te regaló el
pasaje de avión en la fenecida British Caledonian. Para la sorpresa
de toda la familia, el otrora espárrago volvió con una marcada
curvatura abdominal convexa. La
buona pasta
iba dejando sus huellas. Además, después de 48 horas sin poderte
asear desde que saliste de Perugia hasta Génova para coger el avión
a Londres, tuvimos que mandarte directo a la ducha. Sucumbiendo a la
punzante presión familiar – concretamente: madre y hermanas
mayores – a los pocos días también te cortaste el pelo y la
barba.
Tu
castellano se había convertido irrevocablemente en un itañol
donde preposiciones, adverbios y otros vocablos de ambas lenguas
coexistían alegre, pacífica pero no siempre comprensiblemente. Lo
más real-maravilloso de tu visita fue el viaje al norte que hicimos
dos hermanos, tú y yo, y dos hermanas en unos incómodos autobuses
para estar unos días con nuestro padre en su pueblo natal. Me senté
a tu lado y las once horas de Panamericana fuimos conversando de mil
cosas, de tus aventuras europeas, de mis inquietudes prepúberes. Me
contaste que a mi edad te la corrías todos los días... sentí
cierta familiaridad pero no me atreví a compartirla en ese momento,
llevaba menos de un año ejerciéndola.
En
Puerto Eten, el general nos tuvo muy mimados. Abrió una cuenta en la
bodega Neciosup para que compráramos lo que se nos antojase, hasta
que las chicas abusaron de la generosidad y el viejo cerró la
cuenta. Hacíamos largas caminatas por la orilla del mar y de vez en
cuando cambiábamos el idilio etenano por el bullicio urbano de
Chiclayo. Así llegamos de visita a la moderna casa de una familia
que también veraneaba en el Puerto, donde me quedé boquiabierto al
oír decir a un chico de tu edad que la vida hay que vivirla y si te
provoca dar el culo, lo das y ya está.
De
ese primera visita me dejaste, a modo de legado, la frase ¡abre tu
pan! Me veías demasiado pegado a hermanas, padre, abuelas y querías
que saliera de ese cascarón protector pero al mismo tiempo inhibidor
del desarrollo personal. A treinta años de aquella conversación,
creo no haberte decepcionado. Salí de casa por cuatro meses y,
veinticuatro años y medio después, todavía no he regresado.
En
los seis años que pasaron entre tu primera y segunda visita al hogar
familiar, la ballenita que eras se convirtió en un magrísimo yogi
tan esforzado que te podías pasar los tobillos por detrás de la
nuca. Fue en ese lapso que escribiste tus célebres testamentos,
belicosos ajustes de cuentas con tus progenitores... tan
desgarradoramente escritos – léase: cero diplomacia en la elección
del vocabulario – que agrandaron la brecha que te separaba de
ellos.
A
pesar de no estar directamente implicado en tus feroces epístolas,
te escribí que me parecía mejor no llevar al papel nada que no te
atrevieras a decirle cara a cara a la otra persona. En la casa hubo
mucho escándalo por las palabrotas que pusiste y poca reflexión
sobre los temas de fondo que tocabas. En nuestra familia no estábamos
acostumbrados a negociar las cosas juntos sino a acatar órdenes.
Muchos años más tarde, el viejo te sorprendió devolviéndote los
testamentos a modo de reconciliación. Los tenía guardados bajo
llave en su escritorio. ¿Los has guardado tú también? Algún día
me gustaría volver a leerlos.
Durante
esa etapa yogi, entró a tu vida para quedarse una pelirroja de ojos
azules y labios sensuales. En el 87 viajaste con ella a Lima para
recorrer costa, sierra y selva y pasar el mínimo tiempo
indispensable – navidad incluida – en familia. Sabiendo que al
viejo le gustaba jugarse bromitas con extranjeros incautos,
previniste a la colorá que sin embargo no pudo esquivar una de sus
triquiñuelas, haciéndola pronunciar en italiano el nombre de una de
las colinas de Roma, muy malsonante para un hogar limeño
clasemediero: el Pincio. Pero más revuelo todavía causó la
confusión del imbarazzo
italiano con el castellano embarazo,
lo que hizo creer a mamá y hermanas que se venía un sobrino más
pero no era sino la descripción de una situación embarazosa que
había pasado la intrépida colorá.
No
tardó en vengarse la etrusca visitante. Respondiendo a la
caballerosidad de su suegro in spe, que le abría la puerta del
carro, preguntó con ironía ¿la
cortesia peruviana?
De ahí en adelante tuvo que abrir y cerrar la puerta ella misma.
Asimismo, durante el almuerzo de despedida en un hotel miraflorino,
comentando la vista que llegaba desde las montañas hasta el
Pacífico, describió el paisaje como proprio
brutto.
En mi incipiente italiano, interpreté el brutto
como un comentario relativo al brutal contraste entre riqueza y
pobreza en el casco urbano limeño. Mucho tiempo después aprendí
que brutto
significaba feo y comprendí que lo que la colorá veía desde el
hotel, simple y llanamente no le gustaba... y que para ella nunca
sería una opción mentir solo para halagar a sus anfitriones, en
claro choque con las diplomáticas costumbres andinas. ¡Tal para
cual!