Tú
me conoces desde 1966. Yo te recuerdo a partir del 70 o 71. Tú llegaste como último eslabón de una cadena de muchachos seis, cuatro y tres
años mayores que tú. Tenías apenas dos años cuando nació una niña
que acaparó la atención de todos y te relegó a una especie de
limbo afectivo: un hijo sánduche, muy chico para seguir los pasos de tus hermanos mayores y opacado por la hermana pequeña, sin contar al
inoportuno benjamín que nació siete años más tarde.
Tú
estás dotado de una asombrosa capacidad de observación, gran
creatividad, agudísima inteligencia, voracidad literaria – no
menos de un libro por semana – y gastronómica, que acentúa la
fortuna de vivir en el país de los spaghetti
alla carbonara
y el pane
e pomodoro.
Tu sentido del humor puede ser incómodo y tu franqueza está en
permanente riña con la diplomacia. De ella diste muestra el día que
nos conocimos, o sea que tú me conociste pues yo no tengo recuerdo
alguno de aquella visita en que te mostraron a tu hermano menor, que,
por la presión del alumbramiento inducido farmacológicamente,
estaba hinchado por todas partes, también las pudendas, hinchazón
que te hizo exclamar con la espontaneidad de tus nueve años qué
tales yurfleis que tiene.
Tú me agarraste manía cuando comencé a memorizar los países y capitales
del mundo y fungía de monito sabio de cuatro años,
deslumbrando a los tíos abuelos y otros visitantes. Teniendo a la
sazón el doble de mi estatura, con otro de los chicos inventaron la
ocurrencia de llamarme supuestamente para recibir una sorpresa que,
al acercarme entusiasmado, se convertía en alzar una pierna y
lanzarme una ventosidad en la cara. ¡Juré venganza!
Tú
siempre querías acompañar a tus hermanos mayores y te ponías su ropa
que te quedaba tres tallas demasiado grande. Una noche de sábado, en
la habitación que compartíamos tres de los hermanos, noté que se
alistaban para la salida de ley. Tú todavía no tenías permiso para
ir con ellos, por eso colocaste varias almohadas bajo tus sábanas para
hacer de cuenta que estabas durmiendo plácidamente. No sabías que el
pequeño vengador observaba relamido la escena pues iba a denunciarte apenas hubieran desaparecido en la noche limeña. Y te
tocó castigo. Claro que no tanto como cuando tuviste la desdichada idea
de despacharte una pata de pavo que nuestro progenitor, cuyo humor en
materia de jamancia era glacial, había dejado reposando en el horno
desde la víspera.
Tú
tendrías quince o dieciséis años y un apetito voraz a pesar de ser
flaco como un espárrago. Terminabas de almorzar y te echabas a ver en la tele La
isla de Gilligan con cuatro panes con mantequilla y azúcar en cada mano. Aquella tarde infame, llegaste a casa, viste la
jugosa presa en el horno y no dudaste un instante en tomar posesión de
la misma. Una hora después fui testigo de cómo tu esbelta figura
era zarandeada a patada limpia por el general desprovisto de su
sabrosa merienda. Esa tristemente célebre pata de pavo se convirtió
en un hito en tu relación hijo-padre. Cuatro décadas más tarde, el
general en su lecho de muerte y tú sin apartarte un instante de su
lado, seguían haciéndose bromas sobre el fugaz avechucho.
Una
vez viajamos juntos a Cajamarca, solo nosotros dos acompañando a
nuestros padres. En las noches frías de los Andes, tú me dejabas
embobado con trucos de magia que habías aprendido vaya ud. a saber
dónde. Decapitabas fósforos con un pelo y hacías danzar las
envolturas de cigarrillos. El año siguiente, entré al mismo colegio
que tú estabas a punto de terminar y a veces me escurría al patio de
los grandes para verte orgulloso en tu pupitre de secundaria.
Luego ingresaste al primer intento a la universidad para darte
cuenta de que no te interesaba nada de lo que estudiabas. El general te consiguió algunos trabajitos que tampoco lograron entusiasmarte
demasiado.
Por
aquel entonces te enamoraste perdidamente de una amiga de nuestra
vecina, ambas norteñas fogosas. Una vez, me dijeron para ir con
uds a la playa de la Chira. Tenían el carro de uno de nuestros
hermanos y un kilo de manzanas perita a modo de merienda. Caminamos
un trecho a la orilla del mar y, con la espontaneidad de los
setentas, de repente me anunciaron vamos a ir a hacer el amor en las
peñas, tú nos esperas aquí. Faltaban cuatro años para mi primera
polución nocturna así que tenía cierta noción de lo que se traían
entre manos pero no perdí el tiempo imaginándome cosas. Pero sí me
impacientó la demora en regresar la aguerrida parejita y, cuando vi
sus siluetas a lo lejos, caminé a su encuentro para tirarles una
perita mordida a modo de protesta por la larga espera.
Después
del episodio playero, no sé por qué tuve otra vez el mal tino de
acompañarlos a una sesión deportiva en el departamento
de nuestro hermano viajero. Había allí un gimnasio casero con
bicicleta estática y algunas pesas. Nuevamente les sobrevino el
entusiasmo y la petición quédate en la otra habitación que
nosotros queremos hacer el amor. Otra vez, Andrés, me dije. Esta vez
las distancias eran mucho menores que en la playa así que me
familiaricé con el acompañamiento acústico y atisbé la posición
de los cuatro pies, pero sin atreverme a realizar mayores
indagaciones.
La
dicha de la pareja no duró más que ese año, luego ella viajó a
estudiar a Europa. Tú te acercabas peligrosamente a tu
cumpleaños número 21 así como la amenazante espada de Damocles paterna a
tu cabeza: o regresas a la universidad o empiezas a trabajar o te
pongo las maletitas en la puerta de la casa. Gracias a un tío con
buenos contactos navieros, una gris mañana de agosto, faltando un
mes para cumplir 21, cogiste tu maletita y partiste en un barco carguero hacia tierras
europeas con la esperanza de volver a ver a tu novia.
Después
del puerto de Avonmouth, el barco recaló en
Amberes. Desde allí tomaste un tren directo a París para continuar a
la Costa Brava. En el deslumbramiento de la Ciudad Luz, te hiciste amigo de una
pareja joven que se te acercó gentilmente en la Gare du Nord. Te
ofrecieron ayuda para encontrar tu conexión a Barcelona y en la
primera esquina, navaja en mano, te despojaron de los cuatro dólares
que traías. ¡Bienvenido a Europa!
Continuará...
Continuará...
Muy buenos los textos, Sergio, felicitaciones. Va un abrazo desde Palestina, Antonio
ResponderBorrarTan gentil, don Antonio. Shalom/Salaam!
Borrar