domingo, 30 de septiembre de 2012

ÉL Y YO (2a. PARTE)

Tú la pasaste muy duro en tus primeros años europeos, un peregrinaje que te llevó por todas las penínsulas, desde la ibérica a la escandinava pasando por la balcánica para recalar al fin en el país de la bota del que no te piensas mover hasta el final de tus días. Yo me fui de casa casi a la misma edad que tú, bordeando los veintiún años – curiosa coincidencia. Solo que al comienzo lo tuve todo mucho más fácil. Un confortable viaje en avión, nuestra prima diplomática esperándome en la puerta del B-747 en Frankfurt, una situación holgada durante los seis primeros meses en tierras germanas.

Cuando tú finalmente llegaste al balneario catalán donde estudiaba tu novia, te diste con que ella estaba con otro chico y por si fuera poco el usurpador se llamaba igual que tú. Pero eran los años del destape y la movida así que los tres se acomodaron amigablemente sin dudas ni murmuraciones. Te pusiste a trabajar en un bar sin tener la menor idea de tragos ni cocteles. En tus propias palabras: mis primeros cubalibres parecían alcohol de 90 grados.

Pasaron más de tres años, ya te habías mudado al centro de la bota, cuando volvimos a vernos. La tía Marita vendió su casa y te regaló el pasaje de avión en la fenecida British Caledonian. Para la sorpresa de toda la familia, el otrora espárrago volvió con una marcada curvatura abdominal convexa. La buona pasta iba dejando sus huellas. Además, después de 48 horas sin poderte asear desde que saliste de Perugia hasta Génova para coger el avión a Londres, tuvimos que mandarte directo a la ducha. Sucumbiendo a la punzante presión familiar – concretamente: madre y hermanas mayores – a los pocos días también te cortaste el pelo y la barba.

Tu castellano se había convertido irrevocablemente en un itañol donde preposiciones, adverbios y otros vocablos de ambas lenguas coexistían alegre, pacífica pero no siempre comprensiblemente. Lo más real-maravilloso de tu visita fue el viaje al norte que hicimos dos hermanos, tú y yo, y dos hermanas en unos incómodos autobuses para estar unos días con nuestro padre en su pueblo natal. Me senté a tu lado y las once horas de Panamericana fuimos conversando de mil cosas, de tus aventuras europeas, de mis inquietudes prepúberes. Me contaste que a mi edad te la corrías todos los días... sentí cierta familiaridad pero no me atreví a compartirla en ese momento, llevaba menos de un año ejerciéndola.

En Puerto Eten, el general nos tuvo muy mimados. Abrió una cuenta en la bodega Neciosup para que compráramos lo que se nos antojase, hasta que las chicas abusaron de la generosidad y el viejo cerró la cuenta. Hacíamos largas caminatas por la orilla del mar y de vez en cuando cambiábamos el idilio etenano por el bullicio urbano de Chiclayo. Así llegamos de visita a la moderna casa de una familia que también veraneaba en el Puerto, donde me quedé boquiabierto al oír decir a un chico de tu edad que la vida hay que vivirla y si te provoca dar el culo, lo das y ya está.

De ese primera visita me dejaste, a modo de legado, la frase ¡abre tu pan! Me veías demasiado pegado a hermanas, padre, abuelas y querías que saliera de ese cascarón protector pero al mismo tiempo inhibidor del desarrollo personal. A treinta años de aquella conversación, creo no haberte decepcionado. Salí de casa por cuatro meses y, veinticuatro años y medio después, todavía no he regresado.

En los seis años que pasaron entre tu primera y segunda visita al hogar familiar, la ballenita que eras se convirtió en un magrísimo yogi tan esforzado que te podías pasar los tobillos por detrás de la nuca. Fue en ese lapso que escribiste tus célebres testamentos, belicosos ajustes de cuentas con tus progenitores... tan desgarradoramente escritos – léase: cero diplomacia en la elección del vocabulario – que agrandaron la brecha que te separaba de ellos.

A pesar de no estar directamente implicado en tus feroces epístolas, te escribí que me parecía mejor no llevar al papel nada que no te atrevieras a decirle cara a cara a la otra persona. En la casa hubo mucho escándalo por las palabrotas que pusiste y poca reflexión sobre los temas de fondo que tocabas. En nuestra familia no estábamos acostumbrados a negociar las cosas juntos sino a acatar órdenes. Muchos años más tarde, el viejo te sorprendió devolviéndote los testamentos a modo de reconciliación. Los tenía guardados bajo llave en su escritorio. ¿Los has guardado tú también? Algún día me gustaría volver a leerlos.

Durante esa etapa yogi, entró a tu vida para quedarse una pelirroja de ojos azules y labios sensuales. En el 87 viajaste con ella a Lima para recorrer costa, sierra y selva y pasar el mínimo tiempo indispensable – navidad incluida – en familia. Sabiendo que al viejo le gustaba jugarse bromitas con extranjeros incautos, previniste a la colorá que sin embargo no pudo esquivar una de sus triquiñuelas, haciéndola pronunciar en italiano el nombre de una de las colinas de Roma, muy malsonante para un hogar limeño clasemediero: el Pincio. Pero más revuelo todavía causó la confusión del imbarazzo italiano con el castellano embarazo, lo que hizo creer a mamá y hermanas que se venía un sobrino más pero no era sino la descripción de una situación embarazosa que había pasado la intrépida colorá.

No tardó en vengarse la etrusca visitante. Respondiendo a la caballerosidad de su suegro in spe, que le abría la puerta del carro, preguntó con ironía ¿la cortesia peruviana? De ahí en adelante tuvo que abrir y cerrar la puerta ella misma. Asimismo, durante el almuerzo de despedida en un hotel miraflorino, comentando la vista que llegaba desde las montañas hasta el Pacífico, describió el paisaje como proprio brutto. En mi incipiente italiano, interpreté el brutto como un comentario relativo al brutal contraste entre riqueza y pobreza en el casco urbano limeño. Mucho tiempo después aprendí que brutto significaba feo y comprendí que lo que la colorá veía desde el hotel, simple y llanamente no le gustaba... y que para ella nunca sería una opción mentir solo para halagar a sus anfitriones, en claro choque con las diplomáticas costumbres andinas. ¡Tal para cual!


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