lunes, 16 de julio de 2012

RUBÉN Y EL CURA DEL PUEBLO


A las 21 horas y 26 minutos aparece en escena, vestido de negro y con un sombrerito años cincuenta. El público, compuesto en un ochenta por ciento por latinos afincados en tierras germanas, grita, chilla, aplaude y patalea. Ondea la bandera de Panamá, cómo no, siendo el país natal de la estrella, pero también las de Colombia, Perú, Venezuela y otras naciones latinoamericanas. No cabe duda, Rubén Blades nos pertenece a todos los que amamos, admiramos y/o simplemente gozamos su música.

Doce días antes de completar sesenta y cuatro vueltas al calendario, su cara pareciera decir hago estos conciertos porque necesito plata pero preferiría refocilarme en las islas de San Blas. En cambio su voz suena como si estuvieran colocando el mejor compacto estereofónico blue-ray. Al entonar Decisiones, el tercer número del concierto, le basta comenzar cada verso y pasarle el micro al público que encantado lo completa con puntos y comas: la ex señorita embarazosamente indecisa, el vecino calenturiento de la casa de alquiler y el borracho que cree que a él el alcohol no le afecta los sentidos. 

 Rubén Blades en la Centralstation, Darmstadt, 04 julio 2012

Como una epifanía, la cara sufrida pero amable de Rubén me hace recordar al encantador cura de un pueblo rumano que conocí hace muchos años. Pero el pope Constantin ya no vive entre nosotros, las dos parroquias que tenía a su cargo se dividieron entre dos compañeros de armas más jóvenes. Uno de ellos, Liviu, tiene una esposa muy emprendedora. En la iglesia ortodoxa, tan chapada a la antigua en materia de liturgia, los sacerdotes sin embargo pueden casarse y formar una familia, tal como en las iglesias evangélicas.

Oana es indudablemente el hombre fuerte del hogar. Ella tiene un cargo de alta responsabilidad en una importante entidad estatal. Las malas lenguas dicen que logró su ascenso a través de la famosa promotion canapé, en cristiano: haciéndose amante del gerente de dicha institución. A Liviu no le importa. Lleva la cornamenta con ortodoxa dignidad y disfruta de las ventajas de tener una esposa de altos ingresos.

Ella le compra carro nuevo, le paga semanas completas de vacaciones en Tierra Santa, Egipto, diversas islas griegas pero ¡ay de que al padre se le ocurra sacar los pies del plato! Como le sucedió con una guapa hungarita en Naxos. Al enterarse Oana del affaire – que Liviu tampoco se esforzó en ocultar – le hizo un escándalo que duró varios días. Hay que ver qué poca paciencia que tiene Oana con su litúrgico marido.

A su vez, ella viaja mucho por motivos laborales y no siempre puede acompañarla el jefe amante. Pero, en cualquier caso, Liviu es algo más relajado en este rubro. Aparte de la generosa hungarita de Naxos, el único fiel consuelo del pope son las botellas de vino que atesora en su bodega privada y va libando en la soledad de sus noches balcánicas. Y la barroca liturgia de los domingos en la bisérica del pueblo, delicadamente restaurada gracias a los auspicios de una señora emigrada a Alemania. Mientras los mayores siguen con devoción el rito dominical, la creatividad de los niños convierte el pequeño cementerio adyacente a la iglesia en un improvisado parque infantil...

 Niños jugando mientras Liviu celebra la misa ortodoxa, Rumanía, 2012

miércoles, 11 de julio de 2012

SE BUSCA: MI MADRE


Cuando llegué a Estonia en busca del pueblo natal de mi madre, nunca imaginé que diez días más tarde abandonaría esa pequeña república báltica con más interrogantes que los que tenía a mi llegada al puerto de Tallin.

Pude gozar conscientemente la compañía evasiva de esa buena señora muy poco tiempo. Su paso por la tierra fue bastante breve pero movido: mis abuelos huyeron con ella de la invasión soviética hacia Alemania. Después de 1945, decidieron seguir viaje y cruzar el Atlántico, el canal de Panamá para instalarse al otro lado del mundo en el Perú, que es donde finalmente conoció a mi padre.

Yo estaba todavía en la primaria cuando ella murió de una misteriosa enfermedad sin haber completado siquiera ocho lustros. Me dejó recuerdos vagos en sepia y su documento de identidad emitido en Alemania con la indicación del lugar y fecha de su estonio nacimiento. Con los años, su recuerdo se ha ido difuminando.

Pasaron varias décadas y, al poco tiempo de haberme instalado en la Alemania reunificada, se desplomó la Unión Soviética. El país natal de mi madre era de repente una república independiente y se convertía así en una opción visitable. Entre los retos de mi nueva profesión y la flamante vida de pareja, vacilé tanto en dar el paso que recién con el cambio de milenio me arriesgué a comprar los pasajes para un crucero que nos llevaría a mi esposa y a mí desde Rostock hasta Tallin.

Después de unos días en la capital estonia, con las visitas de ley, alquilamos un carro para viajar a Kibuna, el pueblo donde según su documento había nacido mi madre. Para nuestra sorpresa, en el registro civil del concejo municipal no aparecía su nombre en los libros del año correspondiente. Consultamos en las mismas entidades de los pueblos vecinos pero tanto en Munalaskme, Kaasiku, Laitse, Vasalemma como en Veskiküla la respuesta fue siempre negativa. ¿Qué pasa entonces? ¿Acaso nací del aire? ¿De dónde salió mi madre?

lunes, 9 de julio de 2012

CAÍDA DEL CIELO


Apreciada Dra. Koepcke de Diller, querida Juliane:

Me acabo de leer de un tirón Als ich vom Himmel fiel – Wie mir der Dschungel mein Leben zurückgab (Cuando caí del cielo – De cómo la selva me devolvió la vida), tu autobiografía en 304 páginas y te aseguro que, si por mí fuera, podrían haber sido 608. Así te cautiva el relato que entrelaza magistralmente la historia de tu vida con un reciente viaje de Múnich, ciudad donde resides, a la niña de tus ojos: la reserva natural de Panguana en la Amazonía peruana.

Por supuesto que no podía faltar una narración detallada del vuelo Lansa 508 de la Nochebuena de 1971, esos 35 minutos que si bien te convertirían muy a pesar tuyo en una de las chicas más famosas del mundo, al mismo tiempo se cobrarían con la vida de Maria, tu madre, y todos los otros pasajeros que tampoco tuvieron la suerte de sobrevivir el accidente.

Cuando la gente te pregunta cómo haces para subirte a un avión – a muchos aviones, habría que acotar – después de lo que pasaste, tu respuesta es puro Juliane Koepcke: con fuerza de voluntad y disciplina... si quiero volver a la selva, tengo que tomar el avión. Y con un fino humor añades que los colegas que te acompañan en esos viajes suelen bromear que no hay manera más segura de volar que hacerlo contigo, tomando en cuenta que es altamente improbable que una misma persona sufra dos accidentes de aviación... al menos estadísticamente hablando.

Sin lugar a dudas tienes la genética de tu lado. Hans-Wilhelm, tu padre, recorrió a pie Europa entera y luego atravesó Sudamérica desde Recife hasta la frontera peruana antes de establecerse como investigador en Lima. Su resistencia, sumada a la tenacidad de tu mamá, te sirvieron para sobrevivir en la selva aquellos interminables once días hasta que por fin pudiste encontrar ayuda. ¡Qué angustia sentir a los aviones de rescate encima de las copas de los árboles y no poder contactar con ellos!

Perdida en el infierno verde se titula la película basada en tu experiencia. Tú jamás llamarías así a la selva que te salvó la vida amortiguando la caída con sus ramas, hojas y lianas; la selva que te protegió de los rayos solares cuando perdiste el conocimiento y te ayudó a encontrar el camino de regreso a la civilización. Lo cierto es que, si bien para una criatura de ciudad la selva puede ser un infierno verde, tú que habías vivido varios años en plena Amazonía estabas perfectamente familiarizada con ella y sus secretos. Sabías que si encontrabas agua, tenías que seguir su curso porque donde hay un río, ahí vive gente. Es más, esos once días de peregrinación forjaron un lazo inquebrantable entre la selva y tú: ella te salvó la vida y tu dedicarías la tuya a su conservación prolongando así el trabajo de pioneros que iniciaron tus padres en el centro de investigación de Panguana, provincia de Puerto Inca, región de Huánuco, Perú.

Especialmente tiernas me parecen las anécdotas familiares como el matrimonio de Maria con Hans-Wilhelm en la iglesia matriz de Miraflores. Al momento de oficiarse la ceremonia, ninguno de los contrayentes dominaba el castellano y de repente se produjo un extraño silencio en la iglesia hasta que el párroco se impacientó: señora, ¡diga SÍ!

O cuando tu madre utilizó la palabra alemana Karacho (que se pronuncia como la palabrota carajo) para describir la alta velocidad a la que iba un carro y fue amonestada sutilmente: era mejor que una dama no utilizara ese vocablo tan vulgar. Lo mismo al preguntarle a tu padre por qué cuando hablaban en castellano trataba de usted a su propia hija y te confesó ruborizado que nunca había aprendido las formas verbales del tú y siendo un alemán muy formal, trataba a todo el mundo de usted.

¡Y esa llamada de Werner Herzog en 1998! Fue modesto al presentarse por teléfono como un director de cine al que le gustaría filmar un documental sobre tu vida. No quería una simple entrevista, qué va, sino volar contigo al Perú y desandar tu camino desde el lugar del accidente hasta el río Shebonya, donde te encontraron los leñadores. Después de las épicas producciones Aguirre, la ira de Dios (1972) y Fitzcarraldo (1981), Herzog era todo un experto en rodar películas amazónicas. Lo consultaste con Erich, tu marido, y a él le pareció que te haría bien, que una oportunidad así no se te iba a presentar dos veces en la vida.

Tú estabas hasta las narices de periodistas a los que les contabas una historia y publicaban otra, pero esta vez las cosas se dieron de otro modo. El rodaje con un director de la talla y sensibilidad de Herzog finalmente fue la mejor terapia que pudiste recibir. Qué sorpresa al enterarte de que aquella fatídica mañana de diciembre de 1971, Herzog y su equipo estaban igual que uds. en el aeropuerto Jorge Chávez tratando de conseguir cupo para el vuelo Lima – Pucallpa donde se realizaría el rodaje de Aguirre. Maria y tú lograron embarcarse, pero Werner y su gente se quedaron atrás refunfuñando... hasta enterarse del accidente.

No hubo lágrimas ni arrebatos emocionales al recorrer los escombros del avión Lansa que – ironía del destino – había sido bautizado Mateo Pumacahua y, como su epónimo mártir de la independencia, terminó descuartizado. El shock que significó el impacto desde una altura de 3.000 metros todavía producía el efecto de verlo todo desde afuera, como si la chiquilla caída del cielo en 1971 fuese otra persona. Pero sí, esas semanas con Herzog liberaron las últimas barreras, pudiste reconquistar tu pasado y se sentaron las bases para publicar tus memorias trece años después, en el 2011.

Terminan así cuarenta años en que tu historia fue contada y, a veces más, a veces menos, tergiversada en los innumerables medios que la difundieron. Como dijo Herzog, querida Juliane, tu historia no te pertenece a ti nomás, te guste o no, es propiedad pública.

¡Nos vemos en Panguana!