miércoles, 27 de enero de 2010

EL VIAJE DEL VIEJO

Unos señores muy serios vestidos de blanco le dijeron a Gerardo que si no se dejaba conectar a una lavadora de sangre todos los días, no sobreviviría ni dos semanas. Sin dudarlo un segundo les contestó, con la serenidad de sus ochenta y cinco años, prefiero morirme tranquilo con Gago y Celia en mi casa que dejarme vampirizar por matasanos como ustedes.

Gago reunía en su persona las funciones de hombre de confianza, chofer, mayordomo y cocinero cinco estrellas de Gerardo. Había comenzado a trabajar con él unos veinticinco años atrás y, salvo alguna que otra interrupción, no se había apartado del hombre al que llegó a considerar su padre. Gerardo le celebraba los nacimientos de sus hijas, al ritmo vertiginoso de una cada año, con una propina especial y un sonoro ¡es ud. un chancletero, Gago!

Cuando, una vez jubilado, decidió mudarse de la capital mundial de la neblina a su pueblo natal, un puerto norteño que había tenido sus mejores años durante la república aristocrática y ahora parecía una aldea fantasma, Gago no dudó un segundo en acompañarlo. Allí conoció a Celia, hija de los vecinos de Gerardo, apenas veinticinco años más joven que él. La vivaz morocha le puso la mira y procedió al ataque. Al principio, Gago no le hizo caso, desatando una ofensiva mucho más intensa por parte de Celia que terminó en su rendición incondicional.

Las hijas de éste, a la sazón una docena de jovencitas de quince a treinta, asumieron la nueva relación de su padre con un alto grado de apertura, comprendiendo que tres décadas de matrimonio no son poca cosa y pueden desgastar a unos más que otros. Lo que contaba para ellas, y de eso no tenían la menor duda, era el cariño mutuo. Claro que no dejaban pasar oportunidad de hacerle bromas a su padre cuando notaron que se pintaba el pelo color betún negro sin repetir las aplicaciones con la debida frecuencia: ¡tu cabeza parece la cara del gato Félix, viejo!

Por motivos de salud, Gerardo tuvo que volver de su pueblo a la ciudad gris. Gago y Celia, que se habían vuelto inseparables, hicieron lo propio, asumiendo ella la cartera de comestibles y bebestibles que después fue ampliando hasta convertirse en kinesióloga y barchilona estrella. Elena y sus nueve retoños podían difuminarse sobre la faz de la tierra, pero Celia y Gago, por favor, no. No es que no le tuviera cariño a su familia, pero lo más importante para él era ser bien atendido. Al fin y al cabo, había pasado más de medio siglo desde aquel voto de amor eterno a Elena y, tomando en cuenta las diferentes maneras que tenían de vivir, llegaron a la conclusión de que era mejor ir cada uno por su lado, bajo el mismo techo, pero en departamentos separados.

Gerardo podía pasarse días enteros recluido en su cuarto, leyendo, viendo la televisión. No le gustaba visitar a nadie, salvo a su única hermana, ni que lo visite nadie a él. Elena, a su vez, podía pasarse días enteros en reuniones sociales, familiares, del barrio, de las chicas del colegio. Nunca le faltaban pretextos para lo que Gerardo llamaba con cierto sarcasmo su vida de conventillo. Con Celia y Gago a cargo de su esposo, Elena se sentía más libre todavía para hacer de las suyas.

Cuando Gerardo decidió interrumpir su tratamiento y regresar a casa, Elena alertó inmediatamente a sus cuatro hijos que vivían en Atenas, San Francisco, Bogotá y Trujillo para que vinieran cuanto antes si querían despedirse de su padre. Tres de ellos llegaron en menos de 48 horas, solo para la ateniense el viaje se hizo imposible. La presencia de casi todos sus hijos, además de sus entrañables Gago y Celia, hicieron que las dos semanas que habían pronosticado los hombres de blanco se duplicaran hasta una fría madrugada de agosto sin perder la lucidez que lo caracterizó hasta pocas horas antes del desenlace.

Celia se encargó de lavarlo, Gago lo afeitó y entre todos lo vistieron con la ropa que había seleccionado el mismo Gerardo minuciosamente para la ocasión. Por último, el hijo bogotano sacó un lápiz de labio de la cartera de su hermana y le puso un poco de color en las mejillas. ¡Qué haces! le increpó Elena. Un pequeño homenaje a la coquetería del viejo en la época que te conquistó, le respondió él.

Durante el velorio, se notaban dos grupos claros y distintos. Eminentemente afectados estaban, aparte de Celia y Gago, que se quedaban de golpe y porrazo sin trabajo, sin padre putativo y sin techo, los hijos de Gerardo que habían vivido más cerca de él. La propia Elena y los hijos de la diáspora estaban bastante tranquilos y se encargaron por lo mismo de recibir y saludar a familiares y amigos, cubriendo así a los verdaderos dolientes.

En señal de agradecimiento de la familia de Gerardo por los servicios prestados a la nación, Celia y Gago tuvieron medio año de plazo para buscarse una nueva morada. Hasta ahora, visitan a Elena por lo menos cada cuatro meses y se quedan horas de horas conversando en la que fue su casa por varios años. Del mismo modo, los hijos de Gerardo que vienen del extranjero nunca dejan de traerles regalos a Celia y Gago, sobre todo cajas de pintura negra para que no se repita el síndrome gato Félix.

1 comentario:

  1. "Tres de ellos llegaron en menos de 48 horas, sólo para la ateniense el viaje se hizo imposible."
    Yo pensaba que el/la de Trujillo sería el único/la única en no acudir...

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