jueves, 4 de febrero de 2010

VIAJO ERGO SUM

Todo empezó a bordo de Braniff International. ¿Se acuerda alguien de aquella rutilante línea aérea estadounidense con aviones multicolores que finalmente le cedió la posta a Eastern antes del colapso total? Tanto le insistí a mi padre que movió los hilos correspondientes para que nos autorizaran a lo inautorizable: entrar a visitar un DC-8 estacionado en la zona de seguridad del aeropuerto Jorge Chávez de Lima-Callao. No iba a volar, pero igual me hacía mucha ilusión el hecho de estar dentro de una aeronave que a las pocas horas despegaría en dirección norte hasta más allá del Caribe. El olor a cabina presurizada, la redondez del techo, el tono pastel de los asientos vacíos, las ventanillas ovaladas – this is the beginning of a beautiful friendship, Louis.

Les debo de haber dado mucha pena a mis padres, porque poco tiempo después me desafiaron a adivinar cuál sería mi próximo regalo de cumpleaños. Eran las vacaciones de fiestas patrias y ya me había recuperado de los rutinarios soponcios que por la altura me asediaban año tras año en la sierra de Lima. Después de horas dando tumbos, caí en la cuenta de que no se trataba de un bien tangible. Sugerí incrédulo la palabra viaje. Al parecer iba por la ruta correcta. Con toda la modestia del caso pregunté ¿París? Recibí un rotundo NO como respuesta. ¿Disney? Al fin y al cabo, todo niño de ocho años soñaba en 1975 con viajar a Miami y luego a Disneyworld. ¡Bingo! Viajaría con mi tío Pepe y su familia a la meca de América Latina. No cabía en mi pellejo de felicidad, solo tenían que pasar los dos meses que faltaban para la aventura.


Por motivos que escapan a mi control, Braniff no fue el medio de transporte elegido. Costaba mucho menos volar con CEA, Compañía Ecuatoriana de Aviación, todo un reto a la paciencia con sendas escalas en Guayaquil y Quito, pero me subí feliz al avión con mis veinte dólares de bolsa de viaje y la advertencia de mi padre para que no dejara de aplicar la política del búho: abrir bien los ojos. Tenía también a dos primos contemporáneos en el grupo con lo cual la diversión estaba asegurada.
Después de la gira por los infaltables parques temáticos de la Florida, volvimos a Miami para las últimas compras antes de enrumbar de vuelta hacia el Pacífico Sur. Una tarde, recibimos cada uno de los primos una moneda de un dólar para comprar lo que quisiéramos en un supermercado o drugstore de Lincoln Road.

Los chicos, con mucho más sentido de la oportunidad que el suscrito, se abalanzaron sobre las barritas de chocolate Hershey's, las tiritas de chicle y otras golosinas. Yo descubrí por algún lado un rompecabezas con el mapa de Estados Unidos en que cada pieza era un estado de la unión. El precio era exactamente lo que tenía, así que no dudé un segundo y corrí a la caja con mi prenda. Cuál no sería la sorpresa y el estupor de mis compañeros de viaje cuando les enseñé en lo que había invertido mi dólar. Descubrimos juntos estados con exóticos nombres como Uta y Oyo, que ninguno de nosotros había oído nombrar hasta ese momento. Doce días y tres kilos más tarde, regresábamos a Lima un mediodía de octubre. El virus ya se había expandido por toda mi humanidad. Han pasado más de treinta y cinco años desde entonces, pero igual no hay vez en que suba a un avión, respire el aire presurizado, me siente con alta probabilidad en una butaca con ventana, abroche el cinturón de seguridad y no presente altísimos niveles de endorfina. En el momento del decolaje, cuando la fuerza de la subida te pega al asiento y el mundo se va haciendo pequeño, no consigo despegar la nariz de la ventanilla, a ver si logro ubicar allá abajo algún lugar, edificio, calle, casa o accidente geográfico conocido.
Desde entonces quebró Braniff, quebraron Eastern, Ecuatoriana, PanAm, TWA y BOAC, desaparecieron las criollas Faucett, AeroPerú e incluso la muy pizpireta Swissair, conocida en su tiempo como banco alado. Sería interesante medir el tiempo en función de cuántas aerolíneas has visto quebrar. Espero que todavía me queden muchas.

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